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– Exageras con lo de conocer mundo, Diego.

– Todo se andará.

Copons se recostaba de codos en la tablazón, aún suspicaz.

– ¿Por qué lo hemos traído? -preguntó al fin.

Alatriste encogió los hombros.

– Nadie lo trae. Es libre de ir donde le place.

– ¿Y no es extraño que nos haya elegido de camaradas, así por las buenas?

– No han sido tan buenas… Y piensa un poco, pardiez. Son los camaradas quienes te eligen a ti.

Se quedó mirando al mogataz un rato más, y al cabo torció el gesto.

– De todas formas -añadió pensativo- es prematuro llamarlo así.

Copons se quedó reflexionando sobre eso. Al cabo gruñó de nuevo, y no volvió a abrir la boca durante un buen rato.

– ¿Sabes lo que pienso, Sebastián? -inquirió Alatriste.

– No, cagüentodo. Nunca sé qué diablos piensas.

– Que algo en ti ha cambiado… Hablas más que antes.

– ¿De verdad?

– Como te digo.

– Será Orán. Demasiado tiempo allí.

– Puede ser.

El aragonés arrugó el entrecejo. Luego se quitó el pañuelo que llevaba en torno a la cabeza, enjugándose el sudor del cuello y la cara.

– ¿Y eso es bueno, o malo? -preguntó tras un instante.

– No lo sé. Pero es distinto.

Miraba Copons su pañuelo como si allí estuviese la explicación de algo complicado.

– Me hago viejo, supongo -murmuró al fin-. Son los años, Diego. Ya viste a Fermín Malacalza, ¿no?… Recuerda cómo era él, antes.

– Claro. Demasiadas cosas en la mochila, imagino… Será eso.

– Será.

Yo estaba al otro extremo de la nave, cerca del estanterol, observando al piloto tomar la altura con la ballestilla y componérselas con la aguja. A mis diecisiete años era mozo despierto y curioso, interesándome la ciencia de todo el que tuviera conocimientos de algo. Así ocurrió durante la mayor parte de mi vida, y a esa curiosidad debo haber aprovechado luego algunos golpes de fortuna. Además del arte de marear, del que mientras anduve embarcado adquirí rudimentos útiles, en aquel cerrado mundo tuve ocasión de conocer no pocas cosas: desde el modo en que el barbero trataba las heridas -en el mar, debido al aire húmedo y la sal, no curaban lo mismo que en tierra- hasta el estudio, párvulo en Madrid, bachiller en Flandes y licenciado en las galeras del rey, de la peligrosa variedad con la que Dios o el diablo adornan el género humano. Gente que bien podría decir, como el forzado de aquella jácara de don Francisco de Quevedo:

Letrado de las sardinas
no atiendo sino a bogar,
graduado por la cárcel,
maldita universidad.

Contemplé de lejos, entre galeotes, marineros y soldados, al moro Gurriato sentado impasible en la postiza, mirando el mar, y al capitán Alatriste y Copons, que parlaban bajo la vela del trinquete al final de la crujía. Debo decir que yo aún estaba impresionado por la visita a Fermín Malacalza. No era, por supuesto, el primer veterano que conocía; pero haberlo visto en la miseria de Orán, pobre e inválido después de una vida de servicio, con familia y sin esperanza de que la suerte cambiase, ni otro futuro que pudrirse como carne al sol o verse cautivo con su familia si los moros tomaban la plaza, me hacía pensar más de lo debido. Y pensar, según el oficio de cada cual, no siempre es cómodo. Metidos en versos, diré que durante un tiempo, siendo más mozo, yo había recitado a menudo unas octavas soldadescas de Juan Bautista de Vivar que me holgaban sobremanera:

A saber emplear
la amada vida enseña,
por su Dios y por su tierra,
la vida militar
enriquecida de sangre,
fuego, de armas y de guerra.

… Y algunas veces, diciéndolas enardecido ante el capitán Alatriste, sorprendí una mueca irónica bajo el mostacho de mi antiguo amo; aunque éste se abstuvo siempre de comentarios, pues opinaba que nadie escarmienta con palabras. Consideren vuestras mercedes que cuando estuve en Oudkerk y Breda yo era todavía un rapazuelo liviano y novelero; y lo que para otros suponía tragedia y crudelísima vida, para mí, sufrido como tantos españoles en soportar penurias desde la cuna, era fascinante peripecia que mucho tenía de juego y de aventura. Pero a los diecisiete años, más cuajado el carácter, vivo de espíritu y con razonable instrucción, ciertas preguntas inquietantes se me deslizaban dentro igual que una buena daga por las rendijas de un coselete. La mueca irónica del capitán empezaba a tener sentido, y la prueba es que tras la visita al veterano Malacalza nunca volví a recitar esos versos. Tenía edad y luces suficientes para reconocer en aquel despojo la sombra de mi padre, y también la del capitán Alatriste, la de Sebastián Copons o la mía, tarde o temprano. Nada de eso cambió mis intenciones: seguía queriendo ser soldado. Pero lo cierto es que, después de Orán, consideré si no sería acertado plantearme la milicia más como un medio que como un fin; como una forma eficaz de afrontar, sostenido por el rigor de una disciplina -de una regla-, un mundo hostil que aún no conocía del todo, pero ante el que, intuía, iba a necesitar lo que el ejercicio de las armas, o su resultado, ponían a mi alcance. Y por la sangre de Cristo que tuve razón. Todo eso fue útil después, a la hora de afrontar los tiempos duros que vinieron, tanto para la infeliz España como para mí mismo, en afectos, ausencias, pérdidas y dolores. Y todavía hoy, a este lado de la frontera del tiempo y de la vida, cuando fui algunas cosas y dejé de ser muchas más, me enorgullezco de resumir mi existencia, como las de algunos hombres valientes y leales que conocí, en la palabra soldado. Pues no en vano, pese a que con los años llegué a mandar una compañía, e hice fortuna, y fui honrado como teniente y luego capitán de la guardia del rey nuestro señor -que no es mala carrera, cuerpo de Dios, para un vascongado huérfano y de Oñate-, firmé siempre cuanto papel particular salió de mis manos con las palabras alférez Balboa: el humilde grado que ostentaba el diecinueve de mayo de mil seiscientos cuarenta y tres, cuando, junto al capitán Alatriste y los restos del último cuadro de infantería española, sostuve nuestra vieja y rota bandera en la llanura de Rocroi.

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