Anguloso, sencillo de líneas como figura de teorema, el bloque del Central San Lucio se alzaba en el centro de un ancho valle orlado por una cresta de colinas azules. El viejo Usebio Cué había visto crecer el hongo de acero, palastro y concreto sobre las ruinas de trapiches antiguos, asistiendo año tras año, con una suerte de espanto admirativo, a las conquistas de espacio realizadas por la fábrica. Para él la caña no encerraba el menor misterio. Apenas asomaba entre los cuajarones de tierra negra, se seguía su desarrollo sin sorpresas. El saludo de la primera hoja; el saludo de la segunda hoja. Los canutos que se hinchan y alargan, dejando a veces un pequeño surco vertical para el “ojo”. El visible agradecimiento ante la lluvia anunciada por el vuelo bajo de las auras. El cogollo, que se alejará algún día, en el pomo de una albarda. Del limo a la savia hay encadenamiento perfecto. Pero hecho el corte, el hilo se rompe bajo el arco de la romana. Habla el fuego: “Por cada cien arrobas de caña que el colono entregue a la Compañía, recibirá el equivalente en moneda oficial de equis arrobas de azúcar centrífuga, polarización 96 grados, según el promedio quincenal correspondiente a la quincena en que se hayan molido las cañas que se liquidan…” La locomotora arrastra millares de sacos llenos de cristalitos rojos que todavía saben a tierra, pezuñas y malas palabras. La refinería extranjera los devolverá pálidos, sin vida, después de un viaje sobre mares descoloridos. De la disciplina de sol a la disciplina de manómetros. De la yunta terca, que entiende de voz de hombre, a la máquina espoleada por picos de alcuzas. Como tantos otros, Usebio Cué era siervo del Central. Su pequeña heredad no conocía ya otro cultivo que el de la “cristalina”. Y a pesar del trabajo intensivo de las colonias vecinas, la producción de la comarca entera bastaba apenas para saciar los apetitos del San Lucio, cuyas chimeneas y sirenas ejercían, en tiempos de zafra, una tiránica dictadura. Los latidos de sus émbolos -émbolos jadeantes, fundidos en tierras olientes a árbol de Navidad-, podían alterar a capricho el ritmo de vida de los hombres, bestias y plantas, imprimiéndole frenéticas trepidaciones o inmovilizándolo a veces de modo cruel… En torno a un vasto batey cuadrangular, un caserío disparatado albergaba a los braceros y dignatarios de la fábrica. Había largos hangares con techumbre roja, de hierro corrugado, y paredes enjalbegadas con cal, destinadas a los trabajadores ínfimos. Varias residencias burguesas promovían una competencia de columnitas catalanas y balaustres de melcocha. La botica de don Matías, que exhibía anacrónicas bolas de vidrio llenas de agua-tinta, estaba coronada por un anuncio de fotografía pueblerina, realzado por las siluetas de tres cañones coloniales y una jaula en que enflaquecía un mono roñoso. Más lejos, sonrientes y decentitas como alumnas de un colegio yanqui, se alineaban algunas casitas de piezas numeradas y tabiques de cartón, enviadas de La Habana la semana anterior y que serían ocupadas por los químicos y empleados de la administración. No faltaba un ridículo campanario semi-gótico, con estereotomía figurada, ni la glorieta de cemento llena de inscripciones obscenas y dibujos fálicos trazados a lápiz por los niños que, después de cantar el hilno, aullaban al salir de la escuela pública: “La bola del mundo se cayó en el mar; -ni tu padre ni tu madre se pudieron salvar…” Una calle algo apartada mostraba los bohíos que solían ocupar mujeres venidas cada año a “hacer la zafra”. Y de trecho en trecho se erguían aún viejas casonas de vivienda, de modelo antiguo, con sus anchos soportales guarnecidos de persianas, puntales de cuatro metros y triple capa de tejas criollas, onduladas y cubiertas de musgo.
