Литмир - Электронная Библиотека

Salimos con el ite misa est, y en la calle había un sol espléndido que avivaba los colores de los geranios y las alcaraveas que las monjas de la Encarnación tenían en sus ventanas, al otro lado de la calle. Don Francisco se retrasó un poco, pues conocía a todo el mundo en la Corte -era tan popular de amigos como de enemigos-, y se entretuvo de parla con unas damas y sus acompañantes, echándonos miradas por entre ellos al capitán y a mí, que íbamos a lo largo de la tapia del huerto de las Benitas. Observé que el capitán prestaba especial atención a una puertecilla cerrada desde dentro, y también a la pared de ladrillo y a los diez pies de altura que alcanzaba ésta, así como a cierto guardacantón que, en la esquina, hacía posible que alguien con la agilidad adecuada pudiera encaramarse a lo alto. Y vi que sus ojos perspicaces estudiaban la puertecita como habituados a buscar brechas en murallas enemigas. Pareció interesarle en extremo, pues hizo aquel ademán tan suyo de pasarse dos dedos por el mostacho; gesto que traslucía en él, por lo general, o reflexión o talante de meter mano a la blanca cuando alguien empezaba a amostazarle la paciencia. En esas estábamos cuando nos adelantó el hijo mayor de Don Vicente de la Cruz, bien calado el fieltro, sin hacernos el menor gesto de reconocimiento; pero observé, por su modo de caminar y de volverse con cautela, que también él tomaba medidas a la tapia de las Benitas.

En ese momento ocurrió un pequeño incidente, que refiero porque no supone ejemplo baladí del talante de Diego Alatriste. Nos habíamos detenido un poco, fingiendo el capitán que se arreglaba algo en el cinto, para ver de cerca el cerrojo de la puerta; y en ésas nos alcanzó gente que también salía de misa, un par de pisaverdes que acompañaban a dos damas algo ordinarias pero hermosas. Uno de ellos, jubón de terciopelo con mangas acuchilladas, todo lazos, cintas y toquilla con hilo de plata en el sombrero, tropezó conmigo y me apartó luego con malos modos, llamándome bellaco. Un par de años más tarde, aquel desafuero le hubiera costado al fulano, por muy galán que anduviese, una buena mojada en la ingle con la daga que yo aún no cargaba encima por mis pocos años; aunque pronto, en Flandes, empezaría a llevarla como si tal cosa. Pero en ese tiempo yo seguía siendo demasiado mozo, y las afrentas no tenía otra que comérmelas sin aderezos y sin remedio, salvo que el capitán Alatriste decidiera ocuparse de mi honra. Ése fue el caso; y debo decir que aquello dióme que discurrir sobre cómo, a pesar de sus modales a menudo hoscos y sus silencios, el capitán me apreciaba de veras. Y si me lo disimulan vuestras mercedes, diré que algún motivo debía de tener, pardiez, después de ciertos pistoletazos que yo había disparado por él poco tiempo atrás, en el portillo de las Ánimas.

El caso es que, cuando oyó al lindo afrentarme con tan escasa política, el capitán volvióse despacio, muy sereno, con aquella calma glacial que quienes lo conocían bien consideraban pregón de que eran aconsejables tres pasos atrás y precaver la herreruza.

– Vive Dios, Íñigo -el capitán parecía dirigirse a mi, aunque miraba muy por lo fijo al caballero-, que sin duda este gentilhombre te confunde con algún perillán que él conoce.

Yo no dije palabra alguna, pues resultaba evidente el caso. Por su parte, al sentirse interpelado, el pisaverde se había detenido con sus acompañantes. Era de esos que utilizan la propia sombra a modo de espejo. El vive Dios del capitán le había hecho apoyar una mano blanca, con grueso anillo de oro y brillantes, en la guarnición de la espada; y el evidente repuntín del gentilhombre, tamborilear con los dedos sobre ésta. Su mirada arrogante recorría de arriba abajo a Diego Alatriste, y debo decir que cuando terminó la inspección, tras observar la espada con la cazoleta marcada de arañazos de acero, las cicatrices del rostro y los ojos fríos bajo la ancha falda del sombrero, la firmeza de aquella mirada no era la misma que al comienzo.

