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– De Álzate, sí. Pero ¿qué iba a hacer allí?… Si alguien me recuerda, que lo dudo, ¿imaginas a los vecinos señalándome con el dedo, diciendo: ahí va otro que juró volver rico e hidalgo, y regresa pobre y tullido, a comer la sopa boba de los conventos?… Aquí, al menos, siempre hay alguna cabalgada, y nunca falta socorro, por escaso que sea, a un veterano que tiene familia. Además, ya has visto a mi mujer -acarició la cara de su hijo y señaló a los que nos miraban desde la puerta-. Y a estos pillastres… No voy a dejar que mi familia ande por allí, con los soplones del Santo Oficio cuchicheando a mis espaldas y los inquisidores pegados a la chepa. Así que prefiero esto. Todo es más claro… ¿Comprendes?

– Comprendo.

– Además, están los camaradas. Gente como tú, como Sebastián y como yo, con la que puedes hablar… Uno baja a la marina a ver las galeras, o a las puertas de la ciudad cuando entran o salen soldados… A veces vas al cuartel y te invitan a un vaso los que aún te recuerdan, asistes a las muestras y las misas de campaña y saludas a las banderas, como cuando estabas en activo. Eso ayuda a rumiar nostalgias.

Miró a Copons, animándolo a mostrarse de acuerdo con él, y el aragonés asintió brevemente con la cabeza, aunque no dijo nada. Malacalza le dio otro tiento al vino y esbozó una sonrisa. Una de esas que requieren cierto valor para componerlas.

– Además -prosiguió-, a diferencia de lo que ocurre en la Península, aquí nunca estás retirado del todo. Esto es como una reserva, ¿sabes?… De vez en cuando los moros nos dan rebato, y tenemos asedio en regla, y no siempre llega el socorro que necesitamos. Entonces se echa mano de todos para las murallas y los baluartes, y allá nos emplean también a los inválidos.

Se detuvo un instante para tocarse el mostacho gris, entornando los ojos como si evocara imágenes gratas. Miraba ahora, melancólico, la herreruza colgada en la pared.

– Entonces -añadió-, durante algunos días todo vuelve a ser como antes. Y hasta cabe la posibilidad, otra vez, de que los moros aprieten y morir como quien eres… O como quien fuiste.

Le había cambiado la voz. De no ser por el niño que tenía entre los brazos y los que estaban en la puerta, se diría que no le desagradaba la posibilidad de que eso ocurriera aquella misma noche.

– No es una mala salida -concedió el capitán.

Malacalza se volvió a mirarlo despacio, cual si regresara de lejos.

– Ya soy viejo, Diego… Sé lo que dan de sí España y su gente. Aquí, por lo menos, saben quién soy. Haber sido soldado todavía significa algo en Orán. Pero allá arriba se les dan un cuatrín nuestras hojas de servicios, llenas de nombres que han olvidado, si es que alguna vez los conocieron: el reducto del Caballo, el fortín de Durango… Dime qué le importa a un escribano, a un juez, a un funcionario real, a un tendero, a un fraile, que en las dunas de Nieuport nos retirásemos impasibles y banderas en alto, sin romper el tercio, o corriéramos como conejos…

Se interrumpió para servir el poco vino que quedaba en la jarra.

– Mira a Sebastián. Ahí callado como siempre, pero está de acuerdo. Míralo cómo asiente.

Puso la mano derecha sobre la mesa, junto a la jarra, y la observó con detenimiento: flaca, huesuda, con antiguas marcas de aceros en los nudillos y en la muñeca, como las de Copons y el capitán.

– Ah, la reputación -murmuró.

Hubo un largo silencio. Al cabo, Malacalza se llevó de nuevo el vaso a la boca y rió entre dientes.

– Aquí me tenéis, como digo. Un veterano del rey de España.

Miró de nuevo las monedas que había sobre la mesa.

– Se acaba el vino -dijo de pronto, sombrío-. Y tendréis otras cosas que hacer.

Nos pusimos en pie requiriendo los sombreros, sin saber qué decir. Malacalza seguía sentado.

– Antes de que os vayáis -añadió-, quisiera hacer con vosotros la razón por esa hoja de servicios que a nadie importa: Calais… Amiens… Bomel… Nieuport… Ostende… Oldensel… Linghen… Julich… Orán… Amén.

Con cada nombre recogía las pocas monedas una a una, los ojos absortos, como si no las viera. Al cabo pareció volver en sí, las sopesó en la mano y se las metió en la faltriquera. Después le dio un beso al niño que aún tenía sobre las rodillas, lo dejó en el suelo y se puso en pie, con su vaso en la mano, sobre la pierna rota.

– También por el rey, que Dios guarde.

Eso dijo, y me extrañó que no hubiese retranca ni ironía en sus palabras.

– Por el rey -repitió el capitán Alatriste-. Pese al rey, o a quien reine.

Entonces bebimos los cuatro, vueltos hacia la vieja espada que colgaba de la pared.

Era de noche cuando salimos de casa de Fermín Malacalza. Caminamos calle abajo, iluminados sólo por la claridad que salía de las puertas abiertas de las casas, en cuya penumbra se recortaban los bultos oscuros de los vecinos allí sentados, y por las velas y palmatorias que ardían bajo una hornacina con la imagen de un santo. En ésas, una silueta se destacó en las sombras, alzándose del suelo donde había estado acuclillada, aguardando. Esta vez el capitán no se limitó a mirarla por encima del hombro, sino que desembarazó el coleto que llevaba sobre los hombros, para dejar libres las empuñaduras de espada y daga. Y de ese modo, con Copons y yo detrás, se llegó a la silueta oscura sin más protocolo.

