– Es una tontería, Lee… Ya sé que lo hacemos sin parar. ¡Pero me gusta!
– Claro que sí, Jicky -le dije, acariciándole el hombro-. Lo haremos más de una vez antes de morirnos…
Me cogió la muñeca y me la apretó con fuerza, y luego se marchó sin que yo pudiera retenerla. Habría querido decirselo en ese momento, decirle lo que yo era; me habría gustado, para ver qué cara ponía…, pero Jicky no era presa adecuada para lo que yo pretendía. Me sentía tan fuerte como John Henry, y no tenía ningún miedo de que me fallara el corazón.
Volví a la barra y le pedí un martini doble al tipo que había detrás. Lo apuré de un trago y me dispuse a trabajar un poco para ayudar a Dick.
La mayor de las Asquith apareció donde estábamos. Charlaba con Dexter. Éste me gustaba aún menos que de costumbre con su mechón negro sobre la frente. El smoking le caía realmente bien. Enfundado en él, hasta parecía robusto, y con su piel bronceada y su camisa blanca daba bastante el tipo «Pase sus vacaciones en el Splendid de Miami».
Me acerqué a ellos con todo mi aplomo.
– Dime, Dex -le pregunté-. ¿Me matarás si invito a Miss Asquith a bailar este slow?
– Eres demasiado fuerte para mí, Lee -respondió Dexter-. No voy a pelearme contigo.
Creo que en realidad le importaba un bledo, pero siempre era difícil adivinar lo que el tono de voz de aquel muchacho podía querer decir. Mis brazos ceñían ya a Jean Asquith.
Me parece que, de todos modos, prefería a su hermana Lou. Pero nunca habría pensado que se llevaran cinco años. Jean Asquith era casi tan alta como yo. Media por lo menos medio palmo más que Lou. Llevaba un vestido de dos piezas de una cosa transparente de color negro, con siete u ocho espesores en la falda, y con un sostén lleno de arabescos, pero que ocupaba un lugar verdaderamente mínimo. Su piel era de color de ámbar, con pecas en los hombros y en las sienes, y llevaba el pelo muy corto y rizado, lo que hacía más redonda su cabeza. También su cara era más redonda que la de Lou.
– ¿Encuentra divertida la fiesta? -pregunté.
– Estos parties siempre son iguales. Y éste no es peor que los otros.
– En este momento -dije-, lo prefiero a cualquier otro.
Sabía bailar la chica. Yo no tenía que hacer ningún esfuerzo. Y no me suponía ningún problema tenerla más cerca que a su hermana, porque con ella podía hablar sin que mirara desde abajo. Descansaba su mejilla contra la mía; bajando la vista, yo tenía ante mí el panorama de una oreja delicada, de su curioso pelo corto, de la redondez de su hombro. Olía a salvia y a hierbas silvestres.
– ¿Que perfume usa usted? -proseguí, ya que ella no me contestaba.
– Jamás me perfumo -me contestó.
Resolví no insistir en este tipo de conversación y arriesgar el todo por el todo.
– ¿Qué le parece si nos fuéramos a un lugar donde nos divertiríamos de verdad?
– ¿Es decir?
Hablaba con voz indolente, sin levantar la cabeza, y lo que decía parecía proceder de detrás de mí.
– Es decir, un lugar en el que se pueda beber lo suficiente, fumar lo suficiente y bailar con suficiente espacio.
– Sería un buen cambio -dijo ella-. Esto me recuerda más una danza tribal que otra cosa.
De hecho, hacía como cinco minutos que no lográbamos cambiar de sitio, dábamos pasitos siguiendo el compás, sin avanzar ni retroceder. Relajé mi abrazo y, sin dejar de enlazarla por la cintura, la guié hacia la salida.
– Venga, pues. La llevo a casa de unos amigos.
– ¡Oh! Me gustaría… -contestó.
Me volví hacia ella en el momento en que me contestaba, y recibí su aliento en pleno rostro. Que Dios me perdone si no se había tomado por lo menos media botella de gin.
– ¿Quiénes son esos amigos suyos?
– Oh, gente encantadora -le aseguré.
Cruzamos el vestíbulo sin tropiezos. No me tomé la molestia de ir a buscar su capa. El aire era cálido y estaba perfumado por el jazmín del porche.
– En el fondo -observó Jean Asquith deteniéndose al llegar a la puerta-, no le conozco a usted de nada.
– ¡Claro que sí! -respondí, arrastrándola hacia la salida-. Soy su viejo amigo Lee Anderson.
Se echó a reír, dejándose caer hacia atrás.
– Claro que sí, Lee Anderson… Ven, Lee… Nos están esperando.
Me costó trabajo seguirla. Bajó los cinco escalones en un santiamén; yo la alcancé diez metros más adelante.
– ¡Eh! ¡No tan de prisa!
La tomé del brazo.
– El coche está allí.
Judy y Bill me esperaban en el Nash.
– Tenemos líquido -me sopló Judy-. Dick va delante con los demás.
– ¿Lou Asquith? -murmuré.
– Sí, donjuán. También Lou Asquith. En marcha.
Jean Asquith, con la cabeza reclinada en el respaldo del asiento delantero, le tendía a Bill una mano sin fuerza.
– ¡Hello! ¿Cómo está usted? ¿Llueve?
– ¡Seguro que no! -respondió Bill-. El barómetro anuncia una depresión de dieciocho pies de mercurio, pero es para mañana.
– ¡Oh -dijo Jean-, el coche no logrará subir tan arriba!
– No hables mal de mi Duesenberg -protesté-. ¿No tienes frío?
