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Quizá la vida le enfada,
soldadesca y desgarrada;
y como el vicio le doma,
viene tras la de Mahoma,
que es más ancha y regalada.

Fue el caso, como digo, que quitáronse los charniegos a cuantos galeotes españoles, italianos y portugueses lo demandaron, y se les dieron chuzos y medias picas; con lo que las galeras, que habían perdido ya un tercio de su gente de cabo y guerra, se vieron reforzadas por sesenta o setenta hombres, resueltos a morir peleando en vez de ahogados de mala manera o hechos pedazos por la furia de unos y otros. Entre ellos, y de los primeros que pidieron verse libres de hierros y empuñar un arma, se contaba cierto espalder de la Mulata llamado Joaquín Ronquillo, gitano, joya del Perchel malagueño, conocido del capitán Alatriste y mío, muy peligroso y temido a bordo; hasta el extremo de que durante algún tiempo había guardado nuestros ahorros en su remiche, más seguros allí que en casa de un genovés. Vino el tal Ronquillo -pelo rapado, almilla negra ribeteada de rojo, mirar zaino- a unirse a nuestro grupo con una cherinola de tres o cuatro primos de aspecto tan honrado como el suyo, justo cuando se nos encomendaba por el alférez Labajos, con mi antiguo amo como mayoral de tropa -él y Labajos eran los únicos cabos que quedaban en pie entre la gente de guerra de la Mulata -, formar un trozo de brega para acudir de refuerzo allí donde los turcos apretasen, con atención al bastión del esquife y a las escalas a cada lado de la popa, por donde el enemigo podría querer ganarnos los corredores hacia las arrumbadas. Alentóse a cada cual a defender tabla por tabla su galera, volvió a bendecirnos desde la Caridad Negra el páter Nistal, nos deseamos buena suerte con los vizcaínos de Machín de Gorostiola, a quienes seguíamos amarrados para lo bueno y lo malo, y ocupamos nuestros lugares cuando, apenas asomó el sol en un cielo que amanecía despejado y con la misma bonanza del día anterior, las siete galeras turcas, con gran griterío y estruendo de címbalos, añafiles y chirimías, empezaron a remar hacia nosotros.

El alférez Labajos había muerto a mitad de combate, muy agobiado de turcos, rechazando el enésimo abordaje a la carroza de la Mulata, donde también quedó herido el capitán Urdemalas. Apoyado en el estanterol, dolorido de todo su cuerpo, quitándose la sangre de cara y manos con agua de mar -escocía en los rasguños y pequeñas heridas-, Diego Alatriste contempló cómo la gente echaba por la borda a los muertos que embarazaban la deshecha cubierta, caos de tablazón rota, jarcia destrozada, sangre y hombres exhaustos. La pelea había durado cuatro horas, y cuando los turcos se retiraron para rehacerse y aclarar los remos de sus galeras, trabados y rotos en los abordajes, ambos árboles de la Mulata estaban derribados, con las entenas y velas desgarradas en el agua o caídas sobre la Caridad Negra, también desarbolada de su trinquete y tronchado el palo maestro por la mitad. Las dos galeras seguían juntas y a flote, aunque las pérdidas en una y otra eran espantosas. En la Mulata estaban muertos el cómitre y el sotacómitre, y al artillero tudesco le había reventado el cañón de crujía, matándolo con sus ayudantes. En cuanto al capitán Urdemalas, Alatriste acababa de dejarlo en la cámara de popa, o lo que de ella quedaba, boca abajo en el suelo mientras el barbero y el piloto le sacaban, con los dedos, cuajarones de sangre de la zanja que un alfanje turco le había abierto de riñón a riñón.

– Está… vuesamerced… al mando -había mascullado Urdemalas entre dos gruñidos de dolor, renegando de quien lo hizo.

Al mando. Aquellas palabras eran una ironía macabra, se dijo Alatriste contemplando la astilla ensangrentada en que se había convertido la Mulata. Todos los pañoles, incluido el de la pólvora, estaban llenos de heridos que se amontonaban cuerpo sobre cuerpo, pidiendo por caridad un sorbo de agua o algo para taponar sus heridas. Pero no había ni lo uno, ni lo otro. Arriba, en lo que había sido cámara de boga y ahora era revoltijo de sangre y escombros, galeotes vivos y muertos gemían encadenados entre los restos de sus bancos y los pedazos de arboladura, jarcia y remos. Y en corredores, carroza y arrumbadas de la galera, bajo un sol abrasador que hacía arder el acero de petos y armas, los soldados, marineros y forzados sueltos supervivientes vendaban sus heridas o las de los camaradas, pasaban piedras de afilar por los cortes mellados de sus armas, y reunían la última pólvora y balas para los pocos mosquetes y arcabuces que funcionaban.

Para alejar todo aquello de su cabeza unos instantes, Alatriste se dejó caer sentado, la espalda contra el tabladillo, y abierto el coleto, con gesto maquinal, sacó del bolsillo del jubón el libro de los Sueños de don Francisco de Quevedo. Solía hojearlo en los momentos de calma; pero ahora, aunque se obligó a ello, no pudo leer ni una línea, pues todas parecían bailar ante sus ojos, mientras los tímpanos le vibraban todavía con los sonidos del reciente combate.

– Llaman a consejo en la capitana, señor mayoral.

