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Ahora, después de jugar con mi madre una partida de crapette, Julio no manifestaba ninguna prisa en abandonarnos, y yo tuve el placer de triunfar en su presencia muchas noches, en el piano de la sala, con las mismas obras que había estudiado ante su retrato, por las tardes, en el piano del vestíbulo. Debo confesar que Julio, esas noches, parecía un oyente poco entusiasta. Una vez, mientras yo tocaba el cantabile de la Sonata de Liszt, llegó a molestarme el ruido de su confiada respiración. Sentado en una postura bastante incorrecta, con las piernas entreabiertas, las rodillas en alto y los brazos colgantes, se hubiera dicho que dormía. Así lo creyó mi madre. Cuando terminé de tocar, se acercó a Julio por detrás del sillón y lo golpeó discretamente en el hombro. Le hablaba con dulzura, como si fuera un niño:

– Estás cansado, deberías acostarte.

Julio abrió instantáneamente los ojos:

– Hace mucho calor. No puedo trabajar ni dormir.

Comprendí que Julio había cerrado los ojos con el doble propósito de que ninguna impresión visual lo perturbara y de simular una actitud indiferente, que no diera pábulo a los comentarios de la familia. Porque todos seguían creyendo que Julio, en el fondo, no entendía nada de música. A veces yo lo veía conversar con Cecilia en la terraza. De cuando en cuando una ráfaga de aire tibio se mezclaba a la música y hacía llegar hasta nosotros, por las puertas abiertas de par en par, el perfume de los jazmines y la invasión secreta, impaciente, del verano. A veces, escuchaba la voz de mi madre que había subido con el propósito de acostarse y hablaba con ellos desde la galería. Cambiaban frases apacibles:

– ¿Han visto las estrellas? ¡Qué noche! No dan ganas de dormir.

– ¿Por qué no bajas?

– Es demasiado tarde. ¿Isabel no se ha ido?

– Ya se va, ya subiremos todos.

– Es hora. Basta de música.

Otras noches le pedían a Cecilia que cantara. Cecilia disimulaba esos instantes llamativos, penosos, en que la voz humana emerge del silencio, porque tenía una voz que aspiraba al silencio o, mejor dicho, a inmiscuirse en el silencio sin llegar a interrumpirlo. Muchos años después he recordado la calidad sigilosa de su voz cuando estudiaba en el piano ciertas obras modernas: Ondine, por ejemplo, cuyos primeros compases suscitan en nosotros ese curioso espejismo que los psicólogos llaman paramnesia. Desde que se inicia el acorde de la mano derecha nos parece que nunca hemos dejado de escucharlo, y la felicidad que nos invade es, quizá, la felicidad del mismo acorde al sentir que respondemos a su persuasivo, desfalleciente, por fin satisfecho llamado ancestral; o el Concierto en sol mayor, también de Ravel, durante ese momento indiscernible en que entran los violines y el tema del piano, disuelto en un vacío de ondas luminosas, se convierte en el rumor eterno, efímero, que cada hombre lleva dentro de sí, aunque pocas veces lo distinga, y que la humanidad prolonga a través de las edades. Estas digresiones literarias apenas guardan relación, Dios me perdone, con el canto de Cecilia, tan justo, tan equilibrado, con su voz discreta, infalible, que sabía elegir el matiz adecuado a la palabra, a la nota, y cargar de referencias psicológicas, de ideas, de sentimientos, de intenciones, el vehículo impalpable del sonido. Comprendo muy bien que a Julio lo fascinara.

Pero no comprendo que Cecilia desconfiara de su voz, y que, con el propósito de halagar a Julio, admitiendo su absoluta incompetencia musical, nos hiciera escuchar un repertorio deleznable. Porque insensiblemente había pasado de los clásicos italianos, de los románticos alemanes, de los modernos franceses, a canciones u operetas del Segundo Imperio que traían a nuestra casa emanaciones de café-concert Y todos se prestaban al nuevo repertorio de Cecilia. Más aún: lo preparaban, lo estimulaban. Cuando estábamos de sobremesa, yo notaba un aflojamiento general en la conversación. La puerilidad, la vulgaridad, el cinismo, el mal gusto, se introducían subrepticiamente en nuestra casa y parecían distribuirse como sombras, pérfidas, equívocas, sobre la blanca superficie del mantel. Es verdad que mi padre, durante esos días, se iba de casa en seguida de comer; a nada bueno, estoy seguro. En fin, mi padre ha muerto, no quiero juzgarlo. Por reprobables que fuesen sus aventuras lejos de nosotros, entre nosotros observaba una invariable corrección intelectual. Pero ¿dónde estaba Isabel, a quien yo no hubiera supuesto capaz de transigir con algunas indecencias? ¿Dónde estaba Julio? Ah, no me refiero al verdadero Julio que me ofrecía todas las tardes, desde un marco grisáceo, el estímulo heroico de su amistad. No me refiero al ser que había logrado reunir las cualidades más diversas: grandeza de alma, penetración, entusiasmo, energía, espíritu crítico; en quien la asombrosa germinación de ideas no era consecuencia de un lamentable empobrecimiento afectivo y el culto escrupuloso del bien, la práctica intensiva de cada virtud, no redundaban jamás, por esa misteriosa trasmutación de valores que tantas veces señalan los Evangelios, en vanidad y orgullo. No, me refiero a la apariencia un poco engañosa del Julio verdadero, al Julio de todos los días. Pues bien, este Julio era un hombre decente; irradiaba exuberancia juvenil, salud moral. Hasta la falta de imaginación que hubiera podido leerse en su rostro lo preservaba de cierto desorden en que suelen caer temperamentos más sensibles, más enfermizos, y que es algo así como el rescate que pagan por los mismos privilegios que les fueron concedidos. Pienso en Claudio Núñez, que llevaba su refinamiento a complacerse en la mala música o en las anécdotas escabrosas, como esos caballeros que frecuentan de vez en cuando la crápula de los barrios bajos para comprobar sus diferencias. Una noche le oí exaltar «el genio de Offenbach», mientras Cecilia cantaba La boulangère a des écus. Esa noche, en la mesa, se habló del instituto. Cecilia, que había estado allí por la tarde, tuvo palabras de conmiseración para los perros y los conejos, pero se mostró inexorable con las víboras. Julio, deseoso de asombrarla, había hecho toda clase de proezas en el serpentario. Había tomado una yarará del cuello, mientras le hacía hincar los colmillos en un plato de vidrio y depositar allí su veneno; después, látigo en mano, circuló entre las corales y las serpientes de cascabel. «Se puso unas botas -agregaba Cecilia-, pero, de cualquier modo, andar entre las víboras con esa calma. Hay cosas que sólo pueden hacer los hombres. Demasiado horribles…» Claudio Núñez, entonces, habló de la vieja amistad que ha existido siempre entre la mujer y las víboras, desde las sacerdotisas griegas, encargadas del culto de Asclepios, y Eva en el Paraíso, hasta las bailarinas árabes. Las detalló con indiscreción.

