– ¡Se cerró!
La reina volvía a su gaveta. Los chicos trepaban al aparador, descendían los peldaños de sacos, cerraban la puerta y se zambullían entre las calabazas para reaparecer como ludiones negros en el boquete de la tapia…)
En los momentos en que se estimaba necesario “dejar descansar la cueva”, la pandilla del Cayuco variaba de aspecto, volviéndose de una vulgaridad desesperante. El carácter nocivo del niño criollo salía a flote, con su ausencia de respeto por las propiedades, pudores, árboles o bestias. La cola de los cometas se llenaba de navajas Gillette y filos de vidrio. Se combatía a golpe de inmundicias. Cuando los chicos se desperdigaban por alguna propiedad de las inmediaciones, asolaban huertas y jardines, apedreando los mangos, desgarrando flores y destruyendo plantíos de calabazas para fabricarse “pitos” con los tallos huecos. Durante días y días se consagraban, con enojosa insistencia, a lanzar guijarros a los alumnos del Colegio Metodista cuando regresaban de clase, o a abrirse la bragueta al paso de las niñas bien peinadas y con calcetines limpios, que emprendían una fuga digna, apretando nerviosamente sus libros de inglés sobre el pecho. Sabiendo que un vecino tenía una hermana loca encerrada en una habitación de su casa, tiraban latas y palos al tejado para enfurecer a la demente. Y cuando aún sonaban sus aullidos detrás del muro, la pandilla de descamisados lograba encolerizar a un pobre de espíritu, a quien el apodo absurdo de Caldo de Gallo era capaz de hacer cometer asesinatos. El viejo tonto desenvainaba un cuchillo y se daba a agotar imprecaciones, mientras el puñado de cabezas negras asomaba en una esquina clamando:
– ¡Caldo e Gallo! ¡Caldo e Gallo!
– ¡Eto muchacho son un diablo! -pensaba Menegildo conteniendo difícilmente la risa.
Menegildo se reía. Se reía anchamente de esas travesuras. De no pensar que “estaba muy grande pa eso”, habría acompañado gustosamente a la pandilla en sus recorridos de piratería. Ahora que la ciudad lograba borrar en él todo recuerdo de la vida rural, con las disciplinas de sol, de savias y de luna que impone a quienes pisan tierra, el mozo se adaptaba maravillosamente a una existencia indolente cuyas perezas se iban adentrando en su carne. El cuarto estaba pagado con la venta de los gallos malayos. Longina planchaba para el amante de Cándida Valdés. Mientras hubiera para lo superfluo, nadie pensaba en los problemas esenciales, que no tardarían en plantearse. Carente de toda conciencia de clase, Menegildo tenía, en cambio, una conciencia total de su facultad de existir. Se sentía a sí mismo, pleno, duro, llenando su piel sin espacio perdido, con esa realidad esencial que es la del calor o del frío. Como le fuese permitido “tomar el fresco”, fumar algunos vegueros o hacer el amor, sus músculos, sus bronquios, su sexo, le daban una sensación de vivir que excluía toda angustia metafísica. Y ni siquiera un escrúpulo de vagancia lograba inquietarlo, ya que desde el día de su iniciación, los “ecobios” ñáñigos le daban de cuando en cuando la oportunidad de demostrarle a la gente del solar que trabajaba, y que el niño que comenzaba a crecer en el vientre de Longina estaría al amparo de penurias. No era raro que uno de los músicos del Sexteto Física Popular viniera a verlo de parte del negro Antonio:
– Elpidio etá detenío. Necesitamo que venga a toca bongó eta noche.
– ¿Adonde?
– En casa e Juana Lloviznita. ¡Hay baile allá!
– ¿Pagan?
– No. Hay ñusa y comía. Pero no te ocupe, que buc’camo alguno peso con lo político…
– ¡Barín!
A la caída de la tarde, el contrabajo, la marímbula, el bongó, el güiro y las maracas doblaban la esquina y penetraban en fila en una casa llena de gente. Los músicos se instalaban en el patio, bajo farolillos de color, y el primer son cundía como una marejada por sobre los techos vecinos. Los hombres, en mangas de camisa, luciendo tirantes tornasolados y cinturón de hebilla dorada, comenzaban a girar lentamente, abrazados a las mujeres de trata conseguidas por la dueña. Se bailaba en la sala, en el comedor y en la habitación dé Juana, en cuya cama yacían, revueltos, sombreros, cuellos y americanas. La fiesta seguía sus fases previstas, en una atmósfera de bestialidad y lujuria triste, hasta que algún borracho comenzara a ponerse pesado… Los músicos no eran privados de arroz con pollo ni ron. Pero, para obtener algunos pesos, había que hacer el elogio cantado de algún invitado. El concejal Uñita, Aniceto Quirino (“para senador”), y el representante Juan Pendiente eran sujetos siempre propicios. Pronto nacía un montuno laudatorio:
Juan Pendiente,
Futuro Presidente…
Muchas vocaciones de estadistas brotaban de este modo en los bailes de Juana Lloviznita. Y Menegildo regresaba al solar con dos pesos en el pañuelo. Había trabajado y se “había diveltío”, que era lo principal.
