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III LA CIUDAD

29 Rieles

La bruma demoraba todavía en las hondonadas, cuando Menegildo fue conducido a la pequeña estación del Ingenio por una pareja de guardias rurales. El mozo se dejó caer en un banco de listones, haciendo descansar sus muñecas esposadas sobre las rodillas. El andén estaba desierto. El día se alzaba lentamente. De cuando en cuando, una locomotora, con los focos encendidos aún, se escurría sobre los rieles azules, arrastrando rejas de caña. Tanques rodantes de miel de purga, con grandes iniciales blancas sobre fondo opaco, descansaban en vía muerta, corno formidables salchichas de hierro. Un vagón frigorífico, con costillares en acordeón, aguardaba el momento de ser llevado hasta Chicago. Crecían mangas de agua y discos de señales en la luz naciente. Cadenas y ganchos aguardaban presa, dejando gotear el rocío sobre las hierbas mojadas. Una valla anunciadora mostraba un dirigible tirando de un pantalón irrompible. Un retrato de anciana con cuello de encajes, al que los chicos habían pintado bigotes y quevedos, pregonaba las virtudes de un compuesto vegetal destinado a aminorar los padecimientos de la menopausia.

Los semáforos verdes y rojos se apagaron. Los guardianes de Menegildo fumaban silenciosamente, con los máuseres atravesados en los muslos caqui. El mozo parecía sumido en un embrutecimiento absoluto. Interrogado por el Cabo dos días antes, comenzó por negar testarudamente lo de la agresión, para terminar diciendo “que el haitiano ese lo tenía muy salao”, aunque sin ofrecer más precisiones sobre lo ocurrido. Luego había devorado una cazuela de rancho, oyendo, por el camino de un tragaluz, los lamentos de su familia, reunida en el portal del cuartel. Ahora no reaccionaba. Se dejaba llevar mansamente, como buey que tiran del narigón… La estación se iba animando. Un empleado somnoliento pasó sus tickets en revitsa. Comenzó a llegar gente: un matrimonio japonés, horticultores del Central; una jamaiquina embarazada, cubierta por un gran sombrero de pajilla, de hombre, y montada en un par de medias de color canario. De pronto, una carreta atravesó la vía, detrás de la romana, y se detuvo junto al quiosco de la planta. Salomé, Usebio, Luí, los hermanos y hermanas de Menegildo, invadieron el andén con sus pies callosos, sus santos aliados y sus gemidos. Los guardias rurales se apartaron respetuosamente. Salomé se abrazó al mozo, mientras los niños se alineaban en un banco, como para una fotografía, sin saber de fijo por qué los habían traído.

– ¡Ay, Dio mío! ¡Ay, Dio mío!

Las lágrimas surcaban los rostros obscuros, brotando al ritmo de las mismas quejas, repetidas hasta la saciedad. Los viajeros contemplaban ese cuadro de desolación con tanta curiosidad como ganas de enterarse. Paula Macho, jamo al hombro, pasó por la carrilera, saltando sobre los polines como una cabra.

– ¡Anda, desgrasiá! ¡Salación! -masculló Salomé al verla aparecer.

Pero Paula no se detuvo, y el mal efecto de su presencia fue borrado por la llegada risueña y protectora del negro Antonio.

– ¡No llore, vieja! -declaró-. Yo tengo influencia allá en la ciudá. Lo brigada son amigo mío. Y voy a vel al Consejal Uñita pa que lo mande a soltal enseguía… Tota no le va a pasal ná… Cuando Come-en-cubo le dio una púсala al Rey-de-Eppaña, el Dotol mimo lo vino a sacal…

– ¡Dio te oiga! ¡Y la Vilgen te bendiga…!

Un pequeño ferrocarril, compuesto por dos vagones viejos y una locomotora de chumacera antigua, barrió la estación con sus bigotes de vapor. Los guardias hicieron levantar a Menegildo y lo arrancaron suavemente a los brazos y llantos maternos para hacerlo subir al tren. El convoy echó a rodar, después de un brusco sobresalto que repercutió en el lomo de los escasos viajeros. Atados aún al andén por las lágrimas de los suyos, Menegildo trató de lanzar una mirada hacia el lamentable grupo de los Cué. Pero el vagón había traspuesto ya el límite de la plataforma, y una silueta harto conocida se erguía ahora junto a la vía, detrás de la cerca de alambres de púas. ¡Longina! Sus ojos se clavaron en los de Menegildo. Con la mano se tocó el pecho y señaló el horizonte. Y la visión fue cortada por una pared de cemento que vino a alzarse brutalmente a un metro de la ventanilla, destruyendo toda posibilidad de aclaración.

30 Viaje

“Huye alacrán, que te pica el gallo… Huye alacrán, que te pica el gallo…” Tal cantaban las viejas ruedas del vagón en el cerebro de Menegildo. Le era imposible deshacerse de ese ritmo, al tanto que la sensación de rodar le producía un placer insospechado. La aventura que estaba viviendo en aquel momento era algo tan al margen de la apacible y primitiva existencia que llevaba desde la niñez, que la inercia se aliaba en él con una suerte de inacabable estupor para hacerle posible la adaptación a un nuevo estado de cosas… “Huye alacrán, que te pica el gallo… Huye alacrán…” Estaba solo. Arrancado de raíz. Solo. Hollaba los umbrales del misterio. Era la primera vez que una acción no le exigía la menor voluntad. Lo llevaban. Tal vez hacia el mundo que al principio de cada zafra paría capataces americanos y hombres con las corbatas tornasoladas. Habría casas de siete pisos, barcos; grandes, el mar. En el cielo, globos en forma de tabaco, como el que aparecía en el anuncio del pantalón, irrompible. “Anoche te vi bailando, bailando con la puerta abierta.” Pero puerta abierta no se conocía en la cárcel. ¡Debían repartir más trancazos! Aunque el negro Antonio había estado y afirmaba que era un lugar destinado a los “machos de verdad”, donde la bolita y la charada china no conocían censura, ¡Pero no era lo mismo un rallo que una tentativa de omisidio! ¿Y quién lo había mandado a “jalar por el cuchillo” con el haitiano ese? ¡Seguro que sin las copas…! Y ahora Longina se iba quedando en los antípodas del mundo. ¡Lejos! ¡Lejos! ¡Todo había acabado! ¡Longina! ¡Qué duros son los bancos! “Huye alacrán, que te pica el gallo. Huye…”

