LA DECAPITASIÓN DEL VAUTISTA
EL ASOMBRO DE LA SIENSIA
Entrada: 10 centavos
En el extremo del parque, en pleno vapor de cebolla frita, la barraca roja se alzaba, solitaria, con sus pinturas bárbaras, cabezas cortadas y troncos manando sangre como pellejos acuchillados. En un estrado de tablas, cubierto por un turbante, vestido con una larga bata roja, Menegildo se paseaba como fiera acosada, llevando un hacha de cartón en el hombro. De cuando en cuando lanzaba un grito estridente, se arrodillaba cara al público, y besaba el hacha, alzándola después en gesto de ofrenda. Se le había explicado que debía representar “la salasión de uno que le arrancó la cabeza a un santo”. Y Menegildo, consciente de su Papel, daba muestras de un talento dramático que maravillaba al mismo negro Antonio. El mozo desempeñaba su oficio de verdugo con una convicción absoluta. En horas de trabajo habría decapitado al propio Bautista si el santo, vestido de vellón de oveja, se hubiera aparecido entre los curiosos que rodeaban la barraca. Poco importaba que Crescendo Peñalver, envidioso, declarara que aquello “no era alte ni era ná”, y que el mozo estaba “sirviendo de mono”. Menegildo se había vuelto personaje en el solar. Medio Pilato, medio actor, se daba buena vida con el peso ganado diariamente en la barraca de los suplicios. El vientre de Longina crecía de día en día. El matrimonio prosperaba. El recuerdo del Central San Lucio iba perdiéndose en cendales de bruma. La casa de los Cué desaparecía entre las cañas, abismándose en un pasado de miseria, de barro y de aislamiento… Todavía debía durar allá el terrible tiempo muerto de calma canicular, de polvo, de tedio, de silencio, a la orilla de plantíos cuyos canutos acababan de hincharse lentamente. El ingenio permanecía mudo. Los relojes tenían doce horas. Se escuchaban las confidencias de la brisa y los vientres estaban apretados…
Una noche, al salir del parque de diversiones, Menegildo se encaminó hacia la casa de Juana Lloviznita, donde debía haber fiesta. Al llegar a la esquina de Pajarito y Agua Tibia, vio una aglomeración anormal en las aceras. Antes de poder enterarse de lo ocurrido, dos jaulas de la policía pasaron a toda velocidad por su lado. En uno de los carruajes divisó a los miembros del Sexteto Física Popular. El segundo estaba lleno de negros que no le eran conocidos. Erguida en el umbral de su casa, gesticulando y escupiendo, Juana lanzaba imprecaciones y mentadas de madre, mientras sus protegidas se marchaban apresuradamente, con los sombreros en la mano. Acababa de pasar lo que más de uno esperaba. Cuando mejor estaba el baile, los desgraciados del Sexteto Alma Tropical se habían aparecido por la cuadra. Comenzaron a tocar y cantar frente a la casa. Los del Física Popular delegaron a un emisario amenazador para desalojar a los músicos rivales. Recibido a empellones, la pelea se entabló entre los miembros de las dos orquestas. Volaron tambores, reventaron botijas, se astilló el contrabajo y las guitarras quedaron despedazadas. Los uniformes azules aparecían con la primera sangre, prendiendo a todo el mundo.
– ¡No tienen fundamento! ¡No tienen fundamento! -sollozaba Juana Lloviznita.
Cuando Menegildo regresó al solar, la noticia había despertado a todo el mundo. Las comadres se mesaban los cabellos. Las maldiciones se perfilaban en la noche del patio lleno de bateas. Y lo grave era qué el suceso venía a despertar viejas rencillas, olvidadas desde hacía meses. Chivos eran los habitantes de la ciudad alta, cuyas últimas casas se dispersaban entre las lomas circundantes. Sapos, los vecinos de las calles que terminaban a la orilla del agua salada. Chivos y sapos rivalizaban en las parrandas de Carnaval por presentar los altares más rutilantes y emperifollados. Y sapos todos eran los miembros de la Potencia ñáñiga del Enellegüellé, a la que pertenecía Menegildo, el negro Antonio, Elpidio y los del Sexteto Física Popular. Los chivos tenían su Ebión también: el Efó-Abacara, Potencia de antiguos, cuyo diablito era el maraquero del Alma Tropical. La ortodoxia y el liberalismo volvían a encontrarse frente a frente. Los antiguos sabían más lengua que los nuevos. Respetaban rituales que éstos pasaban por alto. Eran más estrictos en la admisión de nuevos “ecobios”… Ahora la guerra estaba declarada. ¡Yamba-ó! ¡Retumbarían las tumbas, renacerían las firmas, el yeso amarillo y el Cuarto Fambá…!
Un sinnúmero de batallas sordas se libraba ya en la ciudad. Mañana día de lotería. Los vendedores de periódicos, acostados al pie de las rotativas bajo frazadas de papel impreso, se miraban con ojos torvos. Bastarían una leve “mala interpretación” para provocar encuentros. Las jícaras de brujería florecerían ahora en los umbrales de las casas de la ciudad alta y de la ciudad baja. Los domingos tronaban los cuatro tambores rituales junto a los Cuartos Fambás. La fidelidad a los Ebiones se recrudecería al calor de las hostilidades. Y como la policía estaba sobre aviso, los primeros rompimientos se llevaron a cabo con el mayor secreto. Encerrados en una habitación del solar, los fieles percutían en cajones y sombreros de paja, entre cuatro paredes adornadas con pinturas de un día, representando los atributos y moradas rituales. Los grafitos mostraban la palma de Sicanecua, el pez roncador y el curso sinuoso del río Yecanebión. Entre dos firmas se erguía un Senseribó en miniatura, hecho con un brazalete de cobre y cuatro plumas de gallina. El Diablito era figurado por un muñeco montado en un disco de cartón.
