Cuando la línea clara del amanecer se alzó detrás de las colinas, bailaba un Diablito tuerto, cuyo último ojo, feroz y descosido, evocaba las pupilas montadas en alambre del gran cangrejo de Regla.
Efimere bongó yamba-ó.
Efimere bongó yamba-ó.
El día echó a andar por el valle. Mil totís asomaron sus picos negros entre las hojas. Despertó el pescador noruego de un anuncio de la Emulsión, con su heráldico bacalao a cuestas; se hizo visible el rosado fumador de cigarrillos de Virginia, plantado en campiña cubana por hombres del norte. Las sirenas de la ciudad, las chimeneas del puerto, elevaron sus quejas en lejanía, sin que la fiesta detuviera su ímpetu. Los miembros del Juego seguían aullando himnos santos, sojuzgados por el implacable movimiento de la liturgia. lo único que había variado era la posición del círculo de ecobios que, como corazón de girasol, seguía la ascensión del astro de platino, para que el Diablito pudiera hacer sus oraciones gesticuladas con la frente vuelta hacia el cetro de Eribó… El ron no había faltado. Desde el alba, Menegildo gritaba ya corno los otros, aporreando parches al azar y sacudiendo maracas que comenzaban a rajarse… Hubo, sin embargo, una brusca pausa cuando apareció el portero-Famballén trayendo una enorme cazuela llena de cocido de gallo, con ñame, caña, maní, plátano, ajonjolí y pimienta. (Parte de ese Iriampo fue reservado para los muertos, en una vasija de barro, después de la condimentación ritual de palitos de tabaco y pólvora negra.) Los instrumentos rodaron entre las hierbas. Cuarenta manos callosas, de palma rosada, se hundieron en la salsa ácima. El viejo Dominguillo -que había sido lugarteniente de “Manita en el suelo” en los tiempos heroicos en que la Potencia “Tierra y arrastrados” pagó espuelas nuevas al Capitán General de España-, roía pechugas coriáceas, fijando en lo alto sus ojos llenos de nubes grises.
Mientras los nuevos permanecían recostados en el suelo, los antiguos comenzaron a acariciar los tambores. Había llegado el momento de entablar competencia de lengua, sosteniendo diálogos con las fórmulas ñáñigas apuntadas por los abuelos en las “libretas” del Juego. Escandiendo sus frases con toques sordos, Dominguillo inició la litúrgica justa:
– Quitarse el sombrero, que ha llegado un sabio de la tierra Efó.
Sobre bajos de repicador, el negro Antonio se acercó al anciano:
– Soy como tú porque mato gallo.
– ¿Después que te enseñé me quieres sacar los ojos?
– Sólo una vez se castra al chivo.
– Mi casa es un colegio de ilustración.
– Un palo solo no hace bosque. Uno de los antiguos intervino:
– El sol y la luna están peleando… El muerto llora en su tumba. Cuando me muera, ¿quién me va a cantar? El viejo Dominguillo respondió con ímpetu:
– Muy desprestigiado eres para hablar conmigo. Mata el gallo y echa su sangre en el gran tambor.
El negro Antonio se dirigió irreverentemente al viejo:
– Tu madre que era mona en Guinea, quiere ser gente aquí.
Fijando en él sus ojos sin vida, el anciano respondió con rapidez, aplastando a sus contendientes bajo el peso de cuatro fórmulas ñáñigas perfectas:
– Me tienen en un rincón como ñáñigo viejo. Pero en Guinea soy Rey. Dios en el cielo y yo en la tierra. Efí bautizó a Efó y Efó bautizó a Ef í.
Los nuevos aplaudieron. El Iyamba intervino con una frase de precaución ritual para cerrar el debate:
– Callen, imprudentes, que estamos en tierra de blancos.
