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IV. EL MOGATAZ

Salimos de la mancebía con la luz parva del crepúsculo, sombreros puestos y espadas al cinto, mientras las primeras sombras se adueñaban de los rincones más recoletos de las empinadas calles de Orán. La temperatura era agradable a esa hora, y la ciudad invitaba al paseo, con los vecinos sentados en sillas y taburetes a la puerta de las casas y algunas tiendas todavía abiertas, iluminadas por candiles y velas de sebo desde el interior. Las calles estaban llenas de soldados de las galeras y de la guarnición, estos últimos celebrando todavía la buena fortuna de la cabalgada. Nos detuvimos a remojar de nuevo la palabra, de pie, espaldas contra la pared, ante una pequeña taberna hecha de cuatro tablas y puesta en un soportal, que atendía un viejo mutilado. Estando así -esta vez el vino era un clarete fresco y decente- pasó por la calle, haciéndole plaza un alguacil, una cuerda de cinco cautivos encadenados, tres hombres y dos mujeres de los vendidos por la mañana, que su nuevo amo, un fulano vestido de negro, golilla y espada, con aspecto de funcionario enriquecido robando el sueldo de quienes se jugaban la vida para capturar a aquella gente, conducía a su casa, bajo custodia. Todos los esclavos, incluso las dos mujeres, habían sido marcados ya en la cara por el hierro candente con una S y un clavo que los identificaba como tales, y caminaban baja la cabeza, resignados a su destino. Aquello no era necesario, y algunos lo consideraban uso antiguo y cruel; pero la Justicia aún permitía a los dueños señalarlos así para que se los identificara en caso de fuga. Observé que el capitán, aferruzado el semblante, volvía el rostro con disgusto; y yo mismo pensé en la marca que, no de hierro candente sino de acero bien frío, le haría al dueño de aquellos infelices con la punta de mi daga, si tuviera ocasión. Ojalá, deseé, cuando viaje a la Península lo capture un corsario berberisco y acabe en los baños de Argel, molido a palos. Aunque esa clase de gente, pensé luego con amargura, tenía recursos de sobra para hacerse rescatar en el acto. Sólo los pobres soldados y la gente humilde, como les ocurría a tantos miles de desgraciados capturados en el mar o en las costas españolas, se pudrían allí, en Túnez, Bizerta, Trípoli o Constantinopla, sin que nadie diese una blanca por su libertad.

Estando distraído en tales pensamientos, advertí que alguien, después de pasar cerca de nosotros, se detenía un poco más lejos a mirarnos. Presté atención y reconocí al mogataz que había ayudado al capitán Alatriste cuando el incidente con los dos maltrapillos en Uad Berruch. Llevaba la misma ropa: albornoz de rayas grises, descubierta la rapada cabeza con su mechón de guerrero en el cogote, y la rexa, el clásico turbante alarbe, enrollado con descuido en torno al cuello. La larga gumía que yo había tenido un instante apoyada en la gorja -aún se me erizaba el vello al recordar el filo- seguía en su faja, dentro de la vaina de cuero. Me volví hacia el capitán Alatriste para llamar su atención, y comprobé que ya lo había visto, aunque no dijo nada. Desde unos seis o siete pasos se observaron ambos de ese modo, en silencio, mientras el mogataz seguía quieto en la calle, entre la gente que pasaba, sosteniendo con mucho aplomo su actitud y su mirada, como si esperase algo. Al cabo, el capitán alzó una mano para tocarse el ala del sombrero, e inclinó ligeramente la cabeza. Eso, en soldado y hombre como él, era mucho más que cortesía, en especial dirigida a un moro, por mogataz y amigo de España que fuese. Sin embargo, el otro aceptó el saludo como algo natural que se le debiera, pues correspondió con un movimiento afirmativo de cabeza, y luego, con el mismo aplomo, pareció seguir camino; aunque creí ver que se detenía más lejos, al extremo de la calle, en la sombra de un arquillo.

– Visitemos a Fermín Malacalza -sugirió Copons al capitán-. Se alegrará de verte.

El tal Malacalza, a quien yo no conocía, era antiguo camarada de los dos veteranos: un soldado viejo de la guarnición oranesa con el que habían compartido peligros y miseria en Flandes, siendo Malacalza cabo de cuchara de la escuadra donde llegaron a estar juntos Alatriste, Copons y Lope Balboa, mi padre. Según nos había contado Copons, Malacalza, muy vencido de la edad, maltrecho y licenciado por invalidez, se había quedado en Orán, donde tenía familia. Sometido a la penuria general, el veterano sobrevivía gracias a la ayuda de algunos compañeros, entre ellos Copons; que cuando por azar tenía algo en la faltriquera, se dejaba caer por su casa para socorrerlo con algunos maravedíes. Y ése era el caso, dándose además la feliz coyuntura de que a Malacalza, como soldado antiguo de la guarnición aunque ya no en activo, correspondía una pequeña ayuda del botín general conseguido en Uad Berruch. El aragonés estaba encargado de entregársela, aunque sospecho que engrosada con astillas de su propia bolsa.

– Nos sigue el moro -le dije al capitán Alatriste.

Caminábamos cerca de la casa de Malacalza, por una calle estrecha y miserable de la parte alta, donde los hombres estaban sentados a las puertas y los críos jugaban entre la suciedad y los escombros. Y en efecto: el mogataz, que se había quedado cerca tras pasar ante la taberna, nos seguía la huella a veinte pasos, sin acercarse demasiado pero sin pretender ocultarse. Al advertírselo, el capitán echó un vistazo sobre el hombro.

