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– Estoy seguro -dijo el general, cogiendo la jarra- de que podré conseguir condiciones satisfactorias.

Las dos últimas palabras motivaron otra ojeada significativa entre Alatriste y Machín de Gorostiola. No había sorpresa ni desprecio por el comentario de Pimentel; aquélla era mirada ecuánime, de veteranos. Todos sabían a qué condiciones se estaba refiriendo el general: un rescate razonable para él, que se vería bien tratado en Constantinopla hasta que llegase el dinero de España. Y quizá también rescataran a algún oficial. El resto, soldados, marineros, quedaría al remo y cautivo para toda la vida, mientras Pimentel volvía a Nápoles o a la Corte, admirado de damas y felicitado por caballeros, a contar los pormenores de su homérico combate. Más cuenta habría tenido, pensó Alatriste, rendirse el día anterior, antes de empezar la sarracina. Los muertos seguirían allí, y los heridos y mutilados no estarían hacinados en las galeras, aullando de dolor.

Machín de Gorostiola interrumpió sus reflexiones:

– Vuestra merced, señor Alatriste, conviene saber qué opinas queremos. Oficial único de Mulata, o así.

– No soy oficial.

– Como sea lo que pues. No joder y no jodamos.

Alatriste miró los papeles y la ropa pisoteados bajo sus alpargatas rotas, manchadas de sangre seca. Una cosa era su opinión, y otra que se la pidieran. Y darla.

– Lo que opino… -murmuró.

En realidad, pensó, lo había sabido siempre, desde que entró en la cámara y vio aquellas caras. Todos menos el general lo sabían también.

– No -dijo.

– ¿Perdón? -inquirió Pimentel.

Alatriste no lo miraba a él, sino a Machín de Gorostiola. Aquello no era asunto de Pimenteles, sino de soldados.

– Digo que la gente de la Mulata no acepta rendirse.

Hubo un silencio largo. Sólo se oía tras los mamparos gemir a los heridos, amontonados en las entrañas de la galera.

– Habrá que preguntárselo -dijo Pimentel, al fin.

Movió Alatriste la cabeza, con mucha sangre fría. Más helados todavía, sus ojos claros se clavaron en los del general.

– Acaba de hacerlo vuestra excelencia.

Una sonrisa disimulada asomó al rostro barbudo de Machín de Gorostiola, mientras el general hacía un mohín de disgusto.

– ¿Y eso? -preguntó con sequedad.

Alatriste seguía mirándolo impasible.

– Otros días fueron de matar… Quizá hoy sea día de morir.

Por el rabillo del ojo vio que el cómitre y el caporal asentían, aprobadores. Machín de Gorostiola se había vuelto hacia don Agustín Pimentel. El vizcaíno parecía satisfecho; aliviado de un peso incómodo.

– Vuecelencia puede todos ver, de acuerdo estamos. Vizcaíno por mar, hidalgo por el diablo.

Pimentel se llevaba la jarra de vino a los labios con la mano sana, que al llegar a la boca temblaba un poco. Por fin, el aire entre furioso y resignado, dejó la jarra en la mesa con cara de haber tragado vinagre. Ningún general, por bien mirado que estuviese en la Corte, podía rendirse sin acuerdo de sus oficiales. Eso costaba la reputación. Y a veces, la cabeza.

– Tenemos muerta a la mitad de la gente -dijo.

– Entonces -respondió Alatriste- venguémosla con la otra mitad.