Al atardecer, la orquesta santa tronó nuevamente para anunciar la prueba final. El Nazacó del Juego trazó un círculo con pólvora negra frente al templo de las ofrendas, en el lugar del suelo que estaba mejor apisonado por las danzas de los Diablitos. En el centro del misterioso teorema -engomobasoroko de la geometría ñáñiga- fue colocada la olla que contenía el cocido destinado a los muertos. Los nuevos iniciados se arrodillaron en el borde exterior del círculo, mirando la terrible ofrenda. El brujo dibujó siete cruces de pólvora en la zona tabú… Entonces la música se hizo lenta y tajante. Su canto solemne hubiera podido acompañarse con la pedal cristiana de la escena del Graal. El sol, ya rojo y redondo como disco del ferrocarril, parecía haberse detenido sobre el velo de brumas sucias que denunciaba la lejana presencia de la ciudad.
Cara al poniente el brujo gritó a voz en cuello:
Ya, yo, eee.
Ya, yo, eee.
Ya, yo, eee.
Ya,
yo,
ma, eee.
Un Diablito negro y rojo surgió del templo empuñando un enorme bastón. El Nazacó fue a agazaparse en uno de los rincones del batey. Cundieron nuevos ritmos de danza. Y el Diablito comenzó a brincar alrededor de la cazuela, haciendo zumbar el palo sobre las cabezas de los ecobios prosternados. ¡Amenaza furiosa! ¡Todos debían saber que los malos espíritus lo designaban como defensor de la bazofia necrológica…! Los músicos habían dejado de cantar. Los redobles de la batería, intermitentes, deshilvanados, jadeantes, creaban una atmósfera de expectación nerviosa que suspendía el latido en los corazones. ¿Quién iría a dar el gran salto de la muerte? El Diablito, iracundo, se agitaba convulsivamente, haciendo bailar su gualdrapa de cencerros.
Entonces el Nazacó encendió las cruces de pólvora con un tizón. Y entre los torbellinos de humo y rojos chisporroteos se vio al Diablito de pies desnudos dar saltos locos y hacer molinetes en el aire con su cetro… Rapidísimamente, Menegildo traspuso la frontera del círculo mágico, se zambulló en el fuego sagrado, asió la olla y corrió hacia la entrada del batey dando gritos. El Diablito se lanzó en su persecución. No pudiendo alcanzarlo, regresó al Cuarto Fambá… Los iniciados se levantaron. ¡La cazuela había sido arrojada entre las rocas de una barranca cercana! ¡Ya los muertos habían recibido diezmos y primicias de vivos!
La noche invadía los campos. Sólo unas nubecillas claras navegaban todavía en exiguo mar de azur. Los hermanos recorrieron el batey una vez más, en fila, cantando la marcha litúrgica:
Eribó, écue, écue,
Mosongoribó, écue Écue.
Y sin despedirse siquiera, se hundieron en la obscuridad, por grupos, extenuados, lacios, con los nervios desquiciados por dieciocho horas de percusión.
Sin embargo, al verse nuevamente en la ciudad, algunos tuvieron aún el ánimo de recorrer las calles del “Barrio de los Sapos” para admirar la procesión de la Virgen de Baraguá, cuya festividad se celebraba ese día. Erguida sobre una suerte de plataforma portátil, precedida por la murga de los Bomberos del Comercio y llevada entre dos policías, la sagrada imagen parecía bailar, a su vez, sobre las cabezas de la multitud. Cobres ensalivados y clarinetes afónicos entonaban en tiempo lento, como de epitalamio real, el aire de Mira, mamá, como está José.
En el portal de la barbería Brazo y Cerebro, alzando la brocha enjabonada como un ostensorio, don Dámaso sonreía a la patrona de su villa. Con las mejillas cubiertas de nieve perfumada, un político de color lo aguardaba rezongando herejías, mientras arañaba con furia el terciopelo verde de un sillón Koken, de marca norteamericana.
A media tarde una sombra transparente llenaba de silencio algunas casas de la cuadra. Las aldabas de las puertas se calentaban al sol y la calle era surcada a veces por la sombra de un aura. Mientras la usina de batea, espuma y plancha zumbaba a sus espaldas, con revuelo de faldas y sucedidos de comadres, Menegildo, sentado frente al solar en el borde de la acera, se divertía interminablemente contemplando los juegos de los niños. Fuera del “dale al que no te da”, de “su madre el último” y “con la peste…”, elementos constantes, las modas más imprevistas solían variar de día en día el carácter de esos entretenimientos. Una mañana todos los chicos amanecían alzados en coturnos, como trágicos antiguos, con una lata de leche condensada debajo de cada pie. Más tarde, las estacas de la quimbumbia iban a encajarse, con chasquido húmedo, en un medio barril lleno de lodo. Luego, el anhelo de ver el mundo desde lo alto se traducía en una fabricación de zancos, en espera del regreso a los “papalotes” de cuchilla, que combatían en el poniente dándose violentos cabezazos de costado… Pero en ciertas ocasiones, los juguetes y tarabillas eran repentinamente olvidados. Los nueve negritos del solar se reunían gravemente en la esquina, junto al Cayuco. El jefe de la partida, arqueando las piernas sobre la reja de la alcantarilla, dictaba órdenes misteriosas. Y los niños partían en fila india, rozando los muros con los dedos, siguiendo aceras altas y accidentadas como senda de montaña.
(…Por el hueco de una tapia penetraban a gatas en un jardín lleno de frutales sin podar y yerbas malas, donde puñados de mariposas blancas se alzaban en vuelo medroso. Los cráneos rapados surgían como pelotas de cuero pardo entre anchas calabazas color de cobre viejo. Cada flor era herida por un prendedor de libélula. Listada de azufre, las avispas gravitaban entre campanas con bordón de azúcar. Olía a almendras verdes y a guayaba fermentada… Los niños se arrastraban hacia el zaguán de la casa desierta y mal custodiada. El Cayuco arrancaba una alcayata, empujaba la puerta y todos entraban en un cobertizo lleno de aire caliente. Sacos de afrecho, dispuestos en tongas asimétricas, formaban una escalera que alcanzaba el borde de un tabique de tablas. Del otro lado, un alto aparador permitía invadir una habitación llena de muebles carcomidos y periódicos amarillos. Era aquélla la Cueva de las Jaibas. Pescando en la costa, los chicos habían envidiado muchas veces a los cangrejos, que solían ocultarse en antros de roca llenos de sombras glaucas y misteriosas dependencias. ¡Cuánto hubieran dado por tener el alto de un erizo y poder penetrar también en esos laberintos de paz! Ahora, en esa casa inhabitada hallaban el escondrijo apetecido. Cada cual era “jaiba” y aceptaba que aquella habitación se encontraba en el fondo del mar. Si alguno abriera las ventanas, todos morirían ahogados… El hallazgo de la cueva había conferido a los que estaban en el secreto una superioridad sobre todos los chicos del barrio. Los otros adivinaban que los fieles de Cayuco disfrutaban de extraordinarios privilegios. El rumor de que “poseían una cueva en el mar”, sus desapariciones durante tardes enteras, la arcana alegría que nimbaba sus regresos, quitaban el sueño a muchos envidiosos del vecindario, poniendo en la atmósfera un olor de prodigio. Se multiplicaban las cábalas y tabúes, las aldabas brujas, los grafitos absurdos, la inexplicable necesidad de tocar el caracol que estaba incrustado en la muralla de la frutería cada vez que se pasara por ahí… Pero la Cueva de las Jaibas seguía ignorada. Sus propietarios habrían linchado fríamente al miembro de un clan opuesto que se hubiese aventurado, por casualidad, en terreno prohibido. Y más ahora, que habían encontrado a su reina en una gaveta llena de papeles. Era un grabado de revista francesa que mostraba a una mujer desnuda erguida en una playa. Sus ojos, dibujados de frente, seguían siempre al observador, cualquiera que fuera el ángulo en que se colocara. Los niños obsesionados por esa mirada, que venía acompañada de una turbadora revelación anatómica. Después de un primer choque con sus sentidos nacientes, esa emoción física había derivado hacia un culto de una pureza sorprendente. Todos la amaban con mágico respeto. La imagen venía a llenar en ellos una necesidad de fervor religioso. Ninguno se atrevía a pronunciar malas palabras u orinar en su presencia. La contemplaban interminablemente en esa atmósfera sofocante, solos en el planeta, hasta que el Cayuco, haciendo sonar ritualmente los elásticos de un corsé deshilachado, sentenciaba: