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CAPÍTULO V

Cuando entré en casa de Dexter comprendí el porqué de la rigurosa etiqueta: nuestro grupo estaba sumergido en una mayoría de gente «bien». Reconocí a algunas personas en seguida: el doctor, el pastor, y a otros de la misma calaña. Vino a recoger mi sombrero un criado negro, y luego vi a dos más. Dexter me cogió del brazo y me presentó a sus padres. Entonces caí en la cuenta de que era su cumpleaños. Su madre se parecía a él: una mujer bajita, delgada y morena, de ojos feos; su padre era uno de esos hombres a los que dan ganas de asfixiar lentamente con la almohada, por la forma que tienen de ignorarle a uno. B. J., Judy, Jicky y las demás estaban muy elegantes en sus vestidos de noche. Yo no podía dejar de pensar en sus sexos al ver los remilgos que hacían para tomarse un cocktail o salir a bailar con uno de esos tipos con gafas y aspecto serio. De vez en cuando nos guiñábamos el ojo para no perder el contacto. Aquello era desolador.

Había bebida en cantidad. Hay que reconocer que Dexter sabia cómo recibir a los amigos. Me presenté yo mismo a una o dos chicas para bailar unas cuantas rumbas y bebí, no habla otra cosa que hacer. Un buen blues con Judy me puso el corazón a tono: Judy era de entre las chicas la que me tiraba con menos frecuencia. Normalmente, parecía evitarme, y yo no la deseaba más que a otras, pero aquella noche creí que no saldría vivo de entre sus muslos: ¡qué calentura, Dios mío! Quiso llevárseme al dormitorio de Dexter, pero temí que no estuviéramos lo bastante tranquilos y la acompañé a beber, en compensación, y entonces fue como si me pegaran un puñetazo entre los ojos, cuando vi al grupo que acababa de entrar.

Eran tres mujeres -dos jóvenes, la otra de unos cuarenta años- y un hombre -pero de ése no vale la pena hablar-. Supe que por fin habla encontrado lo que buscaba. Sí, aquellas dos -y el chico se revolvería de placer en su tumba-. Le apreté el brazo a Judy, y ella debió de creer que la deseaba, porque se acercó a mí. Habría podido acostarme con todas a la vez, después de ver a aquel par de mujeres. Solté a Judy y le acaricié disimuladamente las nalgas, dejando caer el brazo.

– ¿Qué hay de esas dos muñecas, Judy?

– Te interesan, ¿eh?, miserable vendedor de catálogos…

– ¡Dime! ¿De dónde ha podido sacar Dexter esas preciosidades?

– Son de buena familia. Nada que ver con las bobby-soxers de barrio, date cuenta, Lee. ¡Y nada de baños con ellas…!

– ¡Qué lástima! A decir verdad, creo que hasta me quedaría con la vieja para conseguir a las otras dos.

– Cálmate, muchacho, no te excites. No son de aquí.

– ¿De dónde vienen?

– Prixville. A ciento sesenta kilómetros de aquí. Viejos amigos de papá Dexter.

– ¿Las dos?

– ¡Pues claro que sí! Estás atontado, esta noche, querido Joe Louis. Son las dos hermanas, la madre y el padre. Lou Asquith y Jean Asquith, Jean es la rubia. Es la mayor. Lou tiene cinco años menos que ella.

– ¿Es decir, dieciséis? -aventuré.

– Quince, Lee Anderson, ya veo que vas a abandonar la banda y a ponerte a trotar tras las niñitas de papá Asquith.

– Eres tonta, Judy. ¿No te tientan?

– Prefiero los hombres. Perdóname, pero esta noche me siento normal. Vamos a bailar, Lee.

– ¿Me las presentarás?

– Pídeselo a Dexter.

– O.K. -dije.

Bailé con ella los dos últimos compases del disco que estaba terminando y la planté allí. Dexter discutía la jugada al otro extremo del hall con una fulana cualquiera. Le interrumpí:

– Eh, Dexter…

– ¿Sí?

Se volvió hacia mí. Habla un viso de burla en su mirada, pero me importaba un carajo.

– Esas chicas… Asquith, me parece… Preséntamelas.

– Cómo no, amigo mio. Acompáñame.

De cerca estaban aun mejor de lo que me había parecido desde el bar. Eran sensacionales. Les dije no sé qué e invité a la morena, Lou, a bailar el slow que el pinchadiscos acababa de encontrar en el montón. ¡Dios mío! Daba gracias al cielo y al tipo que se había mandado hacer el smoking de mi talla. La ceñí a mi un poco más de lo que se acostumbra, pero de todos modos no me atrevía a pegarme a su cuerpo como nos pegábamos unos con otros, cuando nos apetecía, los de la banda. Se había perfumado con algo complicado, seguramente muy caro: diría que un perfume francés. Tenía el pelo negro recogido hacia un lado de la cabeza, y ojos amarillos de gato salvaje en una pálida cara triangular; y su cuerpo… Mejor no pensar en él. Su vestido se sostenía solo, no sé cómo, porque no habla nada de donde colgara, ni en la espalda ni alrededor del cuello, nada, sólo sus pechos, pero, todo hay que decirlo, unos pechos tan duros y agudos como aquéllos habrían podido aguantar el peso de dos docenas de vestidos como el que llevaba. La desplacé un poco hacia la derecha, y por la abertura de mi smoking sentía el pezón a través de mi camisa de seda, contra mi pecho. A las demás se les notaba el reborde de las bragas a través de la tela, a la altura de los muslos, pero ésta debía de arreglarse de otra forma, porque su línea, de los hombros a los tobillos, era tan regular como un chorro de leche. A pesar de todo, me animé a dirigirle la palabra. Lo hice tan pronto como recobré el aliento.