– ¿Y qué pasa -repuso aun así, desabrido- si no me confundo con nadie y ando cierto en lo que digo?

La respuesta había sonado firme, lo que decía algo en favor del caballero; aunque no se me escapó cierta vacilación final, con una rápida ojeada del lindo a su acompañante y a las dos damas. En aquel tiempo, un hombre podía perfectamente hacerse matar por su reputación, y todo se disculpaba menos la cobardía y la deshonra. A fin de cuentas, y en última instancia, el honor se suponía patrimonio exclusivo del hidalgo; y el hidalgo, a diferencia del pechero que soportaba todos los tributos y cargas, ni trabajaba ni pagaba tasas a la hacienda real. El famoso honor de las comedias de Lope, Tirso y Calderón, solía referirse a la tradición caballeresca de otros siglos, y lo que en verdad menudeaban eran los pícaros y truhanes de toda laya. De modo que, tras aquellas hipérboles del honor y la deshonra, lo que se disimulaba era el negocio, nada ligero por cierto, de vivir sin dar golpe ni pagar impuestos.

Muy despacio, tomándose su tiempo, el capitán se pasó dos dedos por el bigote. Y luego, con la misma mano, sin ostentación ni exagerar el gesto, desembarazó la capa dejando libres las empuñaduras de la espada y la daga que llevaba detrás, al costado izquierdo.

– Pues pasa -dijo en voz muy mesurada- que tal vez vuestras mercedes encuentren a ese que estoy seguro confunden con otro, si se vienen a dar un paseo a la puerta de la Vega.

La puerta de la Vega, que estaba cerca de allí, era uno de los lugares extramuros donde solían solventarse a estocadas las querellas. Y además, el gesto de desembarazar sin más preámbulos toledana y vizcaína no pasó inadvertido para nadie. Como tampoco el plural vuestras mercedes, que incluía al acompañante en el baile. Las mujeres enarcaron las cejas, interesadas, pues su condición las ponía a salvo, convirtiéndolas en privilegiadas espectadoras. Por su parte, el segundo individuo -otro lindo con perilla, amplia valona de puntas y guantes de ámbar-, que había asistido al prólogo con una sonrisa despectiva, dejó de sonreír de golpe. Una cosa era ser dos y trabarse de palabras bravuconeando ante unas damas, y otra muy distinta toparse con un fulano con aire de soldado que, de buenas a primeras, sugería ahorrar trámites y despachar el negocio de inmediato y por las bravas. Aquél no era un fanfarrón de la calle de la Montera, decía el gesto del acompañante, que se precavió llegando incluso a retroceder con algún disimulo. En cuanto al lindo, en la lividez del sobrescrito se veía que pensaba exactamente lo mismo, aunque su posición era más delicada. Había hablado un poco de más, y el problema de las palabras es que, una vez echadas, no pueden volverse solas a su dueño. De modo que a veces te las vuelven en la punta de un acero.

– No fue culpa del chico -dijo el acompañante.

Había hablado muy hidalgo, con voz firme y serena; pero la conciliación era evidente. Aquello era quedarse al margen y ofrecer además una salida al amigo, dándole pie a que se ahorrase finiquitar el lance con el jubón tan acuchillado como las mangas. Vi que el lindo abría los dedos de la mano derecha y los volvía a cerrar. Dudaba. A las malas eran, pura aritmética, dos contra uno; y si hubiese descubierto el menor signo de inquietud o de pasión en Diego Alatriste tal vez habría ido adelante, en la cuesta de la Vega o allí mismo. Pero había algo en la frialdad del capitán, aquella indiferencia tan absoluta que traspasaba su inmovilidad y sus silencios, que aconsejaba siempre andársele con mucho tiento. Supe lo que pasaba por la cabeza del lindo: un hombre que desafía a pares a unos desconocidos bien herrados de aceros, o está muy seguro de sí y de su espada, o está loco. Y ninguna de las dos eventualidades era ociosa. El caballero no parecía, sin embargo, pusilánime. Confiaba en no batirse, más tampoco quería perder la faz; de modo que aún sostuvo unos instantes la mirada del capitán. Después me echó un vistazo, cual si me viera por primera vez.

– Creo que el mozo no tuvo la culpa -dijo por fin.