El tren desdeñó la presencia de dos o tres estacioncillas y paraderos desiertos. Al fin se llegó a un entronque, situado en pleno campo, cuya plataforma de cemento estaba sucia de ramas y semillas. Varias cabras rumiaban a la sombra de un quiosco rosado, lleno de palancas y hongos de porcelana. Los soldados hicieron descender a Menegildo. Después de larga espera, bajo un sol que iba caldeando el cemento del piso y las tablas en que descansaban las asentadoras, un ferrocarril majestuoso asomó en la curva más próxima, arrastrando largos vagones amarillos, guarnecidos de inscripciones en inglés. ¡Nunca vagones tan hermosos se habían presentado ante las miradas de Menegildo! El preso subió a un carro de tercera, y sobre un ritmo más rápido que antes volvieron a colocarse las sílabas rumberas. “Huye alacrán, que te pica, que te pica, que te pica el gallo…”

Ahora el ferrocarril horadaba el denso bochorno del mediodía, arremolinando un aire tibio y tembloroso. El transparente incendio del sol se cernía sobre los campos. El abatimiento de Menegildo comenzaba a disiparse; lo repentino de esta entrada en una vida nueva iba inquietando en él los anhelos de placer que reclaman derechos en todo cambio de existencia. Bajo forma de curiosidad se revelaba su voluntad inconsciente de extraer ventajas de aquella aventura… El paisaje que se desarrollaba ante sus ojos era idéntico al que rodeaba el Central San Lucio. Había oleaje de cañas hasta el horizonte, palmas reales, bohíos de tabla o de yaguas en corros de árboles. Y más palmas y más cañas. Al fondo, las mismas colinas rocosas, azules, remotas. Pero bastaba la revelación del distinto recorrido de una cañada o el descubrimiento de una ceiba en lugar inesperado, para que todo aquello cobrara una prodigiosa novedad en las retinas de Menegildo. Viendo pasar una carreta guiada por un desconocido, exclamaba de pronto:

– ¡Qué yunta má buena!

En medio de la resplandeciente extensión verde, se dibujaba la fresca mancha de una laguna. Un guariao abanicaba la superficie con sus alas pardas.

– ¡Caballero! ¡Cómo debe habel biajacas ahí!

Una masa de caña era interrumpida bruscamente por el frente de avance de un corte. Negros con anchos sombreros blandían sus mochas pringosas de almíbar; un tajo en la base, otro para tumbar el cogollo y el tronco era lanzado al montón más próximo… Uno, dos, tres… Uno, dos, tres…

– ¡En tos laos e lo mismo! -observó Menegildo con la sorpresa de quien descubre un Rotary Club en Tananarivo.

Pero una muchedumbre de casitas blancas y azules, de techo de guano y tela alquitranada, rodeó el ferrocarril como un enjambre. Suspiraron los Westinghouse. La campana de la locomotora abanicó el humo. Y los frenos mordieron las ruedas en una vasta estación repleta de gente. Voceaban vendedores de tortas, de frutas, de periódicos. Bajo el ala de sus pamelas azules, las alumnas de un Conservatorio aguardaban a un profesor de la capital, luciendo una cinta de terciopelo atravesada en el pecho con las palabras “¡Viva la música!” grabadas en letras plateadas. Galleros con sus malayos rasurados en la mano. Mendigos y desocupados con un rezago en el colmillo. Colonos vestidos de dril blanco y guajiros esqueléticos despidiendo a una prima cargada de niños. En el centro del bullicio, varios descamisados daban vivas a un político con cara de besugo que abandonaba aparatosamente un vagón de primera, calándose la funda del revólver en una nalga.

Menegildo surcó el gentío, escoltado por sus guardianes. Dejó a sus espaldas una hilera de Fords destartalados y se vio en una calle guarnecida de comercios múltiples. El Café de Versalles, con sus pirámides de cocos y su vidriera llena de moscas. El Louvre, cuyo portal era feudo de limpiabotas. La ferretería de los Tres Hermanos -que habían embadurnado sus columnas con los colores de la bandera cubana. Y luego el desfile de ornamentaciones rupestres: los Reyes Magos del almacén de ropas; el gallo de la tienda mixta: la tijera de latón de la barbería. Brazo y Cerebro. La funeraria La Simpatía, con un rótulo que ostentaba un ángel casi obsceno envuelto en gasas transparentes. En un puesto de esquina tres chinos se abanicaban entre mameyes rojos y racimos de plátanos… Menegildo estaba maravillado por la cantidad de blancos elegantes, de automóviles, de caballitos con la cola trenzada que desfilaban por las calles de esa ciudad que se le antojaba enorme.

– ¡Mira, mamá! ¡Ahí llevan a Un negro preso! Otras voces repitieron como un eco, en distinto diapasón:

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