También se veían dos o tres calles rectas, casi vírgenes de casas, desafiando los palmares con sus aceras rajadas y sus arbolitos tallados en bola. Varias carrileras estrechas se zambullían en la lejanía verde, partiendo de la boca del ingenio. Un terreno de pelota, feudo de la novena local, mostraba su trazado euclidiano invadido por los guizazos. Un zapato clavado en el home . Las romanas seccionaban el azur, semejantes a grandes testeros luminosos. Mil alcachofas de porcelana relucían en brazos de los postes telegráficos. Transbordadores, discos, agujas y mangas de agua presentaban armas de las guardarrayas. El balastro de las vías era un picadillo de hojas cortantes y secas. Surcando campos de caña, alguna locomotora arrojaba bufidos de humo en el espacio… Todavía existía en alguna parte, solitaria y hendida, la campana que había servido antaño para llamar a los esclavos.
Después de varios meses de calma -calma de alta mar sin brisa-, al final de un otoño calcinado por polvaredas y aguaceros tibios, una brusca actividad cundía por las campiñas en vísperas de Nochebuena. Los trenes venían cargados de cajas, piezas consteladas de tuercas, tambores de hierro. Cilindros rodantes, pintados de negro, se alineaban en las carrileras muertas. Los colonos iban y venían. En las tierras, en el caserío, sólo se pensaba en reparar carretas, afilar mochas, limpiar calderas y llenar de grasa las cazoletas de frotación. La piedra gemía bajo el filo del machete. Las bestias husmeaban con inquietud. Por las noches, a la luz de los quinqués, se veían danzar sombras de todos los bohíos… Entonces comenzaba la invasión. Tropeles de obreros. Capataces americanos mascando tabaco. El químico francés que maldecía cotidianamente al cocinero de la fonda. El pesador italiano, que comía guindillas con pan y aceite. El inevitable viajante judío, enviado por una casa de maquinaria yanqui. Y luego, la nueva plaga consentida por un decreto de Tiburón dos años antes: escuadrones de haitianos harapientos, que surgían del horizonte lejano trayendo sus hembras y gallos de pelea, dirigidos por algún condotiero negro con sombrero de guano y machete al cinto. Los campamentos de cortadores se organizaban alrededor de cabañas de fibra y hoja, que evocaban los primeros albergues de la Humanidad. Los rescoldos calentaban las bazofias de congrí que negros doctos en patuá engullirían durante semanas enteras. Después llegaban los de Jamaica, con mandíbulas cuadradas y over-alls descoloridos, sudando agrio en sus camisas de respiraderos. Con ellos venían madamas ampulosas, llevando anchos sombreros de plumas, tan arcaicos y complicados como los que todavía lucen en sus fotografías las princesas alemanas. El alcohol a fuertes dosis y el espíritu de la Salvation Army entraban en escena inmediatamente, en lógico encadenamiento de causas y efectos.
Pronto aparecen los emigrantes gallegos. Arrastran alpargatas, y sus caras, cubiertas de granos, eliminan los vinillos ácidos de la montaña. Hacinados como arenques en el barco francés que los trajo de La Coruña, se apretujan de nuevo en los barracones que les son señalados. Algunos polacos tenaces se improvisan tenduchos sobre el vientre, ofreciendo mancuernas de hueso, cuellos de seda tornasolada, ligas púrpura y preservativos alemanes disimulados en cajas de cerillas. Los horticultores asiáticos se arrodillan en el huerto de la casa vivienda con gestos de cartomántica. Los almacenistas chinos invierten millares de dólares en balas y toneles que les son enviados por Sung-Sing-Lung -cacique alimenticio del barrio amarillo de la capital-, con el fin de librar ruda competencia a la bodega del Central, recientemente abierta para ordeñar al bracero las monedas que acaban de dársele. En las fondas se descargan placas de tasajo y secciones de bacalao; un saco roto deja caer garbanzos en cascada sobre un cerdo que chilla. Dos isleños luchan en una etiqueta de gofio. El hotel americano hace barnizar su bar de falsa caoba. Hay cigarrillos extranjeros con las figuras de príncipes bizcos. Ladrillos de andullo envueltos en papel plateado. Fátimas con odaliscas. Marcas que ostentan escudos reales, khedives o mocasines indios. Los cafetuchos y cantinas se aderezan. Cien alcoholes se sitúan en los estantes. La caña santa, que huele a tierra. Los rones “de garrafón”. Los escarchados turbios, cuyas botellas-acuarios encierran un retoño de azúcar candi. En algunas etiquetas bailan militares con sayo de whiskis escoceses. Carta blanca. Carta de oro. Las estrellas de coñac se vuelven constelaciones. Hay Torinos fabricados en Regla y anís en frascos patrioteros con cintas de romería. Medallas. La Exposición de París. El preferido. Una litografía que muestra una ecuyere con traje de lentejuelas y botas a media pierna, sentada en las rodillas de un anciano lujurioso y condecorado. No falta siquiera el Mu-kwe-ló de arroz, preso en ventrudos potes de barro obscuro que llegaron al caserío, después de cincuenta días de viaje, vía San Francisco, envueltos en manifiestos del partido nacionalista chino. La sed es epidémica. La bebida templa los nervios de los que entrarán cotidianamente en el vientre del gigante diabético.