– ¿Qué buscas? -preguntó a bocajarro.

El otro, que se había quedado quieto, movióse un poco hacia la luz. Lo hizo deliberadamente, cual si quisiera que lo viésemos mejor, disipando recelos por nuestra parte.

– No lo sé -dijo.

Tan desconcertante respuesta la dio en un castellano tan bueno como el del capitán, Copons o el mío.

– Pues te la estás jugando, al seguirnos de ese modo.

– Uar. No creo.

Lo había dicho muy seguro de sí, impávido, mirando sin pestañear al capitán. Este se pasó dos dedos por el mostacho.

– ¿Y eso?

– Te salvé la vida.

Miré de soslayo a mi antiguo amo, por si el tuteo lo irritaba. Lo sabía capaz de matar por un tú o por un voseo en vez de un vuestra merced. Sin embargo, para mi sorpresa, vi que sostenía la mirada del mogataz y que no parecía enfadado. Echó mano a la bolsa, y en ese momento el otro dio un paso atrás, como si acabara de encajar un insulto.

– ¿Eso es lo que vale tu vida?… ¿Zienaashin?… ¿Dinero?

Era un moro educado, sin duda. Alguien con una historia detrás, y no un alarbe cualquiera. Ahora podíamos verle bien la cara, iluminada a medias por la luz de la hornacina que hacía relucir los aros de plata de sus orejas: piel no demasiado oscura, reflejos bermejos en la barba y aquellas pestañas largas, casi femeninas. En su mejilla izquierda se apreciaba la cruz tatuada, con pequeños rombos en las puntas. Llevaba una pulsera, también de plata, en la muñeca de una mano abierta y vuelta hacia arriba, como para mostrar que nada guardaba en ella, y que la mantenía lejos de la filosa que cargaba al cinto.

– Entonces sigue tu camino, que nosotros seguiremos el nuestro.

Volvimos la espalda, yendo calle abajo hasta doblar la esquina. Allí torné el rostro, para comprobar que el otro nos seguía. Le di un tironcillo del coleto al capitán Alatriste, y miró atrás. Copons había echado mano para sacar la daga, pero el capitán le sujetó el brazo. Luego fue despacio hasta el mogataz, como pensando lo que iba a decir.

– Oye, moro…

– Me llamo Aixa Ben Gurriat.

– Sé cómo te llamas. Me lo dijiste en Uad Berruch.

Permanecieron inmóviles, estudiándose en la penumbra, con Copons y yo observándolos un poco más atrás. Las manos del mogataz seguían ostensiblemente lejos de su gumía. Yo, una mano en el pomo de mi toledana, estaba atento para, al menor ademán sospechoso, clavarlo en la pared. Pero el capitán no parecía compartir mi inquietud. Al cabo se colgó los pulgares en la pretina de las armas, miró a un lado y luego a otro, se volvió un momento a Copons y a mí, y al cabo se apoyó en la pared, junto al moro.

– ¿Por qué entraste en aquella tienda? -preguntó al fin.

El otro tardó en responder.

– Oí el tiro. Te había visto luchar antes, y me pareciste buen imyahad… Buen guerrero… Por mi cara que sí.

– No suelo meterme en asuntos ajenos.

– Yo tampoco. Pero entré y vi que defendías a una mujer mora.

– Mora o no, da lo mismo. Aquellos dos eran poco sufridos, y se apitonaron con muchos fueros e insolencia… Lo de menos era la mujer.

El otro chasqueó la lengua.

– Tidt. Verdad… Pero podías haber mirado hacia otro sitio, o añadirte a la fiesta.

– Y tú también. Matar a un español era naipe fijo para que una soga te adornara el pescuezo, de haberse sabido.

– Pero no se supo… Suerte.

Los dos estuvieron callados un rato, sin dejar de mirarse, cual si calcularan en silencio quién había contraído mayor deuda: si el mogataz con el capitán por defender a una mujer de su raza, o el capitán con él por salvarle la vida. Mientras tanto, Copons y yo cambiábamos ojeadas de soslayo, atónitos por la situación y el diálogo.

– Saad -murmuró el capitán, en algarabía común.

Lo hizo pensativo, como si repitiese la última palabra pronunciada por el mogataz. Este sonrió un poco, asintiendo.

– En mi lengua se dice elkhadar -apuntó-. Suerte y destino son la misma cosa.

– ¿De dónde eres?

El otro hizo un ademán vago con la mano, señalando hacia ninguna parte.

– De por ahí… De las montañas.

– ¿Lejos?

– Uah. Muy lejos y muy arriba.

– ¿Hay algo que pueda hacer por ti? -preguntó el capitán.

El otro encogió los hombros. Parecía reflexionar.

– Soy azuago -dijo al fin, como si eso lo explicara todo-. De la tribu de los Beni Barraní.

– Pues hablas buen castellano.

– Mi madre nació zarumia: cristiana. Era española de Cádiz… La cautivaron de niña y la vendieron en la playa de Arzeo, una ciudad abandonada junto al mar que está siete leguas a levante, camino de Mostagán… Allí la compró mi abuelo para mi padre.

– Es curiosa esa cruz que llevas tatuada en la cara. Curiosa en un moro.

– Es una antigua historia… Los azuagos descendemos de cristianos, del tiempo en que los godos aún estaban aquí; y lo tenemos a isbah… A honra… Por eso mi abuelo buscó una española para mi padre.

– ¿Y por eso luchas con nosotros contra otros moros?

El mogataz encogió los hombros, estoico.

– Elkhadar. Suerte.

Dicho aquello se quedó callado un instante y se acarició la barba. Luego creí advertir que sonreía de nuevo, el aire ausente.

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