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A última hora de la tarde, otomanos y españoles estábamos exhaustos: confortados nosotros de resistir a tan gran número de enemigos, y dándose ellos al diablo por no ser capaces de quebrarnos el espinazo. El cielo seguía fosco y el mar plomizo, lo que acentuaba el carácter siniestro de la escena. Al disminuir la luz habíase levantado a trechos una ligera brisa de poniente, que nada nos aprovechaba pues iba hacia tierra. De cualquier modo, ni siquiera un viento favorable habría cambiado las cosas, pues el estado de nuestras naves era lamentable: de tanto tiro recibido teníamos picada la jarcia, las entenas estaban derribadas con las velas hechas jirones, y la Caridad Negra había perdido el árbol mayor, que flotaba a nuestro lado entre cadáveres, cabos, tablas, ropa y remos rotos. El lamento de los heridos y el estertor de los moribundos se alzaban como un coro monótono de las dos galeras, que seguían trabadas una con otra, flotando inmóviles. Los turcos se habían retirado un poco hacia tierra, hasta quedar a tiro de moyana, y allí dejaban caer sus muertos por la borda, ayustaban jarcia, reparaban averías y celebraban consejo los arráeces, mientras a los españoles no quedaba otra que lamer nuestras llagas y esperar. Era muy penosa estampa la que ofrecíamos, tirados y revueltos con los galeotes entre los bancos rotos o en la crujía, corredores y arrumbadas, agotados, estropeados, rotos unos y malheridos otros, tiznados de humo de pólvora y con costras de sangre propia y ajena en el pelo, las vestiduras y las armas. Para animarnos, el capitán Urdemalas ordenó repartir lo que quedaba de arraquín, que no era mucho, y que se nos diera un refresco -el fogón estaba destrozado y el cocinero muerto- con tasajo de tintorera seca, vino aguado, algo de aceite y bizcocho. Lo mismo se hizo en la otra galera con los vizcaínos, y llegamos a pasar de una a otra conversando sobre las incidencias de la jornada o en demanda de tal o cual camarada, lamentando a los muertos y gozándonos con la presencia de los vivos. Eso animó un poco a la gente, y algunos llegaron a pensar que los turcos se acabarían yendo, o que podríamos resistir los abordajes que, según otros, continuarían dándonos al día siguiente, si no lo intentaban durante la noche. Pero habíamos visto lo maltratados que también ellos estaban, y eso daba esperanza; que en tales zozobras, a cualquier ilusión se aferra el hombre perdido. Lo cierto es que nuestra gallarda defensa envalentonaba a los más alentados, y hasta hubo quienes idearon una donosa burla para los turcos; y fue ésta que, aprovechando la ligera brisa que a ratos soplaba, tomaron dos gallinas vivas de las que había en las jaulas de la gambuza, cuya carne y huevos -aunque eran malas ponedoras a bordo- servían para los pistos y caldos de los enfermos; y atándolas con mucho ingenio sobre una almadía de tablas con una pequeña vela encima, se las dejó ir hacia las galeras enemigas entre mucha carcajada y gritos de desafío; siendo eso celebrado por toda nuestra gente, y más cuando los turcos, aunque acibarados de la befa, las recogieron y subieron a sus naves. Esto nos levantó el ánimo, que buena falta hacía, hasta el punto de que algunos empezaron a cantar, para que la escuchara el enemigo, aquella saloma que la gente de cabo solía decir cuando tiraba de las ostagas al izar entena, y que al final un numeroso coro de voces, rotas pero no vencidas, terminó coreando puesta en pie y vuelta la cara hacia los turcos:

Lopagano esconfondí,
y sarracín,
turquí emori
gran mastín, lofilioli de Abrahím…

Con lo que a poco terminamos todos agolpados en las bordas, gritando a los perros, a voz en cuello y entre gran algarabía, que se arrimaran un poquito más, que aún nos placía darnos un verde con un par de abordajes suyos antes de irnos a dormir; y que si no eran suficientes para osarlo, fuesen a Constantinopla a buscar a sus hermanos y padres si los conocían, acompañados por las putañas de sus madres y hermanas; para las que reservábamos, cómo no, intenciones especiales. Y era de ver que hasta nuestros heridos se incorporaban sobre los codos y aullaban, envueltos en vendajes ensangrentados, echando con tales gritos toda la rabia y la angustia que llevábamos dentro, confortándonos en la bravata hasta el punto de que ni don Agustín Pimentel ni los capitanes quisieron estorbarnos el desahogo. Muy al contrario, lo animaban y participaban de él, conscientes de que, condenados a muerte como estábamos, cualquier cosa nos alentaría a tasar en más alto precio las cabezas. Pues si los turcos querían colgarlas también en sus entenas, primero tendrían que venir a cortárnoslas.

Todavía hubo esa noche un punto más de desafío, pues nuestros jefes hicieron encender los fanales de popa, a fin de que los turcos supieran dónde hallarnos. Reforzamos las amarras que mantenían juntas las dos galeras, se echaron al agua los ferros -estábamos en poca sonda- para evitar que un viento imprevisto o la corriente nos llevase a donde no debíamos, y se permitió a la gente descansar, aunque manteniéndola sobre las armas y con turnos de vigilancia, por si al enemigo se le ocurría intentar algo en la oscuridad. Pero la noche transcurrió tranquila, sin viento, desgarrándose un poco el cielo hasta mostrar algunas estrellas. Me relevaron de mi guardia a modorra rendida, y yendo con tiento entre los hombres amontonados por cubierta -un coro de gemidos y llanto de heridos plañía en ambas galeras, que se hubieran dicho mendigos gabachos- me llegué en la oscuridad hasta la ballestera donde, en una especie de bastión hecho con mantas rotas y restos de jarcia y velas, estaban abarracados el capitán Alatriste, el moro Gurriato y Sebastián Copons, que roncaba como si diese el ánima en cada resoplido. Todos habían tenido la fortuna de salir, como yo, indemnes de la terrible jornada, si exceptuamos una ligera herida de alfanje en un costado, sufrida por el moro Gurriato, que mi antiguo amo, tras enjuagársela con vino, había cosido -mañas de soldado viejo- con una aguja gruesa y una pezuela, dejando un punto suelto para que drenase los malos humores.