– ¿Pero dónde ha visto usted esas muchachas que bailan desnudas, cubiertas de serpientes? ¿En Túnez?

– En Montmartre -contestó Núñez-. Y en Montmartre he conocido a una rusa que tenía amores con una boa. Para entibiarle la piel, la sumergía todas las tardes en un baño con agua hirviendo y salmuera. La boa se murió.

Todos rieron. Cecilia le pedía que se callara y, como Núñez continuara hablando, le puso la mano sobre los labios. Núñez le apartó la mano, después de besársela con gran delicadeza:

– Se murió de pena, porque la rusa tuvo un capricho por el segundo violín de la orquesta Lamoureux. La boa empezó a no comer, a tener celos, a entristecerse. Son animales muy propensos a la acidia. Se dejó morir. La rusa se acordaba de ella con nostalgia. Decía: «Personne ne m'a serré si fort».

Momentos después escuchábamos la transposición musical de estas inconveniencias. Las manos de Cecilia trazaban curvas en el aire, retrocedían, se detenían en un acorde. De pronto, obedeciendo a una caprichosa inspiración, se alejaban hacia la derecha y arrancaban arabescos de sonidos sobrecargados de notas, altos, nítidos, burlones, persistentes, como si el teclado no hubiera de terminar jamás. Cantaba. Era una melopea que iba adquiriendo nitidez, volumen, y llenaba la sala. Después, atenuada hasta el pianissimo, la voz de Cecilia sabía encontrar acentos de persuasiva ternura para justificar a los maridos complacientes. El estribillo de La boulangère a des écus terminaba con estas palabras:

Que voulez-vous faire?

Quand on aime, on aime tout-même

Il faut bien en passer par là…

Horas después quedaba arrepentido de haber juzgado a Isabel con tanta ligereza en los últimos tiempos, porque le oí una observación que coincidía con mi manera de sentir. Yo la acompañaba hasta su casa, como todas las noches, y hubiera deseado que no llegáramos nunca a Cinco Esquinas. Sí, hubiera deseado caminar eternamente, oír eternamente el ruido de nuestros pasos en la calle silenciosa. Me parecía un ruido preferible a la música, me conmovía. Observaba las casas soñolientas, los árboles erguidos y modestos cuyo follaje se perdía en la oscuridad. Un perro blanco, taciturno, escarbaba en un tacho de basura. Pensé en la extraña confianza que podemos depositar en las cosas inanimadas, en los árboles, en los animales, y tres calles más abajo, al doblar por el palacio Miró, se me humedecieron los ojos cuando encontramos a la esperada vieja que daba de comer a los gatos del barrio. Ahí estaba, como todas las noches, apoyada en la verja, con su cuchillo y su gran envoltorio de carne. Qué mujer tan buena, pensé. Pero dije en voz alta, para dominar los maullidos de gratitud:

– ¡Qué raro!

E Isabel, que no se dignaba mirarla, limitándose a espantar los gatos con el bastón:

– Es muy raro -contestó- el entusiasmo de Julio por el canto. Y pensar que tu madre se complace en vivir con esa puta.

A veces, cuando decía una palabra de esta especie, tomaba un aire soñador y la pronunciaba con lentitud, haciendo un pequeño intervalo entre las sílabas, como si quisiera retenerla sobre los labios y olvidarse de la persona o cosa que designaba para meditar en su significado abstracto, general; como pensando: ¡Qué palabra admirable! Es, realmente, el término supremo, la flor del idioma.

Y en la entonación recogida, casi mística, con que pronunciaba las malas palabras, debía de influir el recuerdo de su padre. Delfín Heredia, según entiendo, era muy sensible a la voluptuosidad del insulto.

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