El asalto que nos dieron por la tarde fue el finibusterre. Una de las galeras turcas se había anegado por completo, pero vinieron las otras seis juntas, remando contra la brisa de poniente, su capitana la primera, buscando dar abordaje todas a un tiempo; lo que suponía meternos dentro, de golpe, seis o setecientos hombres -más de un tercio, jenízaros-, contra poco más del centenar de españoles que aún podíamos valernos. Y de ese modo, tras asestarnos de camino su artillería, nos entraron a fondo, crujiendo la palamenta rota en el choque, buscando abrirnos brecha con sus espolones en las bandas, para hundirnos si podían. A unas galeras pudimos rechazarlas a estocadas y mosquetazos, pero otras nos arrojaron rezones y se trabaron. Y era tal su empuje que, mientras en la Caridad Negra los vizcaínos peleaban tan mezclados con los turcos que era imposible dar un mosquetazo en seguridad de acertar a unos y no a otros, en la nuestra nos ganaron la arrumbada zurda, el árbol trinquete y llegaron hasta el pie del árbol maestro y el bastión del esquife, haciéndose con media nave. Pero, no sé cómo, pudimos aguantar firmes y luego apretarles el negocio, pues tuvimos la suerte de que, dirigiendo a los turcos en el asalto, fuese un jenízaro grande como un filisteo que daba gritos y mandobles feroces -luego supimos que era capitán famoso de esa tropa, muy estimado del Gran Turco, por nombre Uluch Cimarra-; y ocurrió que, habiendo llegado el perrazo hasta el bastión del esquife, donde nuestra gente empezaba a recular y desampararlo, el grupo de galeotes desherrados compuesto por el gitano Ronquillo y su jábega, armados con chuzos, medias picas, alfanjes y espadas que tomaban de los que caían por todas partes, le fueron encima con tan bravo talante que, al primer choque, el tal Ronquillo le clavó un chuzo en un ojo al jenízaro gigantesco; y éste, dando gran alarido, echóse manos a la cara y cayó a la tablazón, donde los consortes del galeote, ya en corto y sacando de no sé dónde cuchillos jiferos de cachas amarillas, lo hicieron rodajas en menos que un Jesús, cebados en él como jauría en jabalí. Eso detuvo a los turcos, muy asombrados de que a su paladín se las dieran de aquella manera. Y aún estaban en eso, dudando, alfanjes en alto, cuando el capitán Alatriste decidió aprovechar la coyuntura, voceó a degüello reuniendo con empujones a cuantos estábamos por allí, y por el bastión del esquife nos echamos adelante una veintena de hombres, seguros de que o tajábamos recio, o nos acababan. Y como daba lo mismo matar, morir o que se cayera la torre de Valladolid, dimos la carga hombro a hombro el capitán Alatriste, Sebastián Copons, el moro Gurriato y yo, con la chusma de Ronquillo y otros que al vernos juntos y en orden se unieron. Y pues no hay nada que más consuele en el desastre que un grupo que conserva la disciplina, no se desbarata y acomete, al vernos así, cuantos andaban desperdigados o peleaban solos se nos acogieron como quien corre a meterse en el último cuadro de infantería. De ese modo, engrosando a medida que avanzábamos por la galera y los turcos empezaban a excusar la sangría hasta volvernos las espaldas, pisoteando a los galeotes que entre los bancos destrozados estaban casi todos muertos o rotos de heridas y sufrimiento, llegamos al espolón mismo de la galera turquesca, abrasando a cuchilladas a los enemigos. Y como muchos se arrojaban al mar, algunos nos aventuramos por el espolón y las serviolas hasta la galera misma, que pisamos dándole abordaje con el denuedo que es de imaginar, pues al grito de «¡Santiago, aborda, aborda!» -yo gritaba «¡Angélica, Angélica!»-, los cuatro gatos que éramos tomamos la arrumbada turca como quien entra por viña vendimiada; y cuando nos vieron aparecer negros de pólvora y rojos de sangre, tan desesperados y feroces como Satanás, los turcos empezaron a tirarse en mayor número al agua y a correr hacia popa para abroquelarse en la carroza. Con lo que les ganamos el trinquete sin esfuerzo, y aun el árbol maestro si nos atreviéramos.

El capitán Alatriste se había quedado en la banda de nuestra galera, alentando a la gente para revolverla contra las otras naves que nos cercaban, pero yo entré a caiga quien cayere en la turca que abordábamos, con los más osados de los nuestros; y habiéndomelas con un tropel de turcos tuve la negra suerte de que uno, en tremendo mandoble, me quebrase la espada. Con el pedazo que me quedaba éntrele al más cercano y le di una bellaca herida en el pescuezo. Otro me golpeó con su cimitarra -por fortuna se le volvió la hoja, dándome de plano- pero el segundo tajo ya no me lo pudo tirar, porque el moro Gurriato le abrió de un hachazo la cabeza en dos, desde el turbante hasta la misma gola. Quísome agarrar de las piernas otro que estaba en el suelo, caí encima y me apuñaló con una daga, de modo que me matara si las fuerzas no le estuviesen faltando; pues tres veces alzó el brazo para darme y ninguna pudo. De manera que cuando yo empecé a acuchillarle la cara con mi hoja rota, se desasió al fin, y saltando la borda se tiró al mar.