Me incliné para buscar una hipotética manta, y le levanté la falda hasta la rodilla, como quien no quiere la cosa, enganchándola con uno de los botones de mi manga. ¡Cristo, qué piernas…!
– Me estoy achicharrando de calor -aseguró Jean con voz incierta.
Embragué y seguí al coche de Dick, que acababa de arrancar por delante. Había una fila de coches de todo tipo frente a la casa de Dexter, y de buena gana habría cogido uno a cambio de mi viejo Nash. Pero sin coche nuevo lo iba a conseguir igual.
Jicky vivía no muy lejos, en una casa estilo Virginia. El jardín, rodeado de un seto de arbustos bastante altos, se distinguía de los de la zona.
Vi que la luz roja del coche de Dick se detenía y luego se apagaba, y se encendieron las luces de posición; me detuve a mi vez y oí cómo se cerraba de golpe la puerta del roadster. Salieron de él cuatro personas, Dick, Jicky, Lou y otro tipo. Lo reconocí por su manera de subir las escaleras de la casa. Era el pequeño Nicholas. Dick y él llevaban dos botellas cada uno, y lo mismo Judy y Bilí. Jean Asquith no daba ninguna señal de querer bajarse del Nash, así que di la vuelta al coche. Abrí su puerta y deslicé un brazo por debajo de sus rodillas y otro por la nuca. Jean llevaba una buena cogorza. Judy se detuvo a mi espalda.
– Lee, tu dulce amiga está groggy. ¿Has boxeado con ella?
– No sé si he sido yo o el gin que se ha bebido -gruñí-, pero esto no tiene nada que ver con el sueño de la inocencia.
– Es el momento de aprovecharse, querido, adelante.
– Déjate de tonterías. Es demasiado fácil con una mujer borracha.
– ¡Eh, vosotros!
Era la dulce voz de Jean. Acababa de despertarse.
– ¿Queréis hacerme el favor de dejar de pasearme por los aires?
Me di cuenta de que estaba a punto de vomitar y me precipité al jardín de Jicky. Judy cerró la puerta y yo sostuve la cabeza de Jean mientras ella desembuchaba. Un trabajo limpio. No sacaba más que gin puro. Y pesaba más que un caballo. Se abandonaba del todo. La sostuve con una sola mano.
– Súbeme la manga -le susurré a Judy.
Me arremangó el smoking, y cambié de lado para aguantar a la mayor de las Asquith.
– Está bien -dijo Judy cuando hubo terminado la operación-. Ya te la vigilo. No te des prisa.
Mientras, Bill se había largado con las botellas.
– ¿Dónde hay agua, por aquí? -le pregunté a Judy.
– En la casa. Ven, podemos pasar por detrás.
La seguí por el jardín arrastrando a Jean, que tropezaba a cada paso con la gravilla del camino. ¡Dios mío, lo que pesaba esa chica! Tenía con qué entretener mis manos. Judy me precedió en la escalera y me condujo hacia el primer piso. Los otros estaban ya armando jaleo en el living, cuya puerta cerrada amortiguaba afortunadamente sus gritos. Subí a tientas en la oscuridad, guiándome por la mancha clara que era Judy. Al llegar arriba consiguió encontrar un interruptor, y entré en el cuarto de baño. Había una alfombra de goma espuma frente a la bañera.
– Échala ahí encima -dijo Judy.
– Nada de bromas. Qultale la falda.
Accionó la cremallera y la libró de la prenda en un abrir y cerrar de ojos. Le enrolló las medias hasta los tobillos. A decir verdad, yo no supe lo que era una mujer bien hecha hasta que vi a Jean Asquith desnuda, tendida en la alfombra del baño. Era un sueño. Había cerrado los ojos y babeaba un poco. Le limpié la boca con un pañuelo. No por ella, sino por mí. Judy revolvía en el botiquín.
– He encontrado lo que necesita, Lee. Que se beba esto.
– No puede beber nada ahora. Duerme. Ya no tiene nada en el estómago.
– Entonces, adelante, Lee. No te preocupes por mí. Puede que cuando se despierte ya no le interese.
– Le das fuerte, ¿eh, Judy?
– ¿Te molesta que esté vestida?
Se dirigió a la puerta y la cerró con llave. Luego se quitó el vestido y el sostén. Le quedaron sólo las medias.
– Toda para ti, Lee.
Se sentó al borde de la bañera, con las piernas separadas, y me miró. Yo ya no podía esperar. Me desprendí de todos mis trapos.
– Pégate a ella, Lee. Date prisa.
– Judy -le dije-, eres una guarra.
– ¿Por qué? Me divierte verte con esa chica. Venga, Lee, venga ya…
Me dejé caer sobre la muchacha, pero esa maldita Judy me habla cortado el aliento. El asunto no funcionaba. Me quedé de rodillas, con ella entre mis piernas. Judy se acercó. Sentí su mano que me guiaba al lugar indicado. Y no retiró la mano. Estuve a punto de chillar, de tan excitado como me encontraba. Jean Asquith permanecía inmóvil, y cuando la miré vi que seguía babeando. Abrió los ojos un poco, luego los volvió a cerrar, y entonces sentí que empezaba a moverse un poco, a mover las caderas, y Judy seguía mientras tanto, y con la otra mano también me acariciaba los bajos.
Luego Judy se levantó. Noté que caminaba por la habitación, y entonces se apagó la luz. Al final no se atrevía a hacerlo todo a plena luz. Regresó, y pensé que volvía a empezar, pero se inclinó sobre mí y me palpó. Yo seguía en mi lugar, y ella se tendió boca abajo sobre mi espalda, pero en sentido contrario, y ahora en vez de su mano era su boca.