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XIV

El sudor me corría por la espalda mientras hacía ejercicios de sextas y terceras, o tocaba con una rapidez antimusical, inverosímil, los pasajes más veloces de la Sonata de Prokófiev. Con el estrépito del piano lograba sofocar el ruido de la casa; a veces, al descansar un momento y mirar a mi alrededor, descubría que habían desarmado una biblioteca del vestíbulo o se habían llevado los sillones. En ese desorden general, entre tantas otras cosas, flotaron los baúles mundos de Cecilia y sus cajas de sombreros. Nuestra amiga se fue una tarde, dejando entrever que volvería muy pronto. María Alberti había llegado del Brasil. Cecilia iba a pasar el verano con ella, en una estancia del sur de Córdoba.

En la mesa había dos asientos vacíos, porque Julio almorzaba y comía fuera de casa. Por las tardes, cuando llegaba del instituto, permanecía encerrado en su laboratorio hasta el momento de salir.

Mi madre andaba de un lado a otro, vigilando los últimos preparativos de nuestro viaje. A la hora de comer hacía esfuerzos visibles para responder a las atenciones que Isabel tenía con ella, y me conmovía la gravedad de sus ojos que no participaban en sus sonrisas de agradecimiento. Tenía esa mirada fija de las personas que no duermen, y estaba más pálida, más hermosa que de costumbre. Su voz, sus actitudes, habían adquirido una dignidad melancólica que se avenía con sus rasgos físicos. Yo me reprochaba su belleza y buscaba un refugio en el piano. Necesitaba confesar mi culpa de algún modo, liberarme, impedir que al amparo del silenció continuase germinando en mi alma como un fermento en un vaso cerrado. Sí, buscaba inútilmente un refugio en el piano. Ya no me bastaba la música, ese monólogo estéril frente al retrato.

Al día siguiente nos íbamos a Las Flores. Esa tarde subí al departamento de Julio y pasé directamente al dormitorio. Observé la estrecha cama y el mosquitero atado a los barrotes blancos, que la hacía parecer más estrecha aún. En la cabecera, enganchada a un crucifijo, se veía otra cruz, hecha con una palma verde, y ya un poco amarilla, de ésas que se reparten en los atrios de las iglesias el domingo de ramos. Sobre la cómoda, tras los frascos, los cepillos y un retrato de mi madre, se alineaban varias copas de metal plateado. Pensé que Julio, cuando tenía mi edad, estaba interno en un colegio de Ramos Mejía, y pensé que en las bibliotecas del cuarto contiguo, entre tantos libros de ciencia, la literatura estaba representada exclusivamente por varios tomos que contenían las aventuras completas de Sherlock Holmes. Hasta entonces, deslumbrado por los certificados de estudio y los diplomas de honor que agobiaban las paredes de ese cuarto, y por las ratas, las damajuanas de agua, los frascos y las balanzas del laboratorio, no había reparado jamás en el dormitorio de Julio. Ahora, con cierto asombro un poco estúpido, comprobaba que había una cama, dos cruces, una cómoda, un retrato de mi madre, y seis, siete, ocho copas de metal plateado. Abrí un placard y contemplé a poca distancia del suelo, sobre dos barrotes colocados a diferente altura, una cantidad impresionante de zapatos distendidos en sus hormas y cuidadosamente lustrados. Pero pude ver por el balcón la silueta de Julio que atravesaba el jardín. Tuve tiempo de cerrar el placard y pasar al laboratorio.

Había resuelto esperarlo allí. Vacilé, pensé que sería mejor ocultarme tras los armarios de las ratas, deslizarme fuera cuando Julio hubiera pasado a su dormitorio y sólo entonces aparecer, como si llegara en ese momento. Pero Julio (yo lo veía por una hendija que había entre los armarios de las ratas) pareció observar con mal humor que la puerta estuviera abierta; la cerró violentamente, echó llave a la puerta. Ya no era cuestión de tener esa tarde una entrevista con Julio, esa tarde ni otra tarde, por lo menos hasta pasado el verano. Me resigné, pues, a esperar que Julio se fuera para irme yo también. Digo mal me resigné: la verdad es que me adapté jovialmente a la nueva situación. Así como algunas personas emplean todas sus energías en resistirse a las circunstancias, yo estoy siempre dispuesto a facilitarles la tarea. Me abandono a ellas, me dejo vencer por ellas -con entusiasmo, con lirismo. Soy amigo de las circunstancias.