Efimere bongó,
¡yamba-ó!
Efimere bongó,
¡yamba-ó!
Como la temporada del circo había terminado y el Bautista se estaba haciendo decapitar bajo otros cielos, Menegildo no faltaba a las reuniones de su grupo. Había olor a sangre en la atmósfera, aunque ningún combate hubiese opuesto todavía las fuerzas del Efó-Abacara a la del Enellegüellé.
Nubes de tormenta se cernían sobre la guerra invisible. Los truenos del otoño habían velado el cielo aquella tarde, enfundando el sol y dejando luz de eclipse en la ciudad. Todavía el horizonte no olía a lluvia, y las olas del mar eran tan pesadas que no llevaban espuma. Menegildo estaba tumbado en la colombina, con el pecho húmedo de sudor, cuando el Cayuco entró en la habitación.
– Dice e negro Antonio que vaya pal parque en seguía, que hay un asunto malo por aya.
– Voy.
Menegildo se abotonó la camisa, se apretó el cinturón y ocultó el cuchillo en uno de sus bolsillos. Bajo el portal del Café de París, el negro Antonio le aguardaba al pie de su sillón de limpiabotas. Tenía el ceño fruncido.
– ¿Qué hubo? -preguntó Menegildo.
– ¡Quédate por aquí, que puede pasal algo!
– ¿Y eso?
– Hay uno del Efó-Abacara que va a venil a buccalme bronca. Si viene con otro le caemo entre lo do. Tú hatte el bobo.
– ¡Ya sabe que aquí hay un macho!
Comenzó una espera silenciosa. Antonio lustró dos pares de zapatos, con aire distraído, atisbando de tiempo en tiempo los cuatro costados de la plaza. De pronto exclamó entre dientes:
– ¡Ahí vienen!
Tres negros, que Menegildo veía por primera vez, se habían detenido en la esquina más próxima. Uno de ellos se separó del grupo, acercándose al limpiabotas. Antonio tomó una expresión distante y hostil, mirando hacia la gaveta de cepillos y latas de betún. El enemigo apoyó un brazo en el sillón, con aire de desafío. Antonio comentó, sin inmutarse:
– Hay mucho sitio donde podel uno descansal. El negro apoyó el otro brazo:
– ¡Aquí e donde se está cómodo!
– ¡Así se clavó uno!
– ¡No se ocupe, que yo no me clavo!
Hubo un instante de expectación. Menegildo se preguntaba lo que estaba esperando el primo para “caerle” a ese desgraciao, cuando Antonio se levantó súbitamente, echándose una mano al bolsillo:
– ¡Mira cómo está el diablo!
En sus dedos crispados, entre uñas rosadas, un pequeño collar de cuentas negras se retorcía como una culebra herida. Lentamente, Antonio alzó la mano hasta las narices del adversario, cuyos ojos espantados fijaban el extraño objeto viviente. Dio un salto atrás:
– ¡Oye! ¡El diablo está duro!
Y volviéndoles las espaldas fue a reunirse con sus compañeros en la esquina. Los tres se alejaron rápidamente. El diablo regresó al bolsillo, mientras Menegildo contemplaba, al primo con admiración.
– ¡El collar está trabajao en forma! -exclamó Antonio-. ¡Con eso no hay quien puea!
Menegildo reconstruía mentalmente la ceremonia de preparación de aquellos talismanes. El brujo, sentado detrás de una mesa de madera desnuda, sacando de jícaras llenas de un líquido espeso aquellos collares, aquellas cadenas, que se doblaban en espiral, formaba el 8, dibujaban un círculo, se arrastraban y palpitaban sobre el corazón del hombre con una vida tan real como la que hacía palpitar el corazón del hombre.
– ¡Me voy a tenel que comprar un muerto! -sentenció Antonio para sí mismo.
– ¿Un muerto?
– Sí. En el sementerio.
Menegildo sintió un escalofrío en la base del cráneo. Paula Macho. Los haitianos de la colonia Adela. Los que manosean huesos. El ciclón. Lo que el viejo Usebio había visto la noche aquella… Pero con Antonio las cosas cambiaban. Las fuerzas malas podían domarse en bien de uno. La niña Zoila mudaba de color y de significado según la orilla en que volara su ánima…
– ¡Voy a il esta mima noche! -proseguía Antonio-. Santa Teresa, que es macho un día y hembra al otro día, es la dueña de todos los muertos. Hay que hablarle: “Santa, ¡véndeme un ser!”
– ¿Y dipué? -preguntó Menegildo con tono inseguro.
– Tú no pué entendel de eso… Aggún día tú me dirá: “Antonio, ¡tú sabe!”… Uno saca un ser que está malo. ¡Malo! ¡Que no haiga descansao entodavía! Te lo llevas contigo y se lo echa a tu enemigo…
– ¿Se lo echa?
– Sí. ¡Se lo suelta!
– Y él lo ve?
– ¡Ni él, ni tú tampoco! ¡Pero ahí está! Lo coge por el pescuezo y se lo lleva pal sementerio… Y ya el ser puede descansal…
– ¿Y si le echan un muelto a uno?
– ¡Pa eso traigo el diablo! Antonio se palpó el bolsillo: