Habían sacado al estrado al barbero acusado de blasfemia, y empezaban a leer la larga relación de su crimen y la sentencia. Alatriste creía recordar que yo iba tras el barbero, e intentaba abrir camino para allegarse un poco más y verme, cuando advirtió de nuevo los sombreros que se acercaban peligrosamente. Eran hombres tenaces, sin duda. Uno se había retrasado, demorándose como si buscara en otra parte; pero dos -un fieltro negro y otro castaño con larga pluma- progresaban en su dirección, hendiendo la multitud con rapidez. No había otra que ponerse en cobro; de modo que el capitán hubo de olvidarse de mí y retroceder bajo los soportales. Entre la multitud no iba a tener la menor oportunidad, y bastaría que cualquiera apelase al Santo Oficio para que los mismos ociosos colaborasen con los perseguidores. La oportunidad de zafarse estaba a pocos pasos. Había allí un callejoncito muy estrecho con dos revueltas, comunicado con la plaza de la Provincia, que en días como aquél la gente aprovechaba para hacer sus necesidades, pese a las cruces y santos que los vecinos ponían en cada esquina para disuadir a los incontinentes. A él se encaminó, y antes de internarse en el angosto paso, por el que no podía transitar con holgura más de un alma a la vez, atisbó sobre el hombro que dos individuos salían de entre la gente, tras sus talones.
Ni siquiera se entretuvo en mirarlos. Rápidamente soltó el fiador del herreruelo, lo hizo girar en torno a su brazo izquierdo, envolviéndoselo a modo de broquel, y desenvainó la vizcaína con la diestra; para gran espanto de un pobre hombre que vaciaba la vejiga tras la primera revuelta, que al ver aquello salió a toda prisa abrochándose la bragueta. Desentendido de él, Alatriste apoyó un hombro en la pared, que olía como el suelo a orines y suciedad. Lindo sitio para acuchillarse, pensó mientras se afirmaba volviéndose vizcaína en mano. Lindo sitio, pardiez, para ir en buena compañía al infierno.
El primero de sus perseguidores dobló la esquina del callejón, y en aquellos escasos codos de anchura Alatriste tuvo tiempo de ver unos ojos aterrados al toparse con el centelleo de su daga desnuda. Aún alcanzó un bigotazo grande, de guardamano, y unas pobladas patillas de bravonel mientras, inclinándose como un relámpago, le desjarretaba al recién llegado una corva de una cuchillada. Luego, en el mismo movimiento hacia arriba, tajóle el cuello y cayó a medias el otro sin tiempo a decir Virgen santísima, atravesado en el callejón con la vida yéndosele a rojos chorros por la gola.
El de atrás era Gualterio Malatesta, y fue una lástima que no hubiese sido el primero. Bastó la aparición de su negra y flaca silueta para que Alatriste lo identificara en el acto. Con la persecución, las prisas y el encuentro inesperado, el italiano aún no empuñaba hierro alguno, de modo que retrocedió de un salto, con el otro aún cayéndose y atravesado delante, mientras el capitán le tiraba un jiferazo largo que erró por una cuarta. La angostura no daba lugar a herreruzas, de modo que Malatesta, cubriéndose como podía tras el compañero moribundo, tiró de vizcaína y, cubriéndose con la capa al modo del capitán, apuñalóse con éste muy en corto, apechugando con brevedad y entrando y saliendo de los golpes con buena destreza. Rasgaban las dagas al romper el paño, tintineaban en las paredes, buscaban al enemigo con saña, y ninguno de los dos decía palabra, ahorrando el resuello para interjecciones y resoplidos. Aún había sorpresa en los ojos del italiano -esta vez no hacía tirurí-ta-ta, el hideputa- cuando la daga del capitán hincó en blando tras la improvisada rodela de la capa, que el otro mantenía en alto mientras lanzaba mojadas por lo bajo, desde atrás del compañero que seguía atravesado entre ambos, ya con el diablo o de buen camino. Dolióse el italiano de la puñalada, trastablilló, cerró Alatriste sobre el caído, y la daga de Malatesta fue a enredarse en su jubón, tajándolo al salir mientras saltaban botones y presillas. Trabáronse por los brazos arrodelados en capa y herreruelo, tan cerca los rostros que el capitán sintió en los ojos el aliento de su enemigo antes que éste escupiera en ellos. Parpadeó, cegado, y eso dio lugar a que el otro le clavara la daga, con tal fuerza que de no haberse interpuesto la pretina de cuero, habríalo pasado de parte a parte. Tajóle aun así ropa y carne, y sintió Alatriste un escalofrío nervioso y un agudísimo dolor al tocar el filo de acero el hueso de su cadera. Temiendo desfallecer, golpeó con el pomo de su vizcaína el rostro del otro, y la sangre corrióle al italiano desde las cejas, regando los cráteres y cicatrices de su piel, empapándole las guías del fino bigote. Ahora el brillo de sus ojos fijos y tercos como los de una serpiente también reflejaba el miedo. Echó hacia atrás el codo Alatriste y acuchilló innumerables veces, dando en capa, jubón, aire, pared y, un par de veces, por fin, en el otro. Gruñó Malatesta de dolor y rabia. La sangre le caía sobre los ojos y tiraba cuchilladas muy a ciegas, peligrosísimas por impredecibles. Sin contar el golpe de la frente, tenía al menos tres heridas en el cuerpo.
Riñeron durante una eternidad. Los dos estaban exhaustos, y dolíase el capitán del tajo en la cadera; más llevaba la mejor parte. Era cuestión de tiempo, y Malatesta se resolvía a morir intentando llevarse al enemigo con él, ofuscado de odio. Ni le pasaba por la cabeza pedir cuartel, ni nadie iba a dárselo. Eran dos profesionales avisados de lo que se libraba, parcos en insultos o palabras inútiles, acuchillándose muy por lo menudo y lo mejor que podían. A conciencia.
Entonces llegó el tercero, vestido también a lo bravo, con barba y tahalí y mucho hierro encima, doblando la revuelta del callejón y abriendo unos ojos como escudillas cuando encontróse aquel panorama, uno atravesado y muerto, dos que seguían trabados a puñaladas, y el angosto suelo lleno de sangre que se mezclaba con los charcos de orines. Tras un momento de estupor murmuró Cristo bendito y rediós, y luego echó mano a la daga; pero no podía pasar por encima de Malatesta, que ya flaqueaba sosteniéndose sólo gracias a la pared, ni salvar el obstáculo de su otro camarada para alcanzar al capitán. De modo que éste, al límite de sus fuerzas, tuvo ocasión para desembarazarse de su presa, que seguía tirándole cuchilladas al vacío. Cruzóle a Malatesta un carrillo de un postrer tajo, y gozó por fin la satisfacción de oírlo blasfemar en buen italiano. Luego le arrojó al otro el herreruelo para enredar su vizcaína, y huyó callejón arriba hacia la plaza de la Provincia, con el resuello quemándole el pecho.
Salió así afuera, recomponiéndose al dejar atrás el callejón. Había perdido el sombrero en la refriega y llevaba en la ropa sangre de los otros, mientras que la suya le goteaba por dentro del jubón y los gregüescos; de modo que, por si acaso, encaminóse para acogerse a la iglesia de Santa Cruz, que era la más cercana. Allí estuvo un rato quieto en la puerta, recobrando el aliento sentado en los escalones, listo para meterse dentro a la primera señal de alarma. Dolíase de la cadera. Sacó el lienzo de la faltriquera y, tras buscarse la herida con dos dedos y comprobar que no era grande, se lo puso en ella. Pero nadie salió del callejón, ni nadie fue a fijarse en él. Todo Madrid andaba pendiente del espectáculo.
Estaba a punto de llegar mi turno y el de los desgraciados que venían detrás. Al barbero acusado de blasfemia le adjudicaban en ese momento cuatro años de galeras y un centenar de azotes; y el infeliz se retorcía las manos en el estrado, cabeza baja y lloriqueando, mientras apelaba a su mujer y sus cuatro hijos en demanda de una clemencia que nadie iba a concederle. De cualquier modo salía mejor librado que quienes en ese instante iban, encorozados y en mulas, camino del quemadero de la puerta de Alcalá; donde antes de caer la noche quedarían convertidos en churrascos.
Yo era el siguiente, y sentía tanta desesperación y tanta vergüenza que temí faltáranme las piernas. La plaza, los balcones llenos de gente, las colgaduras, los alguaciles y familiares del Santo Oficio que me rodeaban, producíanme un vértigo infinito. Hubiera querido morir allí, en el acto, sin más trámite ni esperanza. Pero a esas alturas ya sabía que no iba a morir, que mi pena sería de larga prisión, y que tal vez fuese a galeras cuando cumpliese los años necesarios. Y todo se me antojaba peor que la muerte; hasta el punto que llegué a envidiar la arrogancia con que el clérigo recalcitrante iba al quemadero sin pedir clemencia ni retractarse. En ese momento me pareció más fácil morir que seguir vivo.
Ya terminaban con el barbero, y vi que uno de los engolados inquisidores consultaba sus papeles y luego me miraba. Aquel era negocio hecho; y eché una última ojeada al palco de honor, donde el Rey nuestro señor se inclinaba un poco para comentar algo al oído de la reina, que pareció sonreír. Sin duda hablaban de caza, o se galanteaban, o vete a saber maldito qué, mientras abajo los frailes se despachaban a gusto. Bajo los soportales, la gente aplaudía la sentencia del barbero y se tomaba sus lágrimas a chirigota, relamiéndose con la perspectiva del siguiente reo. El inquisidor consultó de nuevo sus papeles, miróme otra vez y volvió a revisarlos una vez más. El sol caía a plomo sobre el tablado y me hacía arder los hombros bajo la estameña del sambenito. El inquisidor recogió por fin sus papeles y echó a andar lentamente hacia el atril, fatuo y satisfecho, disfrutando de la expectación que creaba. Miré a fray Emilio Bocanegra, inmóvil en las gradas con su siniestro hábito negro y blanco, saboreando la victoria. Miré a Luis de Alquézar en su palco, taimado, cruel, con aquella cruz de Calatrava que en su pecho quedaba deshonrada. Al menos, me dije -y era, vive Dios, mi único consuelo- no habéis podido sentar aquí al capitán Alatriste.
El inquisidor estaba ante su atril, lento, ceremonioso, a punto de pronunciar mi nombre. Y entonces, un caballero vestido de negro y cubierto de polvo irrumpió en el palco de los secretarios reales. Llevaba ropas de viaje, botas altas de montar manchadas de lodo, espuelas, y su aspecto era de haber cabalgado reventando monturas de posta a posta, sin descanso. Traía en la mano una cartera de cuero, y con ella fuese por derecho al secretario real. Vi que cambiaban unas palabras, y que Alquézar, tomando la cartera con gesto impaciente, la abría para echarle un vistazo y luego miraba en mi dirección, después a fray Emilio Bocanegra y de nuevo a mí. Entonces el caballero vestido de negro volvióse a su vez, y pude reconocerlo al fin. Era Don Francisco de Quevedo.