Las mujeres sonrieron, no sin desilusión por verse privadas del festejo, y al amigo se le vio contener un suspiro de alivio. Pero a mí ya me daba igual que el lindo se hubiera disculpado o no. Yo miraba, fascinado, el perfil del capitán Alatriste bajo el ala de su chapeo, su espeso mostacho, su mentón mal rasurado aquella mañana, sus cicatrices, sus ojos claros e inexpresivos vueltos a un vacío que sólo él podía contemplar. Después miré su raído jubón recosido, la vieja capa, la sobria valona lavada y relavada por Caridad la Lebrijana, el reflejo mate del sol en la cazoleta de la espada y en el puño de la daga que asomaba tras el cinto. Y fui consciente de un doble y magnífico privilegio: aquel hombre había sido amigo de mi padre, y ahora además era mi amigo, capaz de reñir por mí a causa de una simple palabra. O quizás en realidad hacíalo por él mismo; y las guerras del Rey, y quienes alquilaban su acero, y los amigos que lo empeñaban en empresas peligrosas, y los pisaverdes largos de lengua, y hasta yo mismo, no fuéramos sino pretextos para batirse por el mero hecho de batirse -como hubiera dicho Don Francisco de Quevedo, que ya apresuraba el paso para unirse a nosotros, olfateando querella, aunque tarde- pese a Dios y contra todo. De cualquier manera, yo habría seguido al capitán Alatriste hasta el zaguán del infierno por sólo una orden, un gesto o una sonrisa. Y estaba lejos de sospechar que era exactamente allí a donde me dirigía.

Creo haberles hablado ya de Angélica de Alquézar. Con los años, cuando fui soldado como Diego Alatriste y fui otras cosas que iremos contando en su momento, la vida puso mujeres en mi camino. No soy partidario de groseros alardes de taberna ni tampoco de nostalgias líricas; así que, pues el relato lo exige, zanjaré el asunto consignando que a cierto número amé, y que a algunas recuerdo con ternura, indiferencia o -las más veces- con una sonrisa divertida y cómplice: máximo laurel a que puede aspirar varón que sale ileso, con la bolsa poco menguada, la salud razonable y la estima intacta, de tan dulces abrazos. Dicho esto, afirmaré a vuestras mercedes que, de cuantas mujeres cruzaron sus pasos con los míos, la sobrina del secretario real Luis de Alquézar fue sin duda la más bella, la más inteligente, la más seductora y la más malvada. Objetarán quizás que mi corta edad podía hacerme influenciable en exceso -recuerden que cuando esta historia yo era un jovencito vascongado con apenas un año en la Corte, y aún no cumplidos los catorce-; pero no hay tal. Incluso más tarde, cuando fui hombre cabal y Angélica una mujer de rompe y rasga, mis sentimientos se mantuvieron intactos. Era como amar al diablo aun sabiendo que lo es. Y creo haber referido antes que por aquel entonces ya andaba enamorado de la jovencita hasta las cachas. La mía no era todavía una de esas pasiones que llegan con los años y el tiempo, cuando la carne y la sangre se mezclan con los sueños y todo toma un aspecto denso, peligroso. En la época que narro, lo mío era una suerte de arrebato singular; como asomarse a un abismo que atrae y atemoriza a la vez. Sólo más adelante -la aventura del convento y de la mujer muerta fue sólo una estación más de ese viacrucis- supe lo que encerraban los tirabuzones rubios y los ojos azules de aquella niña de once o doce años, por cuya causa halléme tantas veces a pique de perder honra y vida. Aun así la estuve amando hasta el final. E incluso ahora que Angélica de Alquézar y los demás hace mucho dejaron de existir, trocándose en fantasmas familiares de mi memoria, voto a Dios y a todos los demonios del infierno -donde seguramente ella arde ahora- que la sigo amando todavía. A veces, cuando los recuerdos afloran tanto que añoro incluso a los viejos enemigos, me encamino al lugar donde está el retrato que pintó Diego Velázquez, y permanezco horas mirándola en silencio, consciente de que nunca la llegué a conocer del todo. Pero mi viejo corazón conserva, con las cicatrices que ella le infligió, la certeza de que esa niña, la mujer que me hizo en vida cuanto mal pudo, me amó también hasta la muerte, a su manera.

11
{"b":"81668","o":1}