Nuestra casa estaba menos silenciosa que de costumbre. Algunos amigos de la familia nos visitaban todas las tardes. Mi madre se mostraba muy locuaz con ellos, y las visitas, al salir, debían de creerla un poco frívola. O pensarían: «Se ve que Julio no era su hijo».
Julio se había suicidado.
Desde mi cuarto escuchaba la voz de mi madre mezclada a tantas voces extrañas. En ocasiones, cuando yo bajaba a saludar, las visitas manifestaban estupor ante ciertos hechos no precisamente insólitos: que pudiese estrecharles la mano, responder a sus preguntas, ir al colegio, estudiar música, tener catorce años. «Ya es casi un hombre», decían los amigos de mis padres. «¡Qué grande está, qué desenvuelto! ¡Qué consuelo para el pobre Heredia!» No bien aludían a la muerte de Julio y a punto de repetir, después de esta frase, algunos sensatos lugares comunes sobre la caducidad de las cosas humanas y los designios inescrutables de la Providencia, que arrebata de nuestro lado a quienes con mayor éxito hubieran soportado la vida, esa terrible prueba, Isabel hablaba de temas ajenos al asunto, contestando con sonrisas inocentes a las miradas de turbación que provocaba su incoherencia.
Por la noche comíamos los cuatro en silencio, mis padres, Isabel y yo. Después de comer, yo acompañaba a Isabel hasta su casa. En la calle oscura, bajo el follaje indeciso de los árboles, hacía esfuerzos para adecuar mi paso al de ella, y por momentos, aguzando el oído, distinguía el ruido apenas perceptible del bastón con el cual se ayudaba para caminar. A veces, sin soltarme del brazo, Isabel se detenía bruscamente y frotaba la contera de su bastón en las manchas frescas de algún plátano, que mudaba de corteza. Eran caminatas bastante tediosas. Una noche le rogué a Isabel que intercediera ante mis padres para que no me mandaran al colegio (los cursos empezaban en el mes de abril) porque quería quedarme en casa a estudiar el piano. Otra noche, Isabel se refirió conmigo a la muerte de Julio -por primera y única vez. El hecho en sí, más que entristecerla, parecía suscitar su desconfianza, su aversión. «Es un acto que no lo representa», balbuceaba, como si Julio, al terminar voluntariamente sus días, se hubiera arrogado un privilegio inmerecido. ¿Qué había querido demostrar con matarse? ¿Que era sensible, escrupuloso, capaz de pasiones profundas? ¿Que ella estuvo siempre equivocada? Ahora, mientras escribo estas páginas y recuerdo sus palabras de esa noche, la evoco a ella -y también a Julio. Los veo formar una especie de Pietá monstruosa, y a Isabel, malhumorada, perpleja, sin saber qué hacerse del cadáver del sobrino que le han colocado en el regazo, vacilando entre arrojarlo lejos de sí o abjurar de sus convicciones.
Llegábamos a la puerta de su casa. Era una casa de altos, lóbrega, en la calle Juncal. Yo estaba deseando irme.
– Sí, es preferible que vuelvas -me dijo Isabel-. No quiero complicaciones con tu madre.
Me besó en la frente; agregó:
– Tu madre es una mujer extraordinaria. Debes ser afectuoso con ella, ayudarla en todo lo que puedas.
Por entonces no me gustaba oír hablar de mi madre. En una ocasión, al sorprenderla a solas después de la muerte de Julio, la encontré tan abrumada y deshecha, con esa expresión de falsa dulzura que la tristeza pone en los rostros, que no pude hacer un gesto o articular una palabra de consuelo. Ya se habían ido las visitas. Mi madre, que no necesitaba observar una cortesía minuciosa, explícita, se restituía a su dolor, entraba en la normalidad. Y yo ajustaba mi conducta a la actitud de mi madre, trataba de «ser afectuoso con ella» facilitando su juego, apartándome de su camino, dirigiéndole estrictamente la palabra, con el cuidado de un actor que se esfuerza en no turbar la armonía del espectáculo y se limita a dar la réplica en el momento convenido. En ese drama de familia, me imaginaba a mí mismo como un personaje secundario a quien le han confiado funciones de director escénico. Creía ser el único en conocer realmente la pieza. Estaba en posesión de muchas circunstancias más o menos pequeñas, y de algún hecho, no tan pequeño, quizá decisivo, cuya importancia escapaba a los demás.