– ¡El santo! ¡Ya le bajó el santo!
La ronda se detuvo.
La mujer, mostrando sus muslos fláccidos, continuaba gritando, puestos los brazos en cruz. ¡El santo la poseía! Era casi divina. Era tragaluz abierto sobre los misterios del más allá. Por ella hubiera sido posible penetrar en el mundo desconocido cuyas fronteras se adelgazaban hasta tener el espesor de un tenue velo de agua… La llevaron al cuarto principal de la casa. Sentada en un taburete, rodeada de vasos magnéticos, contestó como un autómata a las preguntas que se le hicieron al oído. ¡En aquel instante podía dictar líneas de conducta, predecir el futuro, denunciar enemigos, anticipar percances y venturas, hacer llover como los taitas de Allá…!
Pero el misterio no debía prolongarse. Milagro que dura deja de ser milagro. Cándida Valdés hizo salir a los invitados y se entregó a una gesticulación mágica para reanimar a la posesa. El santo se preparó para emprender el vuelo. La puerta se cerraba. Cuando el son se hizo oír nuevamente, la puerta estaba cerrada. Había que borrar cuanto antes las emociones de la ceremonia peligrosa:
Camina como chévere
y mató a su padre…
El negro Antonio, Menegildo y Crescencio, esbozaron un “arrollao” para animar a los presentes. El grupo de bailadores, seguido por el Cayuco y la pandilla, recorrió el patio cajo las frondas de los mamoncillos, despertando a las gallinas que dormían en una escalera de mano.
Entonces sonó un ruido extraño: el ruido de las cosas anormales, que altera los ritmos del corazón. Longina, aterrorizada sin saber por qué, se agazapó detrás del barril de agua. Cristalina y Cándida echaron a correr, desapareciendo en la obscuridad. Hacia el son se veían saltar sombras en una confusión de torsos y de brazos alumbrados por los faroles cuyos bombillos estallaban. Una bandada de negros había surgido de la noche, arrojándose sobre los invitados. Los tambores y calabazas volaren en el aire. Las mochas cortaron guitarras en dos. Se blandieron cuchillos y palos. Las luces fueron risoteadas. Cien gritos hendieron las tinieblas. Algunos dedos tocaron sangre.
– ¡Efó! ¡Efó! -grito Antonio.
Menegildo reconoció gente del Juego enemigo a la luz del último quinqué, que fue apagado de una patada. El mozo se arrojó en el montón, cuchillo en mano.
Hubo carreras y choques. El hierro topó con el acero. Y cedió el empuje. Longina vio pasar siluetas espigadas por el pánico. Un negrazo pasó junto al barril sin verla. Blandía un machete. Parecía buscar algo. Entró en la casa. Golpeó las paredes y la cama. Cortó el cuero de los taburetes. Gritó varias veces:
– ¡No se escondan, desgraciaos! ¡No se escondan!…
Pero viéndose sola, esta sombra acabó también por desaparecer en la obscuridad.
El silencio se llenó de grillos.
Un bulto se movía entre las hierbas. Longina se acercó a gatas. Menegildo yacía de bruces, cubierto de sangre tibia.
– Menegid’do. ¡Qué te pasa, Dio mío…!
El no contestaba. Trató de alzarse sobre los codos. Cayó nuevamente. Su frente rebotó en la tierra. Longina tocó con sus dedos ana ancha herida que le hendía el cuello.
Tuvo un miedo terrible. Se levantó. Giró sobre sí misma, llevándose las manos a la cabeza. Luego corrió hacia el callejón gritando. Pedía luz, gente, ayuda divina. Llamaba a Dios en la noche.
Regresó un momento más tarde, seguida por un vecino que traía un quinqué. El hombre inclinó la luz, colocando una mano cerca de la llama para ver mejor. Longina se arrodilló junto al cuerpo inerte.
Menegildo estaba gris, vaciado de sangre, con la yugular cortada por una cuchillada. Su herida se había llenado de hormigas.