– ¿Cómo es que no se deja ver nunca por aquí?

– Sí que me dejo ver. La prueba es que estoy aquí.

Se echó un poco hacia atrás para mirarme. Era bastante más alto que ella.

– Quiero decir, por la ciudad…

– Me vería si viniera usted a Prixville.

– Entonces me parece que me voy a buscar una casa en Prixville.

Dudé un poco antes de soltarle esto. No quería precipitarme, pero con esta clase de chicas nunca se sabe. Hay que correr el riesgo. No pareció emocionarle. Sonrió un poco, pero su mirada se mantenía fría.

– Ni aun así podría tener la seguridad de verme…

– Me imagino que debe de haber no pocos aficionados…

Decididamente, me lancé a lo bestia. Ninguna persona de mirada fría se viste de esa forma.

– ¡Oh! -exclamó-. No hay mucha gente interesante, en Prixville.

– Menos mal -dije yo- Así que tengo posibilidades…

– No sé si es usted interesante.

Chúpate ésa. La verdad es que me lo había buscado. Pero no iba a ceder tan fácilmente.

– ¿Qué es lo que le interesa?

– Usted no está mal. Pero una puede equivocarse. Y además, no le conozco.

– Soy amigo de Dexter, de Dick Page y demás.

– A Dick le conozco. Pero Dexter es un tipo curioso…

– Tiene demasiado dinero para ser curioso de verdad -repliqué.

– Entonces mi familia no le gustaría a usted nada. Sabe, nosotros también tenemos algún dinero…

– Se huele… -dije, acercando la cara a sus cabellos.

Sonrió otra vez.

– ¿Le gusta mi perfume?

– Me encanta.

– Qué raro. Habría jurado que usted prefería el olor de los caballos, de la grasa de armas y del linimento.

– No me encasille tan aprisa… -me defendí-. No es culpa mía si estoy hecho así y no tengo cara de querubín.

– Los querubines me horrorizan. Pero me horrorizan aún más los hombres aficionados a los caballos.

– En mi vida me he acercado, ni poco ni mucho, a uno de esos volátiles -dije-. ¿Cuándo puedo volver a verla?

– ¡Oh! No me he marchado aún. Tiene usted toda la noche por delante.

– No es bastante.

– Depende de usted.

Y así me dejó, porque la pieza acababa de terminar. La miré deslizarse por entre las parejas, y se volvió para reírse de mí, pero no era una risa desalentadora. Tenía una silueta capaz de despertar a un miembro del Congreso.

Volví al bar, donde encontré a Dick y a Jicky, que estaban degustando un martini. Tenían aspecto de aburrirse en cantidad.

– Dick -le dije-, te ríes demasiado. Se te va a deformar el careto…

– ¿Todo bien, caballero de la larga melena? -preguntó Jicky-. ¿Qué has estado haciendo? ¿El shag con una negraza? ¿O cazabas pájaros de lujo?

– Pese a mi larga melena -repliqué-, no está nada mal el swing que me estoy empezando a marcar. Vámonos de una vez de aquí con unas cuantas personas simpáticas y os demostraré lo que sé hacer.

– Te refieres a personas simpáticas con ojos de gato y vestidos sin tirantes, ¿no?

– Jicky, querida -dije, acercándome a ella y cogiéndola por las muñecas-, no irás a reprocharme que me gusten las chicas bonitas…

La estreché contra mí, mirándola fijamente a los ojos. Se reía a mandíbula batiente.

– Te aburres, Lee. ¿Ya te has hartado de la banda? Después de todo, ya sabes que yo también soy un buen partido; mi padre gana por lo menos veinte mil al año…

– ¿Pero es que os divertís, aquí? Yo me aburro de mala manera. Cojamos unas cuantas botellas y vámonos a otra parte. Aquí se ahoga uno, con esos malditos perifollos azul marino…

– ¿Y te parece que a Dexter le va a gustar?

– Me imagino que Dexter tiene otras cosas que hacer, más importantes que ocuparse de nosotros.

– ¿Y tus bellezas? ¿Te crees que van a venir así como así?

– Dick las conoce… -afirmé, lanzándole una mirada de complicidad.

Dick, menos atontado que de costumbre, se dio una palmada en el muslo.

– Lee, eres un duro de verdad. Nunca pierdes el norte.

– Creía que era un simple melenudo.

– Será una peluca.

– Búscame a estas dos criaturas -le dije-, y tráemelas por aquí. O, mejor, intenta meterlas en mi coche, o en el tuyo, como prefieras…

– ¿Pero con qué pretexto?

– ¡Oh, Dick, seguro que tienes montones de recuerdos de la infancia que evocar con nuestras damiselas…!

Se marchó, desanimado, riéndose. Jicky nos escuchaba y se burlaba de mí. Le hice una señal y se acercó.

– Eh, tú, tendrías que buscar a Bill y a Judy y conseguir siete u ocho botellas -le dije.

– ¿Adónde vamos?

– ¿Adónde podemos ir?

– Mis padres no están en casa… -dijo Jicky-. Sólo mi hermano pequeño. Pero estará durmiendo. Vayamos a mi casa.

– Eres una joya, Jicky. Palabra de indio.

Bajó la voz.

– ¿Me lo harás?

– ¿El qué?

– ¿Me lo harás, Lee?

– ¡Oh! Claro que si -le aseguré.

Pese a que estaba más que acostumbrado a Jicky, habría podido hacérselo allí mismo. Era excitante, verla con vestido largo, la ola de sus cabellos lisos a lo largo de su mejilla izquierda, sus ojos un poco rasgados, su boca ingenua. Respiraba más aprisa y sus mejillas se habían sonrosado.

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