39 La decapitación del Bautista
Cristalina Valdés, madre de Cándida, vivía en las afueras de la ciudad, en los confines de un barrio que ya olía a vacas y espartillo quemado. Había dos mamoncillos en su patio, un pozo profundísimo, un busto de Lenin y un rosal. En su casa, de catadura colonial, con pisos de baldosas encarnadas, reinaba una continua penumbra. En ménsulas y cornisas de armarios -puntos elevados de aquel interior- se encontraban tinajitas, tazas y vasos llenos de agua. En la sala, un retrato de Allán Kardek se avecinaba con un triángulo masónico, un Cristo italiano, el clásico San Lázaro cubano “printed in Switzerland”, una efigie de Maceo y una máscara de Víctor Hugo. Según Cristalina Valdés, todos los “hombres grandes” eran transmisores. Transmisores de una fuerza cósmica, indefinible, tan presente en el sol como en la fecundación de un óvulo o una catástrofe ferroviaria. Por ello, cualquier retrato, busto, modelo, caricatura o fotografía de hombre famoso y muerto que le cayera bajo la vista, venía a enriquecer el archivo iconográfico de su “Centro Espiritista”. Bajo el signo de Allán Kardek, todas las místicas hallaban una justificación. Catolicismo, prácticas de revival, brujería y hasta lejanas alusiones a Mahoma, el “santo” que unos pocos esclavos habían venerado en los barracones criollos… Además, Cristalina sabía. Sabía cuentos con músicas, de esos que ya casi nadie era capaz de narrar en el ritmo tradicional. El cuento del viejo de la talanquera que se casó con la Reina de España. El cuento del negro vago cuyo campo fue arado por tres jicoteas. El cuento del negro listo que metió dos bichos de cada clase en una canoa grande cuando la bola del mundo se cayó al mar… Cristalina sabía. Tanto sabía, que si anunciaba: “Esta talde naiden pasará por frente a mi casa”, el callejón permanecía desierto hasta la puesta del sol. Cada domingo, al final del día, Cándida traía fieles a las sesiones del Centro. Elpidio, el albañil, Crescencio Peñalver, Menegildo y Longina llegaban a la “guagua” de Las Delicias del Carmelo. Frontera entre el campo y la ciudad, la casa de Cristalina recibía visita de guajiros cuyos machetes estaban pringosos de zumo de caña. Como el “Cuarto Fambá” del Enellegüellé quedaba cerca, Menegildo reconocía algunos escobios entre los presentes. Un gramófono preparaba los ánimos, tocando “música de iglesia”. Cantaban las cuerdas el preludio de Lohengrín, misteriosamente extraviadas en el trópico, y se procedía a formar la cadena… Una de las asiduas al Centro era mal vista por Cristalina: Atilana, mulatica arribista, cuyas pretensiones a la mediunidad constituían un continuo peligro para el prestigio de aquellas veladas. Apenas el ambiente se hacía propicio para acoger los mensajes de la orilla obscura, la intrusa fingía caer en trance, echando a perder un trabajo preparado por Cristalina durante varios años… Aquella vez volvió a producirse el engorroso episodio. Cuando un silencio cargado de efluvios de axilas pareció anunciar una levitación de objetos, una rotación de mesas, la voz de Atilana rompió la paz:
– ¡Hem’mano mío! ¡Yo soy el ep’píritu del Apostólo Martí!
Un zumbido colérico se alzó en el fondo de la sala.
Alguien exclamó:
– ¡Deja que Cristalina caiga en transe! Tú ni eres medio ni eres ná.
– El ep’píritu del Apostólo, el ep’píritu del Apostólo…
Cristalina ordenó:
– ¡Rompan la cadena!
Las manos sudorosas perdieron contacto. Pero Atilana proseguía imperturbablemente, fijando en lo alto sus pupilas dilatadas:
– …He venido entre vosotros, hem’mano mío… Un policía, sentado al lado de Cristalina, creyó hallar un procedimiento decisivo para hacer callar a “la sujeto”:
– Échenle agua malnética.
Cristalina tomó un vaso de agua que estaba colocado en la cornisa de un armario y comenzó a rociar a la muchacha en la frente, en los hombros, en los brazos. Atilana tuvo un sobresalto nervioso. Crispó los dedos y, bajando los párpados, gritó con voz tajante:
– ¡Aguanten! ¡Que el instrumento ha tostao café!…
Ante el temor de pasmarse -¡y con lo malo que es eso!-, la médium cerró la boca para sumirse en un abatimiento rabioso. La cadena se construyó nuevamente. Pero como ningún espíritu condescendía en responder a las llamadas, se procedió a invocar el de Rosendo… Sesión poco interesante la de aquella noche, pero sesión que transformó a Menegildo en verdugo de San Juan Bautista, ya que el negocio le fue ofrecido por el negro Antonio en la “guagua” del regreso, bajo la claridad temblorosa del quinqué de carburo, cuya llama en tridente moría y renacía en cada bache de la calzada.
El parque de diversiones fue inaugurado en las inmediaciones de la gran carpa de circo que visitaba la ciudad, cada año, en otoño. Por la tarde, una parada, integrada por un elefante sucio, un camello con la giba caída, tres hienas y un león enjaulado, a más de algunos coches llenos de acróbatas vestidos de mallas descoloridas, recorrió la calle principal, seguida por la pandilla del Cayuco. Al romperse el cortejo se tiraron voladores, y la multitud invadió un yermo cercado, en que veinte barracas y una montaña rusa habían surgido del suelo. Un Bataclán avecindaba con una choza en que una boca del Orinoco adormecía su aburrimiento interminable. Más lejos, un enano proponía pelotas para “bañar al negro” que tiritaba sin ira en lo alto de una escalera plegadiza. Un museo reservado exhibía maniquíes enfermos de sífilis, a dos pasos del panóptico de fenómenos, cuyo organillo no cesaba de moler una giratoria sinfonía de siete notas.