– La puerta Real está más cerca -propuso-. Y tiene un pradillo discreto, pidiendo a gritos que alguien se tumbe en él.
El más alto suspiró con resignación.
– Este señor soldado necesitará un testigo -dijo a su compañero-… No vayan a decir que lo asesinamos entre dos.
Una sonrisa distraída torció la boca de Alatriste. Aquello era razonable, y considerado. El duelo estaba prohibido en Nápoles por premáticas reales, y quien las transgredía iba a la cárcel, o a la horca si no tenía quien le valiera; pero siempre resultaba descargo atenerse a las reglas, y más si con gente de cierta calidad era el negocio. Todo, concluyó, sería cosa de matar a uno -al más bajo, sin duda- y dejar al otro en condiciones de contar que se habían batido de bueno a bueno. Aunque, sin testigos, igual podía matarlos a los dos, y si te he visto no me acuerdo.
– Podemos arreglarlo de camino, si tienen la hidalguía de aguardar un momento -señaló hacia lo alto de la calleja, donde ésta hacía un codo a la derecha-… Tengo un asunto que resolver ahí.
Asintieron los otros, tras mirarse entre ellos algo desconcertados. Entonces, dándoles la espalda con mucha calma -la vida le había enseñado a quién dársela y a quién no, y confiaba en no errar al respecto-, Alatriste subió los últimos escaloncillos de la cuesta mientras escuchaba los pasos de los españoles
venirle detrás. Pasos tranquilos, comprobó satisfecho de habérselas con gente razonable. Tras doblar el codo, cruzó un arco tan angosto como el resto de la calle, donde campeaba la muestra de una taberna. Comprobó las señas antes de pasar el umbral, y sin preocuparse más de sus sorprendidos acompañantes, se arriscó el sombrero y procuró que espada y vizcaína estuvieran como debían estar para salir sin embarazo. Luego se abrochó las presillas del coleto de búfalo que vestía bajo el herreruelo, palpó la pistola y entró en el local. Era una de las malas bayucas del lugar: un patio con porche donde estaban las mesas. Por el suelo de tierra picoteaban gallinas. Los parroquianos eran una veintena y no de buena estampa, italianos de aspecto. En alguna mesa jugaban naipes, con algún mirón de pie que lo mismo podía estar disfrutando de las partidas que haciéndole a los incautos el espejo de Claramonte.
Alatriste se arrimó discreto al tabernero, y en un aparte, ensebándole la palma con un carlín de plata, preguntó por Giacomo Colapietra. Un momento después se hallaba junto a una mesa donde un individuo angosto y de carnes muy a teja vana, con pelo postizo y bigote en cola de vencejo, bebía con un par de esmarchazos de mala catadura, de los de baldeo, rodancho y cuello deshilachado y almidonado con grasa, mientras jugueteaba con una baraja.
– ¿Podríamos hablar aparte vuestra merced y yo?
El florentín, que en ese momento separaba reyes y sotas, alzó un ojo guiñando otro, inquisitivo. Después de observar al recién llegado, frunció los labios con recelo.
– Noscondo niente a mis amichis -dijo, señalando a los consortes.
Tenía el habla remostada por un tufillo a lo barato, de vino primero bautizado y después descomulgado. De reojo, Alatriste calibró a los mencionados amichis. Italianos, sin duda. Bravi, pero de pastel. Aquellos guiñaroles no parecían gran cosa, aunque tenían a mano herreruzas cortas. Sólo el tahúr no la llevaba: de su cinto pendía un agujón de palmo y medio.
– Me han dicho que andáis alquilando cuchilladas, señor Giacomo.
– Non bisoño nesuno piu .
La mueca de Alatriste parecía una astilla de vidrio.
– No me explico bien. Las cuchilladas van para un amigo mío.
El tal Colapietra dejó de mover las cartas y miró a sus cófrades. Después observó a Alatriste con más atención. Bajo el bigote engomado mostraba una sonrisa suficiente.
– Me cuentan -prosiguió Alatriste, sin inmutarse- que habéis tarifado un disgusto para cierto joven español a quien aprecio mucho.
Al oír aquello, Colapietra se echó a reír, despectivo.
– Cazzo -dijo.
Luego, marrajo y amenazador, hizo ademán de levantarse al tiempo que sus compañeros; pero el movimiento fue mínimo. El tiempo que tardó Alatriste en sacar la pistola del herreruelo.
– Sentados los tres -dijo, tranquilo y despacio, viendo que le entendían el concepto-. O me voy a cagar en vuestras muy putas madres… ¿Capichi?
Se había hecho el silencio alrededor y a su espalda, pero Alatriste no apartaba la vista de los tres caimanes, que se habían puesto pálidos como cirios.
– Las manos sobre la mesa y las espadas lejos.
