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V

Mi diálogo con el retrato proseguía todas las tardes. Ahora que entre Julio y yo se había roto el hielo definitivamente, teníamos muchas cosas que decirnos. En una ocasión hablamos de nuestro padre y aludimos, de manera velada, a su infidelidad conyugal. Cambiamos algunas reflexiones sobre lo difícil que resulta librarse de la disipación cuando se la ha contraído en la juventud. Yo hice notar que una vejez disoluta me parecía repugnante, hasta por razones estéticas. Justificaba, también, que se ocultaran ciertas cosas cuando no se tiene el valor suficiente para prescindir de ellas. Julio se echó a reír.

No, yo no hacía el elogio de la hipocresía. Pero días antes, hojeando un legajo de expedientes que mi padre trajo consigo para estudiarlos por la noche, había encontrado una carta. Mi padre podía ser más cuidadoso con su correspondencia amorosa -aunque amorosa no era, quizá, el epíteto justo para calificar esa carta; en cambio, el legajo judicial, de cuyas fojas grasientas parecía desprenderse un corrupto olor a mala vida, suciedad y tabaco, era un sitio adecuado para guardarla. En la carta, que llevaba el membrete de un cabaret, una mujer le pedía dinero. Era una aventura ordinaria, venal. «¡Qué pensará mi madre!», exclamé. «Nada, contestó Julio. Ya esas cosas no pueden herirla. Isabel lo sabe.» «¿Por qué mezclas a Isabel?», le pregunté. Entonces, esfumando imperceptiblemente su sonrisa, Julio me hizo comprender que de una acción cualquiera es difícil hacer responsable a una sola persona. Y tantas personas intervenían más o menos directamente en ella, por comisión u omisión, que nadie podía sentirse ajeno a la culpa expuesta así; por momentos, adquiría la textura prolija e intrincada de un tapiz; por momentos, la diafanidad envolvente de una nube. Como notara mi sorpresa, agregó: «No te culpo, por cierto, de que hayan despedido a la pobre Mlle. Lenoir, pero en el caso de nuestro padre ¿supones que recursos tan limitados como los suyos le permitan mantener a una familia, costear nuestra educación y llevar, por añadidura, una vida irregular? Alguien ha hecho posible ese milagro, alguien que no ignora su inconducta y a quien su inconducta complacía, no digo ahora, pero sí en otros tiempos, cuando pudo afligir a tu madre.»

El lector se formará una idea equivocada si cree que mis diálogos con Julio versaban siempre sobre hechos. No niego que a veces partíamos de un detalle material, pero en seguida lo escamoteábamos y ese detalle, simple pretexto, nos llevaba en pujante ascensión hacia regiones más nobles y abstractas. Al evadirnos de la realidad cotidiana, nos encontrábamos, de pronto, en la verdadera realidad. Conseguíamos explicarla, superarla.

Yo hablaba, insisto, con la mayor soltura. Y a veces no dudaba en consultarlo sobre ciertas circunstancias que perdían, al enunciarse, todo carácter escabroso, confesional. Dejaban de ser revelaciones impúdicas. Las obsesiones de los catorce años subían de las zonas penumbrosas de mi alma, llegaban a la superficie, después me abandonaban, y después, todavía después, las sentía flotar a mi alrededor despojadas de su residuo oscuro, venenoso, del maléfico imperio que ejercían sobre mí. En problemas apasionantes que me concernían de una manera puramente intelectual, en perspectivas agudas, esenciales, sobre la naturaleza del hombre y su destino en el mundo, reconocía mis antiguas obsesiones milagrosamente transformadas: no contentas con haberme libertado de una cruel esclavitud, luchaban para ponerse a mis órdenes, para inundarme de optimismo y sabiduría. Continuaban hablando, continúan hablando, la razón y la pasión, el espíritu y la carne, el deber y los instintos, tantas leyes opuestas y elementos irreconciliables que aún coexisten dentro de mí. Pero ya su enconada disputa no me ensordecía, y los escuchaba discurrir uno a uno, con esa tenue lucidez que adquieren nuestras palabras en los sueños felices. Ahora, sin necesidad de acudir a la Sonata en si menor , nuestro diálogo proseguía ininterrumpidamente, límpido, fluido, musical, ceñido a la clara línea melódica que imprime a las dos voces determinado andante de Mozart, o la Romanza en fa de Schumann, o el segundo preludio de Chopin. Y era, por autonomasia, el diálogo entre hermanos: de una fraternidad absoluta, genérica, como sólo puede concebirse entre dos hermanos. Como en la vida, entre dos hermanos, no se puede concebir.

Claro está que ese mismo día, o al día siguiente, yo encontraba un Julio menos comunicativo. En la mesa nos sentábamos el uno frente al otro. Parecía ignorarme. Lo veo almorzar en silencio y levantarse con el último sorbo del café. Besa a mi madre, ya no está en el comedor, oigo sus pasos por el jardín. Al cabo de un momento, vuelvo a oír los mismos pasos. Julio atraviesa el jardín en sentido inverso y sale a la calle, después de haberse despedido de sus ratas.

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