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– Beni Barraní significa hijo de extranjero, ¿entiendes?… Una tribu de hombres que no tienen patria.

Y fue de ese modo, en Orán, después de la cabalgada de Uad Berruch del año veintisiete, como el capitán Alatriste y yo conocimos al mercenario Aixa Ben Gurriat, conocido entre los españoles de Orán como moro Gurriato: notable individuo cuyo nombre no es la última vez que menciono a vuestras mercedes. Pues, aunque ninguno de nosotros podía imaginarlo, esa noche comenzaba una larga relación de siete años: los transcurridos entre aquella jornada oranesa y un sangriento día de septiembre del año treinta y cuatro, cuando el moro Gurriato, el capitán y yo mismo, junto a otros muchos camaradas, peleamos hombro con hombro en la colina maldita de Nordlingen. Allí, tras compartir muchos viajes, peligros y aventuras, y mientras el tercio de Idiáquez, impasible como una peña, aguantaba quince cargas de los suecos en seis horas sin ceder un palmo de tierra, el veterano mogataz moriría ante nuestros ojos, al cabo, como buen infante español. Defendiendo una religión y una patria que no eran las suyas, en el supuesto de que alguna vez hubiese tenido una u otra. Caído al fin, como tantos, por una España ingrata y cicatera que nunca le dio nada a cambio, pero a la que, por extrañas razones que a él concernían, Aixa Ben Gurriat, de la tribu de los azuagos Beni Barraní, había resuelto servir con lealtad inquebrantable de lobo asesino y fiel, hasta la muerte. Y lo hizo del modo más singular del mundo: eligiendo al capitán Alatriste por compañero.

Dos días más tarde, cuando la Mulata dejó atrás la costa de Berbería y arrumbó a tramontana cuarta al maestre, en la derrota de Cartagena, Diego Alatriste tuvo tiempo de sobra para observar al moro Gurriato, porque éste remaba en el quinto banco de la banda derecha, junto al bogavante. Iba sin cadenas, a título de lo que en galera se llamaba buena boya, palabra tomada del italiano buonavoglia: chusma voluntaria, escoria de los puertos o gente desesperada y fugitiva que entraba a servir al remo por una paga -en las galeras turcas se les decía morlacos, o chacales-, acogiéndose a galera como otros en tierra firme lo hacían a iglesia. Ésa había sido la forma de que embarcase el mogataz, resuelto como estaba a acompañar a Diego Alatriste y probar fortuna donde éste recalase. Arreglado el problema de la licencia de Sebastián Copons -el sargento mayor Biscarrués se había dado por satisfecho con quinientos ducados limpios, más las pagas atrasadas de aquél-, aún sonaban algunos escudos en la bolsa de Alatriste; de modo que no habría sido difícil, en caso necesario, ensebar manos para facilitar las cosas. Pero no hizo falta. El mogataz tenía recursos propios sobre cuyo origen no dio explicaciones, y tras desatar un pañuelo que llevaba enrollado en la cintura, bajo la faja, liberó unas cuantas monedas de plata que, pese a haber sido acuñadas en Argel, Fez y Tremecén, convencieron al cómitre y al alguacil de la galera de acogerlo a bordo con las bendiciones oportunas al caso; para lo que fue mano de santo una fe de bautismo salida de no se sabía dónde, a la que nadie puso objeciones pese a ser más falsa que beso de Judas. Eso bastó para anotar su nombre -Gurriato de Orán, pusieron- en el libro del cómitre, con sueldo de once reales al mes. Y así quedó establecido que a partir de entonces el mogataz, aunque cristiano nuevo y hombre de remo, era buen católico y fiel voluntario del rey de España; extremos que el interesado procuró no desmentir: precavido y sutil, había adecuado su apariencia a la nueva situación, rapándose el mechón guerrero hasta quedar su cabeza monda como la de cualquier galeote, y sustituyendo turbante, sandalias, aljuba y zaragüelles morunos por calzones, camisa, bonete y almilla colorada; de modo que no conservaba de su vieja indumentaria más que la gumía, metida como siempre en la faja, y el albornoz de rayas grises, en el que dormía envuelto o se abrigaba con mal tiempo cuando, como ahora, el viento próspero lo dejaba libre del remo. En cuanto al tatuaje en la cara y los aros de plata de las orejas, el mogataz no era el único en lucir aquella clase de marcas.

– Vaya moro extraño -comentó Sebastián Copons.

Estaba sentado a la sombra de la vela del trinquete, jubiloso por dejar atrás Orán. El árbol que sostenía la entena y la enorme lona henchida por el levante crujía a su espalda con el soplo del viento y el movimiento del mar.

– No más que tú y yo -respondió Alatriste.

Llevaba todo el día observando al mogataz, queriendo tomarle las hechuras. Visto desde allí, apenas se diferenciaba del resto de la chusma: forzados, esclavos, gentuza que remaba obligada y con calceta de hierro en un pie o manilla en la muñeca. Pocos eran los buenas boyas que batían lenguados por necesidad o gusto: apenas media docena entre los doscientos remeros de la Mulata. A ésos había que añadir los voluntarios forzosos; explicándose esta contradicción por el españolísimo hecho de que, debido a la escasez de brazos en las galeras del rey, y cual sucedía con los soldados de los presidios de Berbería, a algunos galeotes que habían cumplido condena no se les dejaba marchar, manteniéndolos a partir de entonces con la paga de un remero libre. En principio eso era sólo hasta que llegasen otros a ocupar sus puestos; pero como rara vez ocurría pronto, se daba el caso de antiguos forzados que, cumplidas condenas de dos, cinco y hasta ocho o diez años de galera -las de diez las aguantaban pocos, pues eran el acabóse-, seguían allí sin remedio, algunos meses o años más.