Sin mirar atrás por no mostrar incertidumbre, pasó la pistola a la zurda y apoyó la diestra en la empuñadura de la toledana, por si había que tirar de ella para abrirse paso hacia la puerta. Ya lo había calculado al entrar, incluida la retirada calleja abajo. En caso de que las cosas se desbordaran, todo sería llegar a la plazuela del Chorrillo, donde no iba a faltar quien le echara una mano. Podía haber ido acompañado, por supuesto: Copons, el moro Gurriato -que daba el ánima por prestarle esa clase de servicios- o cualquier otro camarada habrían hecho espaldas con sumo gusto. Pero el efecto teatral no era el mismo. Ahí radicaba el arte.
– Ahora escucha, cabrón.
Y arrimando mucho el caño de la pistola a la cara cerúlea del tahúr -a quien se le había caído la baraja al suelo-, sin levantar la voz y con verbos precisos e inequívocos, Alatriste acercó también el mostacho, y estuvo así un buen rato, pormenorizando lo que iba a hacer con Colapietra, con sus menudillos y con quien lo engendró, si algún amigo suyo era incomodado tanto así. Incluso un resbalón en la calle, una caída accidental, bastarían para que viniese a ajustarle cuentas al florentín, como responsable; hasta de diarreas o cuartanas iba a pasarle minuta. Y él, que por cierto se llamaba Diego Alatriste y posaba en el cuartel español, donde Ana de Osorio, no necesitaba alquilar a nadie que diera cuchilladas en su lugar. Entre otras cosas, porque para esos menesteres solían alquilarlo a él. ¿Más capichi?
– Así que oído al parche: me tendrás aquí, o en cualquier esquina oscura, para abrirte una zanja de un palmo… ¿Me explico?
Asintió breve el otro, desencajado. Con aquella cara, el inútil puñal que lucía al cinto acentuaba su aire patético. Los ojos claros y fríos de Alatriste, a sólo unas pulgadas de los suyos, parecían secarle la mojarra. También se le había ladeado un poco el peluquín, y su miedo podía olerse: húmedo y agrio. Descartó el capitán la tentación de torcérselo más con el cañón de la pistola. Nunca era previsible lo que hacía saltar a un hombre.
– ¿Está todo claro?
Como el agua, volvió a asentir sin palabras Colapietra. Apartándose un poco, el capitán observó de soslayo a los consortes del florentín: seguían pasmados como estatuas, mantenían las manos sobre la mesa con angelical inocencia, y diríase que aparte robar a sus madres, asesinar a sus padres y prostituir a sus hermanas, no habían hecho nada malo en sus pecadoras vidas. Luego, sin bajar la pistola ni alejar la mano de la empuñadura de la temeraria, en un silencio donde se oía el revolotear de las moscas y el picoteo de las gallinas, Alatriste se retiró de la mesa y anduvo hacia la puerta sin volver del todo la espalda, atento al resto de los parroquianos, quietos y mudos. En el umbral se topó a los dos españoles, que lo habían seguido y presenciado toda la escena. Le sorprendió verlos allí. Concentrado en lo suyo, los había olvidado.
– A lo nuestro -dijo, ignorando sus caras de asombro.
Salieron los tres a la calleja, sin que los otros abrieran la boca, mientras Alatriste bajaba el perrillo de la pistola y se la metía en el cinto, bajo el herreruelo. Luego escupió al suelo, entre sus botas, con aire irritado y peligroso. La cólera fría que había ido acumulando desde el encuentro con sus acompañantes, sumada a la tensión de la taberna, necesitaban desahogar los malos humores, y pronto. Le hormigueaban los dedos de ansia cuando rozó la cazoleta de la espada. Mierda de Cristo, se dijo, estudiando con ojo experto futuras cuchilladas. A fin de cuentas, quizá no hubiera que llegarse hasta la puerta Real para tocar los cascabeles y resolver aquello. Al primer mal gesto o mala palabra, decidió, tiraba de vizcaína -el sitio era angosto para danzas toledanas- y los tajaba como a verracos allí mismo, aunque eso le echase la Justicia y al virrey mismo encima.
– Pardiez -dijo el más alto.
Miraba a Diego Alatriste como si lo viese por primera vez. Y el compañero, lo mismo. Ya no fruncía el ceño, y en su lugar mostraba un talante pensativo, de mal disimulada curiosidad.
– ¿Todavía quieres seguir adelante? -preguntó a éste su camarada.
Sin responder, el más bajo mantenía los ojos en Alatriste, que le sostuvo la mirada mientras hacía un ademán impaciente, invitándolo a dirigirse a donde resolver la querella. Pero el otro no se movió. En vez de eso, al cabo de un momento se quitó el guante de la mano derecha y la ofreció, desnuda y franca. -Que me lardeen como a un negro -dijo- si me bato con un hombre así.