Durante varios días, un estrépito creciente turba las calles del pueblo. Los himnos religiosos, aullados por jamaiquinas, alternan con puntos guajiros escandidos por un incisivo teclear de claves. El fonógrafo de la tienda china eyacula canciones de amor cantonesas. Las gaitas adiposas de algún gallego discuten con los acordeones asmáticos del haitiano. Las pieles de los bongóes vibran por simpatía, descubriendo el África en los cantos de la gente de Kingston. Se juega a todo: a los dados, a las barajas, al dominó, al ventilador considerado como ruleta, a las moscas volando sobre montículos de azúcar turbinada, a los gallos, a la sartén, a las tres chapitas, al “cochino ensebao…” (Los haitianos “se juegan el sol antes del alba”, opinan los guajiros cubanos.) Y un buen día hay una animación de nuevo aspecto en las calles del caserío. La disciplina se hace sentir en medio del desorden. El ambiente se empapa de una preocupación. La luz, los árboles, las bestias, parecen aguardar algo. La brisa se deja escuchar por última vez en los alrededores de la fábrica. Se espera…
Entonces rompe la zafra.
Las máquinas del Central -locomotoras sin rieles- despiertan progresivamente. Las agujas de válvulas comienzan a agitarse en sus pistas circulares. Los émbolos saltan hacia las techumbres sin poder soltar las amarras. Hay acoplamientos grasientos del hierro con el hierro. Ráfagas de acero se atorbellinan en torno a los ejes. Las trituradoras cierran rítmicamente sus mandíbulas de tiburón. Las dínamos se inmovilizan a fuerza de velocidad. Silban las calderas. Las cañas son atirabuzonadas, deshechas, molidas, reducidas a fibra. Su sangre corre, baja, se canaliza, en una constante caída hacia el fuego. Cunde el vaho de cazuelas fabulosas. Los hornos queman bagazo con carbón de Noruega. Los químicos extraen el licor ardiente, lo hacen recorrer laberintos de cristal, trastornan la sintaxis de la melaza, hacen la reacción Wasserman del monstruo que trepida y ensucia el paisaje. Cifras, grados, presiones. Cifras, grados. Grados. Un alud de cristales húmedos muere en sacos cubiertos de letras azules. Centrífuga, noventa y seis grados. “Por cada cien arrobas pagamos…” Sube el azúcar. Sube el promedio quincenal. Subirá más. “Hay guerra allá en Uropa.” Grados, presiones. El Kaise. Yofré. A corte y tiro en la colonia, amputaciones y tiros que nos cubrirán de oro. “Me siento alemán.” Casi tres centavos por libra. ¿Batiremos el récord del 93? ¿A cuatro? ¿A cinco? ¿A…? “¡Déme veinte mil pesos de brillantes!” “Por cada cien arrobas pagamos…” ¡Azúcar, azucara, azucarará! ¡El ingenio es de ley! Un olor animal, de aceite, de savia, de sudor, se estaciona en el paraninfo que jadea y tiembla. Los conductos y bielas tienen sacudidas y contracciones de intestinos metálicos. Una formidable batería de tambores redobla bajo tierra. Los hombres, asexuados, casi mecánicos, trepan por las escalas y recorren plataformas, sensibles a los menores fallos de los organismos atornillados que relucen y vibran bajo sudarios de vapor.