Alatriste miró al paje que le transmitía la orden, sin comprender al principio. Luego, con mucha pereza, metió el libro en el bolsillo, apartó la espalda del estanterol, se puso en pie, anduvo por el corredor de la banda diestra entre la gente que allí estaba tumbada, y echando una pierna fuera y luego la otra se agarró a un cabo suelto para pasar a la Caridad Negra. Al hacerlo, dirigió un vistazo a las galeras otomanas: se habían retirado de nuevo a distancia de un tiro de moyana, mientras preparaban el siguiente asalto. Una de ellas, maltrecha del último abordaje, se veía con la borda a ras del agua, medio anegada, con mucho ir y venir de gente en cubierta; y la capitana de tres fanales estaba desarbolada del trinquete. También los turcos pagaban un precio alto ese día.

Comprobó que a bordo de la Caridad Negra la situación no era mejor que en la Mulata. Los galeotes encadenados habían sufrido recia carnicería, y los vizcaínos del capitán Machín de Gorostiola, ahumados de pólvora y con la mirada perdida en el vacío, aprovechaban el respiro para descansar y rehacerse cuanto podían. Ninguno rompió su hosco silencio ni levantó la vista cuando Alatriste pasó entre ellos, en dirección a la carroza. De allí bajó a la cámara de consejo. El suelo estaba cubierto de papeles pisoteados y ropa sucia, y de pie en torno a una mesa, con una jarra de vino que pasaba de uno a otro, estaban don Agustín Pimentel, herido en la cabeza y un brazo en cabestrillo, Machín de Gorostiola, el cómitre de la Caridad Negra y un caporal llamado Zenarruzabeitia. El piloto Gorgos y fray Francisco Nistal habían escurrido la bola en el último abordaje: Gorgos abierto en canal y el páter de un mosquetazo, cuando crucifijo en una mano y espada en otra, sin repararse de nada, recorría la crujía en nombre de Cristo, mientras anunciaba a todos una gloria eterna de la que, a esas horas, él mismo estaría gozando en persona.

– ¿Cómo está el capitán Urdemalas? -preguntó Pimentel.

Alatriste encogió los hombros. No era cirujano. Y si se encontraba allí solo, estaba claro que a bordo de la Mulata no quedaba nadie con más rango que pudiera tenerse en pie, capitán incluido.

– Señor general que nos rindamos opina, o así -dijo Machín de Gorostiola a bocajarro, quebrando el parlamento como solían los vascongados. Muchos sospechaban que lo hacía a propósito, por igualarse a sus hombres, que lo adoraban.

Lo miró a los ojos Alatriste. No a don Agustín Pimentel, sino al vizcaíno. Éste era cejijunto, pequeño, moreno de barba y blanco de tez, con una nariz grande y manos rudas de soldado. Un vascongado recio, de caserío, con poca instrucción pero muchos redaños. Lo opuesto a la fina estampa del general, que, pese a la palidez de su pérdida de sangre, había palidecido aún más al oír aquello.

– No es tan simple la cuestión -protestó Pimentel.

Ahora se volvió Alatriste a mirar al noble. De pronto se sentía fatigado. Muchísimo.

– Cuestión simple o demonio que la lleve -prosiguió Gorostiola, en tono neutro-, señor general considera con mucha decencia batido hemos, y bandera arriada honrosa sería.

– Honrosa -repitió Alatriste.

– O así.

– Con los turcos.

– Con turcos, pues.

Volvió Alatriste a encogerse de hombros. Calibrar la honra de rendirse después de tanto sacrificio tampoco era asunto suyo. Gorostiola lo observaba con mucho interés. Nunca habían sido amigos, pero se conocían y respetaban, cada uno en su esfera. Luego Alatriste miró al cómitre y al caporal. Sus expresiones eran duras; incómodas, incluso.

– ¿Gente de Mulata así te rindes? -preguntó Gorostiola, alargándole la jarra de vino.

Bebió Alatriste, que tenía una sed de mil diablos, y se pasó la mano por el mostacho.

– Supongo que aceptarían cualquier cosa. Rendirse o pelear… Ya están fuera de toda razón.

– Han hecho más de lo que podían -opinó Pimentel.

Alatriste puso la jarra en la mesa y observó con detenimiento al general, pues nunca lo había visto tan de cerca. Recordaba un poco al conde de Guadalmedina: mismas hechuras, buen talle bajo el rico peto milanés, bigotillo y perilla, manos cuidadas, cadena de oro al cuello, espada con rubí en el pomo. La misma fina casta de aristócrata español, aunque la situación poco airosa le templara un poco la arrogancia -siempre habría que tratar con los nobles, se dijo, cuando alguien acaba de romperles bien la cara-. Pese a todo, el general conservaba gentil aspecto, incluso con la palidez de las heridas, los vendajes y la sangre que manchaba su ropa. Recordaba a Guadalmedina, en efecto; aunque Alvaro de la Marca nunca habría pensado en rendirse a los turcos. Pese a todo, Pimentel había aguantado bastante bien. Mejor que otros de su clase y carácter. Pero también el coraje se mellaba, sabía Alatriste por experiencia; y más en hombre que se veía herido y con tanta responsabilidad. No iba a ser él, concluyó, quien juzgara a quien llevaba dos días batiéndose espada en mano, como todos. Cada cual tenía sus límites.

– ¿Lleva vuestra merced un libro encima?

Alatriste miró el que le asomaba por el bolsillo, palpándolo distraído. Después lo sacó, poniéndolo en manos del general. Éste hojeó algunas páginas con curiosidad.

– ¿Quevedo?… -inquirió al cabo, devolviéndoselo-. ¿De qué sirve un libro así en una galera?

– Para soportar días como éste.

Volvió a meterse el libro entre la ropa. Gorostiola y los otros lo miraban, desconcertados. Para ellos, un libro religioso habría tenido algún sentido, pero no ése. Por supuesto, ninguno de ellos había oído hablar nunca del tal Quevedo ni de la madre que lo parió.

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