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XI. LA ÚLTIMA GALERA

No sé cómo fue Lepanto, pero nunca olvidaré las bocas de Escanderlu: el suelo movedizo de tablas, el mar acechando abajo dispuesto a engullirte en la caída, los gritos de hombres que mataban y morían, la sangre chorreando por los costados de las galeras, el humo espeso y el fuego. Seguía el agua inmóvil y gris como lámina de estaño, sin brisa, y la extraña tormenta silenciosa continuaba descargando relámpagos en la distancia, remedo lejano de lo que los hombres éramos capaces de hacer con nuestra sola voluntad.

Tomada al fin la decisión por los oficiales, metido el timón a la banda, habíamos hecho de tripas corazón, dando media vuelta para ir en socorro de la Caridad Negra, que ya se hallaba enclavijada con las primeras galeras turcas, peleando en toda su cubierta con harta algarabía y escopetazos. Como era mejor batirse juntas que por separado, el capitán Urdemalas, ayudado por la eficaz boga impuesta a corbachadas por el cómitre y sus ayudantes, ejecutó una peritísima maniobra que puso nuestra proa en la popa misma de la capitana, de manera que ambas naves quedaron casi abarloadas, pudiéndose pasar de una a otra en caso necesario. Excuso decir el alivio y las voces con que los vizcaínos del capitán Machín de Gorostiola -«¡Ekin! ¡Cierra! ¡Ekin!», gritaban, alentados- saludaron nuestra llegada, pues cuando apoyamos espolón y amura en su popa peleaban ya sin esperanza, soportando a pie firme y diente prieto el abordaje de dos galeras enemigas. Otras dos vinieron sobre nosotros, mientras la quinta buscaba nuestra espalda a fin de asestarnos allí su artillería antes de darnos asalto por ese lado. Formábamos, en fin, una y otra galera española -habíamos pasado palamaras y calabrotes en torno a los árboles para mantenerlas juntas-, figura de plaza fuerte asediada por todas partes, con la diferencia de que estábamos en mitad del mar, y en lugar de muros sólo nos protegían de tiros y asaltos enemigos los paveses puestos en bordas y arrumbadas, cada vez más deshechos por la granizada de balas y saetazos, y nuestro propio fuego, picas y espadas.

– ¡Bir mum kafir!… ¡Baxá kes!… ¡Alautalah!

Los jenízaros eran valientes en extremo. Saltaban al abordaje en oleadas, animándose en nombre de Dios y del Gran Turco a cortar cabezas de canes infieles. Y venían con tanto desprecio a la muerte cual si las huríes del paraíso de Mahoma estuviesen a nuestra espalda. Nos entraban por sus espolones e incluso corriendo sobre las entenas y remos de sus galeras, apoyados en nuestras bandas. Impresionaban sus gritos de guerra y voces a la manera que ellos suelen, quebrando el acento en la garganta. No menos efecto producían sus aljubas coloridas, los cráneos rapados o los gorros puntiagudos, los grandes bigotazos y las cimitarras que manejaban con precisión mortal, queriendo quebrar nuestra resistencia. Pero Dios y el rey eran servidos de lo contrario, pues frente a su denuedo y desprecio a la muerte, la antigua disciplina de la infantería española seguía poniendo naipes en la mesa. Cada oleada turca se estrellaba en el muro de nuestra escopetería: arcabuces y mosquetes enviaban descarga tras descarga, y era de ver cómo, en medio de aquella locura, nuestros soldados viejos se mantenían serenos como solían, haciendo muy bien su oficio de tirar, recargar y volver a tirar, pidiendo pólvora y balas a pajes y grumetes sin descomponerse, cuando en extremo las precisaban. Y entre una cosa y otra, la gente suelta y ágil, infantes jóvenes y marineros, acometíamos en buen orden, primero con picas y chuzos y luego, ya en corto, con espadas, dagas y hachas; de manera que esa combinación de plomo, acero y redaños mantenía al enemigo en razonable respeto, dándole más dentelladas que perro con pulgas. Y tras un largo rato de combate despiadado, el frágil reducto de la Caridad Negra y la Mulata, trabadas juntas y escupiendo fuego con cinco galeras turcas alrededor, unas acercándose y otras tomando distancia para refrescar a su gente, tirar con artillería y abordar de nuevo, dejó claro al enemigo que la victoria iba a regarla con mucha sangre suya y nuestra.

