Isabel expresaba de muchas maneras el desdén. Con Cecilia eligió una de sus formas engañosas: la excesiva amabilidad. De improviso, como si hubiera descubierto los méritos de nuestra amiga, le prodigaba toda clase de lisonjas y la obligaba, no sólo a cantar, sino a repetir incesantemente sus canciones. Yo estaba desconcertado. ¿Escucharíamos noche tras noche, hasta el día del juicio, operetas y tonadillas de café-concert? Claudio Núñez, que abundaba siempre en el sentido de Isabel, justificaba con argumentos este súbito entusiasmo. La señora de Urdániz tenía razón. Cecilia, como las grandes cantantes, dejaba los labios inmóviles y articulaba con asombrosa nitidez. Lograba una emisión perfecta porque no hacía gestos con la boca, ya que todas las contorsiones influyen en la abertura por donde toma vuelo el sonido, y lo deforman. En las operetas, en las canciones ligeras, se podía apreciar el virtuosismo de Cecilia. Esa música adaptada negligentemente a las palabras, donde el recitado pasa de la suma lentitud a la rapidez vertiginosa, exige del cantante esfuerzos sobrehumanos. No ya de dicción: de interpretación, de inteligencia. ¡Cómo lo obliga a colaborar con el músico, a dar sentido a un texto incapaz de expresarse por sí solo! El café-concert era la verdadera escuela de los artistas líricos. En el café-concert deberían aprender todas las divas, todas las Liedersängerinnen. Y escuchábamos:
High society, high society!
I would have horses with nice long tails
If my papa were the prince of Wales.
Pero no he visto nada más incomprensible que la expresión extática con que Julio devoraba esas inepcias. Se pasaba las horas muertas junto al piano, soñador, indolente, inmóvil, oriental. Mi madre, entre tanto, hacía solitarios. Después, Cecilia y Julio salían a la terraza, mi madre se unía a ellos. Pero entonces Isabel llamaba a Cecilia, Cecilia repetía sus canciones, Claudio Núñez aplaudía, frenético. Todos parecían olvidar que existía otra música, la Música. Sí, yo estaba desconcertado.
Las cosas empeoraron porque Isabel decidió jugar al bridge. Yo creo que el asco que me inspiran los naipes proviene del recuerdo que me dejaron esas partidas estúpidas. Mi madre las soportaba con indulgencia. Para colmo, Isabel quería dirigir indefectiblemente la partida y su táctica consistía en pujar el remate o cambiar el palo del compañero, cualesquiera que fuesen sus cartas, si éste había declarado antes que ella. En ocasiones, al ver el muerto tendido sobre la mesa, mi madre sonreía:
– Isabel ¿por qué no te callas? Mira lo que acabas de hacerle al pobre Núñez.
El pobre Núñez no se lucía en el bridge. Pero Isabel, al acabar de jugar, examinaba con las cejas fruncidas el anotador, y cuando a Núñez lo favorecía la suerte, abría su bolso, colgado en el respaldo de la silla, y le pagaba a la vista de todos (llevaba siempre billetes de un peso, flamantes). Los billetes quedaban sobre la mesa; en un determinado momento, desaparecían. A mi madre le hacía gracia la rapidez con que Núñez, sin que nadie lo viera, deslizaba los billetes de la mesa a su bolsillo. Como esas noches acabábamos de jugar bastante tarde, Núñez acompañaba a Isabel hasta su casa. En cuanto ellos se iban, Cecilia y Julio irrumpían en la sala, y Cecilia le preguntaba a mi madre si sorprendió a Núñez guardándose el dinero. Mi madre contestaba que no, a pesar de haberlo vigilado rigurosamente. Núñez era prestidigitador.
Pero yo no tenía el consuelo de que me pagaran cuando había ganado. Sentada al piano, detrás de nosotros, Cecilia cantaba en voz baja para no molestarnos. A veces no se podía decir exactamente si cantaba o conversaba con Julio, porque pasaba a un registro más grave del que tenía naturalmente para que la voz perdiera color y tomase un carácter confidencial. Largos silencios separaban cada acorde. Cuando yo volvía la cabeza, Cecilia y Julio se habían ido de la sala. Entonces yo consultaba a cuántos puntos estábamos del rubber y jugaba bien o mal según conviniera que ganásemos nosotros o nuestros adversarios para decidir la partida. Llegué a contagiar esa impaciencia. Mi madre, es cierto, jugaba de una manera más ausente y perfecta que nunca; ni siquiera se molestaba en golpear sobre la mesa o enarcar las cejas cuando Isabel o Núñez se demoraban con las cartas en la mano. Pero yo la sentía inquieta. Una noche preguntó:
– ¿Dónde están Cecilia y Julio?