Esa tarde los remordimientos me habían conducido al laboratorio de Julio. Me movía un deseo imperioso de mortificación, de expiación. Recordaba nuestros diálogos musicales de otra época, y esperaba que de una entrevista con Julio saldría purificado como de las aguas de un milagroso Jordán. Ahora no íbamos a conversar, sino a confesarnos. Rivalizaríamos en humildad, en clarividencia. Y el perdón de nuestras culpas llegaría después de habernos juzgado, el uno al otro, con la máxima severidad.

Un gesto de esta clase excluye toda deliberación. Necesita ser espontáneo, incontenible. Ya no lo era, no podía serlo. Entonces, como me sucede siempre que acato el ritmo de las cosas, paso de un estado de ánimo al opuesto y abandono sin nostalgia el proyecto acariciado en largas horas de meditación, comprendí que obedecía a razones mías profundas que a encontrar ese gesto inadecuado en quien ha permanecido escondido durante cinco minutos y sale vergonzosamente, por temor a que lo descubran, tras de dos grandes armarios llenos de ratas. De los hechos que me atormentaban sólo podía librarme por los hechos mismos que traerían su propio antídoto, su virtud exorcisante y purgativa. En el mejor de los casos, la confesión imaginada hubiera sido ineficaz.

Hacía estas reflexiones mientras se adueñaba de mi alma el personaje identificado con Julio. Mañana, pensaba, nos vamos a Las Flores y aquí queda el retrato. Pasaré dos meses, tres meses sin verlo. Tengo derecho a contemplarlo esta tarde. Entregado a mi función de espectador, hasta llegué a olvidarme de ser espectador para no tener conciencia sino de ese hombre alto y rubio, parado frente a mí, que observaba con fastidio una puerta y en el cual estaba yo encarnado, quizá por última vez. Lo vi desaparecer en el dormitorio, oí el ruido del agua que caía en la bañadera y el ruido de sus pasos que hacían crujir los tablones del piso, esos pasos blandos, torpes, confiados, de las personas que andan desnudas entre cuatro paredes, sin sospechar que las miran. En efecto, cuando Julio entró al laboratorio estaba desnudo y llevaba en la mano la camisa que se acababa de quitar. Al sentarse, se refregó la camisa por las axilas y la tiró lejos. Así, ante su mesa de trabajo, abstraído, sudado, escultórico, ligeramente obeso, repugnante, se puso a tallar con el cortaplumas el minúsculo cráneo de una rata. La carne húmeda, en contacto con el cuero de la silla y la dura superficie de la mesa, así como el vello lustroso que a uno y otro lado le acentuaba el modelado del pecho, contribuían a darme esta sensación de repugnancia. Después le vi buscar a tientas un cigarrillo en una lata cilíndrica; lo encendió, le dio varias pitadas, lo dejó en el cenicero. Se levantó, pasó a mi lado. Era imposible que no me descubriera, pero en ese momento me pareció muy natural, a tal punto había conseguido olvidarme de mí mismo. (La repugnancia que señalo más arriba, y que pocas veces me inspiran los otros, a menudo la siento por mi propia persona.) En fin, es el caso que Julio pasó a mi lado sin verme y yo lo vi pasar sin ningún sobresalto. Sacó de la heladera una jarra con agua, un pedazo de hielo, dos limones. Buscó un vaso, un azucarero. Cortó el hielo y los limones con el mismo cortaplumas con que había estado puliendo el cráneo de la rata, exprimió los limones, echó agua, hielo y azúcar en el vaso. En ese momento llamaron a la puerta.

– Ya va -dijo Julio.

Desapareció, cesó el ruido del agua en la bañadera. Al cabo de un instante lo vi avanzar en pijama y zapatillas.

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