– ¡Santiago!… ¡Santiago!… ¡Cierra, España, cierra!

Aquello acababa de empezar, como quien dice, y ya estábamos roncos, atosigados de humo y sangre. Otros eran menos convencionales e insultaban a los turcos, como éstos a nosotros, en cuanta lengua castellana, vascongada, griega, turquesca o franca acudía a la boca, tratándolos de perros e hideputas a más no poder, y de bardajes, que es bujarrón en su parla, sin olvidar el cerdo que preñó a tal o cual madre agarena y otras lindezas sobre la secta perversa de Mahoma; a lo que los otomanos respondían, en su lengua, con imaginativas variantes -el Mediterráneo siempre dio mucho de sí- sobre la discutible virginidad de María Santísima o la dudosa virilidad de Cristo, incluyendo acerbas consideraciones sobre la honestidad de las madres que nos habían parido. Todo muy al uso, en fin, de lo que en tales parajes y situaciones se acostumbraba.

De cualquier modo, bravatas aparte, unos y otros sabíamos que para los turcos era cuestión de paciencia y barajar. Nos triplicaban en gente, como poco, y podían encajar las bajas y retirarse a tomar respiro, relevándose en no darnos tregua, mientras que para nosotros no había apenas reposo. Además, cada vez que hacíamos apartarse a una galera enemiga, ésta aprovechaba la distancia para mandarnos una andanada con el cañón de cincuenta libras y las piezas de apoyo, haciendo vasta carnicería; al hierro rasante venían a sumarse las astillas y fragmentos que volaban en todas direcciones y demolían los paveses, siendo nuestra única protección agacharnos cuando fogoneaba una descarga. Había cuerpos hechos pedazos, tripas, sangre y escombros por todas partes, y en el agua, entre las naves, flotaban docenas de cadáveres, caídos durante los abordajes o arrojados para desembarazar las cubiertas. Y no pocos muertos y heridos contábanse entre los galeotes nuestros y suyos, que sujetos por sus cadenas ensangrentadas, impedidos de buscar protección, se aplastaban amontonados entre bancos y remiches bajo sus remos rotos, gritando espaventados por la furia de unos y otros, implorando misericordia.

– ¡Alautalah!… ¡Alautalah!

Debíamos de llevar dos horas largas de combate cuando una de las galeras turcas, en hábil maniobra de su arráez, logró meternos el espolón casi hasta el árbol de trinquete de la Mulata, y por allí nos vino de nuevo gran copia de jenízaros y soldadesca turca, resuelta a ganarnos la proa. Peleaban los nuestros a diente de lobo, disputando cada tabla con un coraje que admiraba; pero el empuje era grande, y con mucho destrozo fuimos perdiendo los bancos de corulla y las arrumbadas. Yo sabía que el capitán Alatriste y Sebastián Copons estaban en aquella parte, aunque con el humo, los mosquetazos y la confusión de gente no podía verlos. Gritóse entonces a tapar brecha y allá fuimos cuantos podíamos, apretujándonos por la crujía y los corredores de las bandas, y yo de los primeros, pues por nada del mundo estaba dispuesto a quedarme atrás mientras hacían cuartos al capitán. Cerramos con los turcos algo más allá del árbol maestro, cuya entena estaba derribada en cubierta. Salté sobre ella como pude, rodela y espada por delante, pisoteando a los miserables forzados que estaban tirados entre bancos y maderas rotas, e incluso a uno que en sus convulsiones me agarró de una pierna, y me pareció turco de aspecto, dile un espadazo al pasar que casi le cercenó la mano con el grillete; que en los apretados peligros, toda razón se atropella.

– ¡España y Santiago!… ¡Cierra!

