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IX. LEVENTES DEL REY CATÓLICO

El turco puso bandera de paz y amainó sin lucha. Era un caramuzal negro de casco alargado y popa alta: un barco mercante de dos palos al que la maniobra de nuestras cinco galeras, cortándole al tiempo la tierra y el mar, había impedido servirse de la velocidad de sus velas. Se trataba de nuestra tercera presa desde que nos manteníamos al acecho en el canal entre las islas de Tino y Mikonos, paso muy frecuentado hacia Constantinopla, Xío y Esmirna. Y apenas nos acostamos a él y le metimos dentro un trozo de abordaje de nuestra infantería, vimos que era buen negocio. Tripulado por griegos y turcos, cargaba aceite y vino de Candía, jabón, cordobán de El Cairo y otras cosas de valor, y llevaba de pasajeros a unos judíos de Salónica de los de turbantillo azafrán, bien provistos de plata acuñada. Aquel día empleamos menos las espadas que las uñas, pues durante media hora dimos saco franco y todo se nos pegó a ellas; y hasta un soldado de otra galera, al echarse o caer al agua con los bolsillos llenos para que no lo despojaran los oficiales que ponían orden, se ahogó por no soltar la galima. El caramuzal era propiedad de turcos, así que como buena presa lo despachamos para Malta con los tripulantes griegos y algunos soldados nuestros, y pusimos al remo, repartidos por las cinco galeras, a dos renegados -en espera de que se las vieran con la Inquisición – y a ocho turcos, tres albaneses y cinco judíos; de los que uno, por no ser la gente hebrea de constitución buena para el remo, murió a los dos días, enfermo o de verse esclavo y no soportar aquella miseria. Los otros fueron rescatados más tarde en menos de mil cequíes por los monjes de Patmos; que los pondrían luego en libertad, como solían, cobrándoles los intereses. Pues allí los monjes hablaban en griego y chupaban dinero en genovés.

A los dos renegados les tocó en suerte la Mulata. Uno era español, de Ciudad Real; y para mejorar su condición nos contó algo interesante que después he de referir a vuestras mercedes. Diré antes que nuestra campaña estaba siendo próspera. De nuevo a bordo, aplastado el pelo con pez, la piel con salitre y la ropa con brea, habíamos dejado atrás las bocas de Capri tres galeras de Nápoles – la Mulata, la Caridad Negra y la Virgen del Rosario-, recién despalmadas y bien provistas de bastimentos y soldados para una incursión de dos meses por el Egeo y la costa de Anatolia, en cuyas islas viven griegos dominados por turcos; y tras reunirnos en la fosa de San Juan con dos galeras de Malta llamadas la Cruz de Rodas y la San Juan Bautista, navegamos en conserva hasta las hormigas de Corfú. De allí, hechos carnaje fresco y aguada, bajamos costeando la Morea por Cefalonia y Zante, que son de los venecianos, y luego de rodear la isla de Sapienza y cargar agua en los molinos de Corón -nos tiraba la artillería turca desde la ciudad, pero no alcanzaba-, tomamos la vuelta de levante por el brazo de Mayna y cabo San Ángel, donde nos internamos en las ondas limpias, azules en el golfo y verdes y cristalinas en las orillas, del archipiélago. A fin de hacer nuestro, de nuevo, lo que en El asombro de Turquía proclamaba Vélez de Guevara:

Surqué el mar de Levante
por buscar la del Turco, que arrogante,
contra España se atreve,
porque castigo su arrogancia lleve.

En ese viaje fue para mí de especial sentimiento navegar frente al golfo de Lepanto, donde tenían por costumbre nuestras galeras que la gente, puesta a la banda de tierra, rezase una oración en memoria de los muchos españoles que allí murieron, batiéndose como fieras, cuando la flota de la Liga destrozó a la turca en el combate del año mil quinientos setenta y uno. En esos mismos parajes, y en otro orden de cosas, también me conmovió pasar ante las islas de la Sapienza y la ciudad de Modón, que es del Turco; pues recordaba haber leído el nombre de Modón en el relato del Cautivo que figura en la primera parte del Quijote, antes de saber que un día navegaría como soldado, igual que el propio Cervantes, por aquellas tierras y mares donde él combatió en su mocedad, con muy pocos años más de los que yo contaba; hasta verse, en Lepanto y a bordo de la galera Marquesa, en la «más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros».

Pero quedé en referir a vuestras mercedes lo que confesó el renegado español capturado en el caramuzal; información cuyas consecuencias, aunque eso no podíamos saberlo todavía, iban a afectar a nuestro futuro de forma dramática y a costar la vida de muchos hombres valientes. Fue el caso que, para aliviarse el negro futuro que le deparaba la Inquisición y mejorar su condición al remo -lo habían encadenado al peor sitio de boga, la banda del banco de corulla-, el renegado pidió hablar con el capitán Urdemalas para contarle, en secreto, algo de suma importancia. Llevado ante él, y tras pormenorizar su vida con los embustes habituales en tales casos, apuntó algo que nuestro capitán de mar y guerra juzgó verosímil: un gran bajel turco se aprestaba para subir hacia Constantinopla desde Rodas, llevando a bordo ricas mercaderías y personas de calidad, entre las que se contaba una mujer que era, de eso no estaba seguro el renegado, familiar o esposa del Gran Turco, o la enviaban para serlo. Y según supimos pronto -no hay secreto seguro en la promiscuidad de una galera-, el de Ciudad Real aconsejó al capitán Urdemalas que, si deseaba ampliar información, apretara los cordeles al patrón del caramuzal, que era el otro renegado, puesto en el mismo banco: un marsellés que al retajarse había cambiado su nombre cristiano por el de Alí Masilia, y con el que, por lo visto, el español tenía sus más y sus menos, que ahora tan gentilmente se cobraba.