– En la terraza.
Mi madre los llamó. No contestaron.
– Habrán bajado al jardín.
Media hora después, al verlos entrar:
– Bueno -dijo mi madre-, la última mano. Uno se acuesta cada vez más tarde.
A la noche siguiente se negó a jugar. Cecilia la reemplazó durante una semana, pero la afición de Isabel por los naipes fue decreciendo. Poco a poco nos reintegramos a nuestras antiguas costumbres. Después de comer volvieron a pedirme que tocara el piano; después de comer, Julio volvió a irse no bien empezaba la música. Parecía deseoso de recuperar el tiempo perdido, y parecía también que su intimidad con Cecilia no estaba destinada a prosperar. Súbitamente, Cecilia empezó a retroceder, a disminuir de tamaño, a entrar en esa región confusa, grisácea, donde a los ojos de Julio nos hacinábamos todos nosotros excepto mi madre. Con mi madre, en cambio, Julio reanudó sus conversaciones del jardín y hasta inauguró la costumbre, cuando estábamos en la mesa, de tomarle la mano, gesto bastante asombroso en un hombre poco demostrativo. Cecilia se resignó a la nueva actitud de Julio; con mayor tacto del que yo hubiera supuesto en ella, no hizo esfuerzos para retenerlo, y casi me atrevo a decir que ahora rehuía su presencia. En esos días Isabel descubrió que el canto la fatigaba. La señora de Urdániz tenía razón, explicaba Núñez. El canto era la forma menos musical de la música porque era la menos impersonal. Después de todo, lo que buscamos en la música es una representación del cosmos antes que el hombre exista, una pequeña orgía de infinito. En el canto había un elemento humano excesivo, desmesurado. En fin, la pobre Cecilia encontraba muy pocas ocasiones de lucimiento. Yo me creía obligado a pedirle que cantara, y a veces llegué a tocar en el piano esas mismas operetas de Offenbach o de Gilbert y Sullivan. Pensándolo bien, eran bastante inocentes.
– No comprendo -decía Cecilia- por qué deseas oír esas canciones, si en el fondo no las puedes soportar. Tienes gustos muy austeros. Julio dice que es una cuestión de edad.
– ¿Has hablado de mí con Julio?
Esta escena se repitió. Yo afirmaba que las canciones me divertían.
– Si te divierten, tanto peor. Como dice Julio, eres demasiado joven para que te guste la mala música. Ya Isabel no me pide que cante. ¿Adivinas por qué?
– No.
– Según Julio, tiene miedo que te corrompa.
– No digas tonterías.
– Jul…
Se interrumpía:
– …todos lo han notado.
Otra noche nos habíamos sentado a la mesa sin esperar a Julio. Cecilia me pareció envejecida. Después de observarla un momento bajo la luz de la lámpara, llegué a la conclusión de que se había pintado más que de costumbre. Los afeites, en aquellos tiempos, no se exponían con esa especie de candor que Baudelaire preconiza en L’art romantique, y las mujeres, como Cecilia, que se permitían usarlos pródigamente, necesitaban mantenerse alertas, sonreír, animar el semblante, aproximarse al rosado, al blanco, al azul con que se embadurnaban la cara, o sea apoyar estos recursos en otros igualmente ficticios, pero de tipo subjetivo, nervioso, destinado a dar verosimilitud a los primeros. Esa noche Cecilia no hacía el menor esfuerzo. Estaba distraída, muy lejos de la máscara brillante que ocupaba su lugar junto a nosotros. En eso avisaron por teléfono que Julio no vendría a comer. La máscara continuaba inmóvil, con los codos sobre la mesa, la mejilla reclinada en una mano. Sabía que Julio no vendría a comer. Lo comprendí instintivamente, y comprendí, entre otras cosas, por qué el nombre de Julio acudía, a pesar suyo, a los labios de Cecilia, por qué Julio y Cecilia parecían evitarse y apenas se hablaban en público. «Se hablan a solas», pensé, con una turbación originada en el recuerdo de una pregunta de Cecilia dirigida a mí: «¿Cuándo? ¿En qué momento?» Y ahora me seguía repitiendo la pregunta. Y sin turbación alguna, malévolo, perspicaz.