Dimos, en fin, sobre los enemigos, y yo de los primeros, sin cuidarme mucho de mi persona; que la furia del combate me tenía fuera de mí y de todo recaudo. Entróme un turco negro y erizado como un jabalí, provisto de bonete de cuero, rodancho y espada; y sin dejarle espacio para mover las manos, me abracé a él rodela con rodela, solté la espada, y agarrándolo por la gola, aunque me resbalaban los dedos de su mucho sudor, pude darle un traspiés y dos vaivenes, con lo que ambos nos fuimos al suelo sobre una ballestera. Quise quitar la espada de su mano pero no pude, pues la llevaba atada, y él agarró mi casco por el borde, buscando echarme atrás la cabeza para descubrir mi cuello y degollarme, mientras daba unos gritos espantosos. Yo, sin abrir la boca, abrazado a él y palpándome como pude los riñones, desembaracé la vizcaína y pude darle dos o tres piquetes y heridas pequeñas, de lo que pareció sentirse, pues ya gritó de otra manera. Pero dejó de hacerlo cuando una mano le echó atrás la cabeza, y una gumía le abrió la gorja con hondo tajo. Me incorporé dolorido, limpiándome la sangre que me había saltado a los ojos; pero antes de que pudiera agradecer nada a nadie, el moro Gurriato ya estaba descosiéndose a puñaladas con otro turco. De modo que enfundé vizcaína, recuperé mi espada, embracé la rodela y volví a la lucha.

– ¡Sentabajo, cañe! -gritaban los turcos, arremetiendo-… ¡Alautalah! ¡Alautalah!

Fue en ese momento cuando vi morir al sargento Quemado. El vaivén del combate me había llevado junto a él, que reunía un grupo de hombres para dar asalto a los jenízaros de las arrumbadas. Saltando sobre los bancos de corulla -donde apenas quedaba galeote vivo- y por el corredor de la banda diestra les entramos muy reciamente, ganándoles poco a poco lo que nos habían tomado, hasta pelear alrededor de nuestro árbol trinquete y el espolón mismo de su galera. Fue entonces cuando el sargento Quemado, que nos alentaba mucho empujando a quienes flaqueaban, resultó herido de una saeta que le pasó las mejillas de lado a lado; y mientras se la quería sacar, fue alcanzado en el pecho por una bala de arcabuz que lo hizo caer muerto en el acto. Con aquella desgracia tornillearon algunos de los nuestros, y a punto estuvimos de perder lo ganado con tanto coraje y tanta sangre; pero alzamos el rostro al cielo -y no precisamente para rezar- acometiendo como fieras, resueltos a vengar a Quemado o a dejar la piel en el espolón turco. Lo que sucedió a continuación no hay pluma que lo escriba, y no seré yo quien diga lo que hice; que Dios y yo lo sabemos. Baste decir que ganamos de nuevo la proa de la Mulata, y que cuando la galera turca, muy maltratada, hizo ciascurre y retrocedió, retirando el espolón de nuestra banda, ninguno de los turcos que habían venido al abordaje pudo volver a bordo.

Fue así como pasamos el resto del día, cabezudos como aragoneses, aguantando andanadas de artillería y rechazando sucesivos abordajes de las galeras que ya no eran cinco, sino siete; pues la capitana de tres fanales y otra nave turca se unieron por la tarde al combate, trayendo aparejadas en sus entenas las cabezas de frey Fulco Muntaner y sus caballeros. A modo de trofeo, pues poco podía aprovecharles el despojo, los turcos también remolcaban la Cruz de Rodas hecha astillas, ensangrentada y rasa como un pontón. No había sido menudencia tomarla, pues la Religión riñó con tanta ferocidad que, según supimos más tarde, ni a uno solo cogieron vivo. Por suerte para nosotros, y debido al estrago del combate, ni la capitana turca ni su conserva estaban en disposición de pelear ese día, limitándose a acercarse de vez en cuando, relevando a las otras, para tirarnos desde lejos. En cuanto a la tercera galera turca, muy maltratada en la pelea con la de Malta, se había ido al fondo sin remedio.

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