Lo del bajel turco eran palabras mayores; así que el tal Masilia fue puesto a tormento. Pareció algo bravo al principio, sosteniendo que no sabía nada y que a él no le abrían la boca ni cristiano vivo ni madre que lo parió; pero al primer garrotillo que le dio sobre los ojos el alguacil de la galera, amenazándolo con vaciárselos, se mostró tan locuaz y dispuesto a cooperar que el capitán Urdemalas, temeroso de que sus voces fueran oídas por todos, lo llevó abajo, encerrándose con él en el pañol del bizcocho, de donde salió al rato acariciándose la barba y con sonrisa de oreja a oreja. Aquella tarde, aprovechando que el mar estaba sin viento y como aceite, nos pusimos al pairo media legua a tramontana de Mikonos, se echaron los esquifes al agua y hubo consejo de oficiales en la carroza de la Caridad Negra; que era nuestra capitana, pues a bordo se encontraba don Agustín Pimentel, sobrino-nieto del viejo conde de Benavente, a quien el virrey de Nápoles y el maestre de Malta habían confiado la expedición. Además de él asistieron su capitán de galera -que lo era también de la infantería embarcada en ella- Machín de Gorostiola, el capellán fray Francisco Nistal y el piloto mayor Gorgos, un raguseo que había navegado con el capitán Alonso de Contreras y era muy plático en aquellas aguas. De las otras naves acudieron nuestro capitán Urdemalas y el de la Virgen del Rosario, un valenciano simpático y locuaz llamado Alfonso Cervera. Por las de Malta acudieron sus respectivos oficiales: el de la principal de ellas, la Cruz de Rodas, que era un caballero mallorquín llamado frey Fulco Muntaner, y el de la San Juan Bautista, por nombre frey Vivan Brodemont, de nación francesa. Y al término de la junta, cuando aún no habían regresado a sus respectivas galeras con los esquifes, ya circulaba por nuestra pequeña escuadra la voz gozosa de que, en efecto, un rico bajel subía de Rodas a Constantinopla, y que estábamos en buena situación para darle un Santiago antes de que enfilase las bocas de los Dardanelos. Eso nos hizo aullar de júbilo, y era de ver cómo soldados y marineros nos jaleábamos unos a otros de galera a galera, deseándonos buena fortuna. Con lo que esa misma tarde, antes de la oración, se mandó regalar a la gente de remo con vino candiota, queso salado de Sicilia y unas onzas de tocino, y luego, restallando los corbachos de proa a popa, las cinco galeras arrumbaron hacia la noche que venía de levante, a boga arrancada, con la chusma quebrándose el espinazo. Como jauría de lobos olfateando una presa.

El amanecer me encontró donde solía, en la ballestera de estribor más a popa, viendo la luz asentarse en el horizonte mientras observaba al piloto hacer su primer ritual del día; pues, como ya dije, me fascinaba observarlo bendecir la rosa al reconocer uno u otro cabo si navegábamos cerca de tierra; o, engolfados, tomar la estrella, calar la ballestilla, asestar el norte, ajustar a mediodía el astrolabio y hacer que el sol entrara por sus muescas para tomar el punto. Era muy temprano, y la chusma seguía dormida en sus bancos y remiches, ya que ahora navegábamos velas arriba con suave crujido de lona y jarcia, empujados por un razonable viento griego que, pues la galera podía ceñirlo hasta cinco cuartas, nos llevaba amurados a nuestro rumbo, recogidos los remos y escorada la nave a la banda diestra. También dormía casi toda la gente de cabo y guerra, y los grumetes de guardia, arriba en las gatas, oteaban el horizonte en busca de velas o de tierra, atentos al lugar por donde el sol salía, que con su deslumbre podía ocultar peligrosamente una presencia enemiga. Yo, todavía con mi ruana sobre los hombros -dormía envuelto en ella, amontonado con todos, y si la dejara en el suelo habría caminado sola por los piojos y las chinches-, me apoyaba en un filarete húmedo de relente, viendo los colores rosados y naranjas que adornaban la aurora, y preguntándome si también ese día iba a ser cierto el refrán que, entre muchos otros, había aprendido a bordo: arreboles por la noche, a la mañana son soles; por la mañana, a la tarde son agua.

Eché un vistazo a la banda de la galera. El capitán Alatriste se había despertado ya, y desde lejos lo vi sacudir su manta y doblarla antes de inclinarse sobre la regala y, con un balde atado a un trozo de cabo, subir agua de mar y remojarse la cara -en una galera el agua dulce era un bien precioso-, frotándose luego muy bien con un lienzo para evitar que la sal se quedara en la piel. Después, recostado en la batayola, sacó de la faltriquera un trozo de bizcocho seco, lo remojó con unas gotas del pellejo de vino que llevaba a medias con Sebastián Copons -nunca bebían de golpe su ración, sino que guardaban la mitad, administrándola- y se puso a morderlo, mirando el mar. Al cabo, cuando Copons, que dormía a su lado, empezó a removerse y alzó la cabeza, el capitán partió la mitad del bizcocho y se la dio. El aragonés masticó en silencio, el bizcocho en una mano y quitándose las legañas con la otra, y mi antiguo amo echó un vistazo alrededor. Entonces, cuando reparó en que yo estaba hacia la parte de popa y lo observaba, aparté la mirada.

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