Era mucha presa, toda una galera para nosotros; y menos matan las adversidades que la demasiada osadía que ponemos en ellas. Así que agarramos por la ropa a dos heridos nuestros, y arrastrándolos retrocedimos, cautos, mientras nos tiraban desde la carroza saetas y mosquetazos. Sucedió entonces que, aprovechando las alcancías de fuego, pólvora y mechas encendidas que había en la corulla de la galera turca, alguno tuvo idea de pegarle fuego -lo que fue imprudencia, pues estaba trabada con la nuestra, y podía haber sido gran daño para todos-. En ese punto fueron de mucha lástima las voces que daban los galeotes cristianos encadenados a los bancos, muchos de ellos españoles, que con nuestra irrupción habían creído segura su libertad; y ahora, al vernos incendiar, gritaban con muchos ruegos y desesperación que no los dejáramos allí, que los desherrásemos y no diéramos lumbre porque se quemarían todos. Pero no podíamos entretenernos ni hacer nada por aquellos infelices, y con harto sentimiento hicimos oídos sordos a sus súplicas. De modo que, cuando las llamas empezaron a crecer, volvimos a la Mulata, cortamos a espadazos y golpes de hacha los cabos de abordaje que nos unían a la nave turquesca y la apartamos como pudimos, aprovechando la brisa favorable, empujándola con picas y trozos de remo; de modo que se alejó poco a poco, echando humo negro y con llamas cada vez más altas que devoraban su árbol de trinquete, mientras hasta nosotros llegaban, dándonos mucha congoja, los gritos de los galeotes que allí se asaban vivos.

A media tarde, la Caridad Negra, abierta por un costado y anegándose despacio, encajó un asalto turco tan horroroso que los supervivientes, perdida la proa y casi toda la cámara de boga, tuvieron que acastillarse en la carroza, pese a que nosotros los socorríamos por la banda que teníamos pegada a la suya. Al general Pimentel lo habían herido otra vez, a saetazos, y nos lo trajeron hecho un San Sebastián a la Mulata, para protegerlo mejor. Después fue el capitán Machín de Gorostiola quien cayó herido de un mosquetazo que le llevó una mano, donde le colgaba el destrozo; y aunque se lo quiso arrancar para seguir bregando, le fallaron las fuerzas y dobló las rodillas, de manera que en el suelo fue rematado por los turcos antes de que los suyos pudieran valerle. Eso, que a otros habría desalentado, en la gente vizcaína obró el efecto contrario, pues a todos se les desgarró el rancho y alborotaban mucho queriendo vengarlo, como suelen; y a los gritos de «¡Mendekua! ¡Cierra España! ¡Ekin!¿Ekin!», animándose en lengua vascuence y blasfemando en buena parla castellana, hasta el último de los que se tenían en pie acometió con una saña que no está en los mapas. Y de ese modo no sólo barrieron su cubierta sino que llegaron a pisar la enemiga; y fuera por los destrozos o porque ya había sufrido varios cañonazos en aguas vivas, la turca empezó a dar de banda, aferrada a la Caridad Negra, que seguía anegándose. De manera que los vizcaínos volvieron a ésta, y viendo que al final también se iría a pique sin remedio, empezaron a pasarse a la nuestra saltando la borda, trayéndose a cuantos heridos podían, sin olvidar la bandera. A poco tuvimos que cortar palamaras y calabrotes, dejando que la nave se hundiera; como hizo, en efecto, junto a la turca, que acabó por dar la vuelta quilla al sol antes de ir al fondo. Y fue de mucho momento ver el mar lleno de restos y turcos debatiéndose, con los galeotes dando alaridos, ahogándose mientras procuraban inútilmente arrancar sus cadenas. Interrumpimos el combate con tan lastimoso espectáculo, pues los turcos se dedicaban a recoger a sus náufragos. Al cabo, las cinco galeras turcas supervivientes se retiraron a tiro de moyana, como solían, todas maltrechas y con la sangre corriéndoles entre bacalares y remos, muchos de los cuales iban rotos o no bogaban por tener muerta a la gente de esos bancos.

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