– Fíjate -dijo Copons-. Ni se inmuta cuando hacen la zalá… Como si de verdad no fuera de ellos.

En ese momento, con el viento favorable, los remos frenillados y sin necesidad de bogar, forzados y buenas boyas estaban ociosos. La chusma se tumbaba sobre los bancos, hacía sus necesidades en la banda o en las letrinas de proa, se despiojaba entre sí, remendaba su ropa o hacía trabajos para marineros y soldados. A los esclavos de confianza, desherrados, se les permitía ir y venir por la galera, lavando ropa con agua del mar o ayudando al cocinero a preparar las habas cocidas del rancho, que humeaba en el fogón situado a babor de la crujía, entre el árbol maestro y el estanterol. Dos docenas de galeotes -casi la mitad del centenar de turcos y moros que iba al remo- aprovechaban para hacer una de sus cinco oraciones diarias de cara a levante, arrodillados, levantándose e inclinándose en sus bancos. Lá, ilahla, ua Muhamad rasul Alá, decían a coro: no hay otro dios que Dios, y Mahoma es su profeta. Desde corredores, ballesteras y crujía, soldados y marineros los dejaban hacer sin estorbárselo. Tampoco los forzados muslimes tomaban a mal, cuando una vela aparecía en el horizonte, o rolaba el viento y se daba orden de calar palamenta, que los anguilazos del cómitre interrumpieran la oración para devolverlos al remo hasta acompasar tintineo de cadenas. En galera, todos conocían las normas del oficio.

– No es de ellos -opinó Alatriste-. Creo que de verdad no es de ninguna parte, como dice.

– ¿Y ese cuento de que en su tribu eran antes cristianos?

– Puede ser. Ya has visto la cruz de su cara. Y anoche contó algo sobre una campana de bronce que escondían en una cueva… Los moros no tienen campanas. Y es verdad que en tiempo de los godos, cuando llegaron los sarracenos, hubo gente que no renegó y se refugió en las montañas… Puede que con tantos siglos se perdiese la religión, pero quedaran cosas como ésa. Tradiciones, recuerdos… Ya le has visto la barba pelirroja.

– Podría ser su madre cristiana.

– Podría… Pero míralo. Está claro que no se siente moro.

– Ni cristiano, ridiela.

– No me jodas, Sebastián. ¿Cuántas veces has ido tú a misa en los últimos veinte años?

– Cuantas no he podido evitarlo -admitió el aragonés.

– ¿Y cuántos preceptos de la Iglesia has quebrantado desde que eres soldado?

Contó el otro con los dedos, muy serio.

– Todos -concluyó, sombrío.

– ¿Y eso te estorba ser buen soldado de tu rey?

– Vive Dios.

– Pues eso.

Diego Alatriste siguió observando al moro Gurriato, que contemplaba el mar sentado en la postiza de su banda, los pies colgando sobre el agua. Era la primera vez que el mogataz embarcaba, según dijo; mas pese a la marejada que por el poco viento los zarandeó apenas dejaron atrás la cruz de Mazalquivir, no le había revesado el estómago, como otros. El truco, al parecer, era una receta comprada a un moro bagarino: ponerse un papel de azafrán sobre el corazón.

– De todas formas es hombre sufrido -dijo Alatriste-. Se adapta bien.

Copons emitió un gruñido.

– Y que lo digas. Yo mismo, hace un rato, eché el hámago -sonrió, torcido-… Ni eso quiero llevarme de Orán.

Asintió Alatriste. En otro tiempo, a él mismo le había costado hacerse a la dura vida de galera: la falta de espacio e intimidad, el pan de bizcocho con gusanos, ratonado, duro y mal remojado, el agua cenagosa y desabrida, la grita de los marineros y el olor de la chusma, la comezón de la ropa lavada con agua salada, el sueño inquieto sobre una tabla y con una rodela por almohada, siempre a cuerpo gentil bajo el sol, el calor, la lluvia y el relente de las frías noches en el mar, que con la cabeza al sereno dejaban congestión o sordera. Sin contar las bascas del estómago con mal tiempo, la furia de los temporales y los peligros de la guerra, combatiendo sobre frágiles tablas que se movían bajo los pies amenazando arrojarte al mar a cada instante. Y todo eso, en compañía de galeotes que eran la peor cofradía posible: esclavos, herejes sentenciados, falsarios, azotados, testimonieros, renegados, fulleros, perjuros, rufianes, salteadores, acuchilladizos, adúlteros, blasfemos, asesinos y ladrones, que nunca dejaban pasar de largo unos dados o una grasienta baraja. Sin que los marineros o soldados fuesen mejores, pues cada vez que bajaban a tierra -en Orán habían tenido que ahorcar a uno para dar escarmiento-, no había gallinero que no asolaran, huerta que no yermaran, vino que no traspusieran, comida y ropa que no alzasen, mujer que no gozaran, ni villano al que no vejaran o acuchillasen. Que la galera, rezaba el antiguo refrán, déla Dios a quien la quiera.

– ¿De verdad crees que valdrá para soldado?

Copons seguía mirando al moro Gurriato, y Alatriste también. Éste hizo un ademán indiferente.

– El sabrá. De momento conoce mundo, como quería.

El aragonés señaló despectivo la cámara de boga y luego se tocó la nariz con gesto elocuente. De no ser por el viento que hinchaba las velas, el hedor de la gente hacinada entre remos, rollos de cabo y fardos, unido al que subía de la sentina, habría sido pesado de respirar.

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