Salomé lavaba trapos a la sombra del platanal de hojas impermeables. Las lentas carretas que renqueaban camino de la romana, se detenían siempre al pie del viejo tamarindo.
Cerdos negros y huesudos en el batey; auras girando bajo las nubes; tierra roja, caña y sol.
– ¿Y por allá, bien…?
La invariable pregunta surcaba una vez más el aire tibio, oliente a hierbas calientes y a melaza.
¿Pero quién sería la negra harapienta y sucia que entraba con paso tan resuelto en el dominio rectangular de los Cué? Salomé inmovilizó sus manos en el agua de horchata.
– Señoa Salomé… ¡Yo soy la mujer de Menegid’do!
La mujer miraba a Salomé con aire de perro azotado. Estaba encorvada. Tenía la cara cubierta de polvo y grasa. Su vientre abultado le daba una silueta a la vez grotesca y lamentable… La vieja estalló:
– ¡Ah, desgracia! ¡Hija de mala madre! ¡Tú ere la que me salaste a mi hijo! ¡Antonio me lo metió en líos, y tú me lo llevat’te! ¡Desgracia! ¡Sinbelgüenza! ¿Y aónde está mi jijo?
– ¡Lo han matao! ¡Lo han matao! Salomé gritó:
– ¡Ay, Dio mío! ¡Ya sabía yo que le había pasao una desgrasia! ¡Y tó por curpa tuya! ¡Ay, ay! ¡Salación…!
Los hermanitos de Menegildo, sin comprender, hacían un círculo en torno a las dos mujeres, con las manos metidas en la boca. Salomé se deshacía en imprecaciones contra Longina. Y ambas lloraban estrepitosamente, frente a frente, repitiendo absurdamente las mismas palabras… Al fin, Longina, con frases deshilvanadas, narró lo que había pasado la noche del santo. Luego, el velorio, el entierro. Sin un centavo, desesperada, atontada, queriendo cumplir un obscuro deber, había salido de la ciudad, había echado a andar y, tres días más tarde, sin saber cómo, con orientación instintiva de gato perdido, se encontraba aquí, junto a las torres del San Lucio. Tenía hambre. Sólo había comido sobras regaladas en las bodegas del camino. ¡Pero daba lo mismo! ¡Se quería morir!
Salomé la interrumpió duramente:
– ¡Vete a moril a otro lao! ¡No quiero salaciones aquí!
Longina bajó la cabeza. Atravesó el batey sosteniendo su vientre con las dos manos. Cuando tiraba de la talanquera, Salomé la detuvo:
– Entra en el bohío y coge la cazuela con arró que hay en el fogón de la cocina… ¡Y métete en un rincón pa que no te vea má…! ¡No quiero que por mí se muera el jijo de Menegid’do! ¡Sinbelgüenza! ¡Por ti se saló el muchacho! ¡Desgracia!
Longina entró en el bohío. Las gallinas salieron revoloteando, en señal de protesta contra la presencia de aquella intrusa. Agazapada junto a la cazuela, Longina engulló los granos mal cocidos a mano llena… Afuera, Salomé secó los brazos en la hierba:
– Oye. ¡Y pon a sancochal las viandas pal almuerzo! ¡Orita vienen Usebio y Luí…!
Las sombras del humo del Central corrían sobre el suelo como un rebaño de gasas obscuras.
Tres meses después, Menegildo tenía un mes. Era un rorro negro, de ojos saltones y ombligo agresivo. Se retorcía, llorando, en su cama de sacos, bajo las miradas complacidas de Salomé, Longina y el sabio Beruá.
Para preservarlo de daños, una velita de Santa Teresa ardía en su honor ante la cristianísima imagen de San Lázaro-Babayú-Ayé.
Primera versión: Cárcel de La Habana, agosto 19 de 1927.
Versión definitiva: Paris, enero-agosto de 1933.