– La calle es libre -dijo tras observar un instante.

Era singular, pensé, que un moro anduviese suelto después de la puesta de sol. Como en Melilla, en Orán eran estrictos con aquello, para evitar malas sorpresas; y al cerrarse las puertas, todos, excepto unos pocos privilegiados, salían afuera, a su poblado en la rambla de Ifre, o a sus respectivos aduares los que venían a comerciar con legumbres, carne y fruta. El resto se alojaba en el recinto vigilado de la morería, cerca de la alcazaba, donde quedaba a recaudo hasta el día siguiente. Sin embargo, aquel individuo parecía moverse con libertad, lo que me hizo pensar que era conocido y tenía seguro en regla. Eso acicateó más mi curiosidad, pero dejé de ocuparme de él porque llegábamos a casa de Fermín Malacalza, y yo no podía olvidar que éste había sido, como el capitán y Copons, camarada de mi padre. De haber sobrevivido al tiro de arcabuz que lo mató bajo los muros de Julich, Lope Balboa habría seguido, tal vez, la triste suerte del hombre que ahora su hijo tenía delante: un despojo cano y flaco consumido por las penurias, con cincuenta años largos que parecían setenta -diecisiete de ellos pasados en Orán-, estropeado de una pierna y cubierto de arrugas y cicatrices en una piel color de pergamino sucio. Los ojos eran lo único que permanecía vigoroso en su rostro, donde hasta el mostacho de antiguo soldado tenía el tono mate de la ceniza. Y esos ojos relampaguearon de placer cuando el hombre, sentado en una silla a la puerta de su casa, alzó la vista y vio ante él la sonrisa del capitán Alatriste.

– ¡Por Belcebú, la puta que lo parió y todos los diablos luteranos del infierno!

Se empeñó en que pasáramos a contarle qué nos llevaba por allí, y a conocer a su familia. La vivienda, pequeña, oscura, mal alumbrada por un velón medio consumido, olía a moho y guiso rancio. Había una espada de soldado, con ancha taza y grandes gavilanes, colgada de la pared. Dos gallinas picoteaban migas de pan en el suelo, y un gato devoraba, codicioso, un ratón junto a la tinaja del agua. Después de muchos años en Berbería, perdida la esperanza de salir de allí mientras fuese soldado, Malacalza había terminado casándose con una mora que compró tras una cabalgada, a la que hizo bautizar, y que le había dado cinco criaturas que ahora alborotaban, descalzas y harapientas, entrando y saliendo por todas partes.

– ¡Oíslo! -voceó a su mujer-… ¡Traed vino!

Protestamos, pues ya veníamos algo alumbrados después de la Salka y la taberna de la calle; pero el veterano se negó a escuchar. En esta casa puede faltar de todo, dijo mientras cojeaba por la única habitación, extendiendo una estera de esparto que estaba enrollada en el suelo y arrimando taburetes a la mesa; pero nunca un vaso de vino para que dos antiguos camaradas remojen la canal maestra. O para tres, rectificó cuando le dijeron que yo era hijo de Lope Balboa. La mujer apareció al cabo de un instante, aún joven pero muy vencida de partos y trabajos, morena y gruesa, con el pelo recogido en una trenza, vestida a la española aunque llevaba babuchas y ajorcas de plata y tenía tatuajes azules en el dorso de las manos. Nos quitamos los chapeos, sentados en torno a una mesa coja, de simple madera de pino, donde la mora nos sirvió de una jarra en vasos desiguales y desportillados, antes de retirarse al rincón de la cocina sin decir palabra.

– Se la ve buena hembra -apuntó el capitán, cortés.

Malacalza hizo un brusco ademán afirmativo.

– Es limpia y honesta -confirmó con sencillez-. Algo viva de genio, pero obediente. Las de su raza salen muy buenas esposas, si las vigilas un poco… Ya podrían aprender de ellas tantas españolas, siempre dándose aires.

– Claro -asintió grave el capitán.

Un crío de tres o cuatro años, flacucho y de pelo negro y ensortijado, se nos acercó tímido, pegado a su padre, que lo besó tiernamente y sentó luego sobre sus rodillas. Otros cuatro, el mayor de los cuales no tendría más de doce, nos observaban desde la puerta. Estaban descalzos y llevaban las rodillas sucias. Copons puso unas monedas sobre la mesa y el veterano se las quedó mirando, sin tocarlas. Al cabo levantó los ojos hacia el capitán Alatriste e hizo un guiño.

– Ya ves, Diego -cogió su vaso de vino y se lo llevó a la boca, abarcando la estancia con un movimiento de la otra mano-. Un veterano del rey. Treinta y cinco años de servicio, cuatro heridas, reúma en los huesos -se palmeó el muslo estropeado- y esta pierna rota… No está mal como ejecutoria, para haber empezado, ¿recuerdas? en Flandes cuando ni tú ni yo ni Sebastián, ni el pobre Lope que en paz descanse -alzó un poco el vaso hacia mí, en homenaje- nos afeitábamos todavía.

Había hablado sin especial amargura, con la resignación propia del oficio. Como quien se limita a constatar lo que todo cristo sabe. El capitán se inclinó hacia él sobre la mesa.

– ¿Por qué no vuelves a la Península?… Tú sí puedes hacerlo.

– ¿Volver? ¿A qué? -Malacalza acariciaba los rizos negros de su hijo-… ¿A exagerar mi cojera en la puerta de las iglesias, pidiendo limosna como tantos otros?

– A tu pueblo. Eres navarro, ¿no?… Del valle de Baztán, creo recordar.

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