Llegué a ellos, como digo, y acomodándome sin palabras -venía cansado hasta para abrir la boca- me quedé allí, sin conciliar el sueño de lo dolorido que estaba, pues el lance con el turco de la rodela y con cuantos llegaron después me tenía descoyuntado. Pensaba, supongo que como todos, en lo que iba a depararnos el sol cuando se levantara. No podía imaginarme al remo de una galera turca o en una torre del Mar Negro; por lo que, siendo tan dudosa una victoria por nuestra parte, mi futuro no se presentaba dilatado. Me pregunté qué aspecto tendría mi cabeza colgada en una entena, y qué pensaría Angélica de Alquézar si, por extraña clarividencia, pudiera contemplarla. Dirán vuestras mercedes que eran ideas, aquéllas, para sumirme en la más acerba desesperación, y algo de eso había; pero diferente piensa el caballo de quien lo monta. No se ven parejas las cosas desde el calor de un brasero y una mesa bien provista, o en la comodidad de un colchón de buena lana, que desde el barro de una trinchera o la frágil cubierta de una galera, donde poner vida y libertad al tablero es cotidiano pan de munición. Desesperados estábamos, cierto. Mas éramos novillos amadrigados, y aquella falta de esperanza resultaba natural a nuestras vidas. Como españoles, nuestra familiaridad con la muerte nos permitía aguardarla de pie y nos obligaba a ello; pues a diferencia de otras naciones, nos juzgábamos entre nosotros según la manera de comportarnos ante el peligro. Esa era la razón de que crueldad, honor y reputación se confundieran tanto en nuestro carácter. Que, como había apuntado Jorge Manrique, siglos de lucha contra el Islam nos habían hecho hombres libres, orgullosos y convencidos de nuestros fueros y privilegios:

Mas los buenos religiosos
gánanlo con oraciones
e con lloros.
Los caballeros famosos,
con trabajos e aflicciones
contra moros.

Eso explica que, hechos al áspero azar, siempre con el Cristo en la boca y el ánima en el filo de un acero, en aquella triste jornada aceptásemos nuestra suerte, si era la del día postrero, como habíamos encarado la de tantos días semejantes, ensayos de ése: con la resignación del campesino ante el pedrisco que destruye su cosecha, la del pescador ante sus redes vacías, o la de una madre cierta de que su hijo morirá en el parto o será arrebatado por las fiebres sin dejar la cuna. Pues sólo los regalados, los cómodos, los menguados que viven de espaldas a la realidad de la existencia, se rebelan contra el precio riguroso que tarde o temprano todos pagan.

Sonó un tiro de arcabuz y nos incorporamos a medias, inquietos. Hasta los heridos habían dejado de gemir. Pero sólo siguió el silencio, y nos relajamos de nuevo. -Falsa alarma -gruñó Copons. -Suerte -apostilló, estoico, el moro Gurriato. Me tumbé de nuevo junto al capitán, sin otro abrigo que el peto de acero y mi jubón roto. El relente nocturno mojaba ya las tablas de la ballestera y nos calaba a todos. Sentí frío y me arrimé a él en busca de calor, oliendo como siempre a cuero, metal y sudor seco de la recia jornada; sabía que no iba a tomar mi temblor por miedo. Lo noté despierto, aunque estuvo inmóvil durante largo rato. Al cabo, con mucho cuidado, se quitó de encima el trozo de vela rota con el que se cubría y me lo puso por encima. Yo no era ya un niño, como en Flandes, y aquello me caldeó menos el cuerpo -poco abrigaba la vela, a fin de cuentas- que el corazón.

Al amanecer repartieron un poco más de vino y bizcocho; y mientras dábamos cuenta del magro desayuno, llegó la orden de desherrar a la chusma que estuviese dispuesta a pelear. Eso hizo que nos mirásemos unos a otros con cara de entender la mácula: muy apretados íbamos para recurrir a tal extremo. La medida excluía a los forzados turcos, moros y de naciones enemigas como ingleses y holandeses; pero daba a los otros la oportunidad, si peleaban bien y salían vivos, de ver redimidas sus penas o parte de ellas, a recomendación de nuestro general. Esa no era mala ventura para los forzados españoles y de otras naciones católicas: su suerte, de permanecer al remo, era irse al fondo si la galera se hundía, pues pocos se ocupaban de desherrarlos en el desconcierto de un naufragio, o seguir esclavos remando para los turcos, situación que sólo podían evitar si renegaban para adquirir la libertad -en España, sin embargo, un esclavo bautizado seguía siendo esclavo-: extremo este al que algunos se inclinaban, sobre todo los jóvenes, por razones fáciles de comprender; pero que era menos frecuente de lo que se cree, pues hasta entre galeotes la religión era cosa arraigada y grave, y la mayor parte de los españoles apresados por berberiscos y turcos se mantenía en la verdadera fe, pese al cautiverio y su miseria, porque no se les atribuyera lo que Miguel de Cervantes, soldado cautivo que nunca renegó, decía de ellos:

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