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CAPÍTULO XII

Me cambié en mi habitación y bajé para encontrarme con Dex y los demás. Había dos chicos y dos chicas, la proporción era la correcta, y Jean estaba jugando al bridge con una de ellas y el otro chico. También Lou se encontraba allí. Dejé a Dex haciéndole compañía a la otra chica y me puse a buscar en la radio un poco de música bailable. Encontré a Stan Kenton y lo dejé. Mejor eso que nada. Lou olía a un perfume nuevo que me gustó más que el del otro día, pero quise pincharla.

– Lou, has cambiado de perfume.

– Si. ¿No te gusta éste?

– Si, no está mal. Pero ya sabes que esto no se hace.

– ¿Qué?

– La gente no cambia de perfume. Una mujer verdaderamente elegante permanece siempre fiel a su perfume.

– ¿De dónde has sacado eso?

– Lo sabe todo el mundo. Es una vieja norma francesa.

– No estamos en Francia.

– ¿Entonces, por qué usas perfumes franceses?

– Porque son los mejores.

– Claro; pero si sigues una norma, tienes que seguirlas todas.

– Pero, oye, Lee Anderson, ¿quién te ha dicho todo eso?

– Son los prodigios de la instrucción -me burlé.

– ¿En qué universidad has estudiado?

– En ninguna que tu conozcas.

– ¿O sea?

– Estudié en Inglaterra y en Irlanda antes de regresar a Estados Unidos.

– ¿Y por qué te dedicas a este trabajo? Podrías estar ganando más dinero.

– Gano lo suficiente, para lo que hago.

– ¿Tienes familia?

– Tenía dos hermanos.

– ¿Y…?

– El menor murió. De accidente.

– ¿Y el otro?

– El otro está vivo. Está en Nueva York.

– Me gustaría conocerle -dijo Lou.

Parecía haber perdido esa brusquedad de que hizo gala en casa de Dexter y de Jicky, y también haber olvidado lo que yo le había hecho aquella noche.

– Prefiero que no le conozcas -repliqué.

Y así lo pensaba. Pero me había equivocado al creer que ella había olvidado.

– Tienes unos amigos muy raros -dijo, cambiando de tema sin transición.

Seguíamos bailando. No había prácticamente ninguna interrupción entre una y otra pieza, y esto me evitó tener que contestar.

– ¿Qué le hiciste a Jean, la última vez? -me preguntó-. Ya no es la misma.

– No le hice nada. Sólo la ayudé a que se le pasara la borrachera. Hay una técnica muy conocida.

– No sé si me estás hablando en serio o no. Contigo nunca se sabe.

– ¡Pero si soy transparente como el cristal…! -le aseguré.

Le tocaba a ella no contestar, y se concentró en el baile durante unos minutos. Se abandonaba en mis brazos, y parecía no pensar en nada.

– Me gustaría haber estado allí -concluyó ella.

– A mí también me habría gustado -afirmé-. Ahora estarías más tranquila.

Esta frase hizo que me subiera una oleada de calor por detrás de las orejas. Recordaba el cuerpo de Jean. Tirármelas a las dos y cargármelas al mismo tiempo, después de habérselo dicho. Era demasiado hermoso…

– No me creo que realmente pienses eso que dices.

– Pues no sé qué tendría que decir para que lo creyeras.

Protestó airadamente, me trató de pedante, y me acusó de hablar como un psiquiatra austriaco. Era un poco fuerte.

– Quiero decir -me expliqué-, ¿en qué momentos crees que digo la verdad?

– Me gustas más cuando no dices nada.

– ¿Y cuando no hago nada también?

La estreché un poco más. Entendió perfectamente mi alusión, y bajó la vista. Pero no la iba a soltar así como así. Además, contestó:

– Depende de lo que hagas…

– ¿No te parece bien todo lo que hago?

– No tiene ningún interés, si se lo haces a todo el mundo.

Poco a poco iba ganándomela. Estaba casi madura. Un pequeño esfuerzo más. Quería comprobar si de verdad estaba en su punto.

– Eres demasiado enigmática -le dije-. ¿De qué estás hablando?

Esta vez bajó no sólo la vista sino también la cabeza. Era realmente mucho más baja que yo. Llevaba un gran clavel blanco prendido en el pelo. Pero respondió:

– Sabes perfectamente de qué estoy hablando. De lo que hiciste el otro día, en el sofá.

– ¿Y entonces?

– ¿A todas las mujeres les haces lo mismo?

Solté la carcajada y ella me pellizcó el brazo.

– No te burles de mi, que no soy idiota.

– Nadie ha dicho eso.

– Entonces, contéstame.

– No -dije-. No se lo hago a todas las mujeres que conozco. Francamente, hay muy pocas mujeres a las que se pueda tener ganas de hacérselo.

– Me estás tomando el pelo. Vi perfectamente cómo se comportaban tus amigos…

– No son amigos, son camaradas.

– No intentes liarme con palabras -replicó-. ¿A tus camaradas se lo haces?

– ¿A ti te parece que me puede apetecer hacérselo a tías como ésas?

– Me parece… -murmuró-. Hay momentos en los que se pueden hacer muchas cosas con muchas personas.

Me creí en el deber de aprovechar esta frase para acercármela un poco más. Al mismo tiempo me esforcé para acariciarle un pecho. Había atacado demasiado pronto. Se escabulló, suave, pero firmemente.

– ¿Sabes?, el otro día había bebido -dijo.

– No me lo creo -respondí.

– ¡Oh! ¿Te crees que te habría dejado actuar, si no hubiera bebido?

– Claro.

Bajó la cabeza de nuevo y la volvió a levantar para decirme:

– ¿No irás a pensar que habría bailado con cualquiera?

– Yo soy un cualquiera.

– Sabes perfectamente que no.

Pocas veces había mantenido una conversación tan agotadora. La niña esa se escurría de entre los dedos como una anguila. Tan pronto parecía dispuesta a todo como mostraba las uñas y los dientes al menor contacto. De todos modos, seguí adelante.

– ¿Qué tengo de especial?

– No sé. Físicamente estás bien, pero hay otra cosa. Tu voz, por ejemplo.

– ¿Ah, sí?

– No es una voz corriente.

Me eché a reír otra vez, con ganas.

– No lo es -insistió-. Es una voz más grave… y más…, no se cómo decirlo…, más equilibrada.

– Es por la costumbre de cantar y tocar la guitarra.

– No -dijo ella-. Nunca he oído a ningún cantante o guitarrista que cante como tú. He oído voces que me recuerdan la tuya, si…, allí… en Haití. Los negros.

– Me halagas -dije yo-, son los mejores músicos del mundo.

– ¡No digas tonterías!

– Toda la música americana ha salido de ellos -afirmé.

– No lo creo. Todas las grandes orquestas son de blancos.

– Claro, los blancos están en mejor posición para explotar los descubrimientos de los negros.

– No creo que tengas razón. Todos los grandes compositores son blancos.

– Duke Ellington, por ejemplo.

– No, Gershwin, Kern y todos ésos.

– Todos europeos emigrados -le aseguré-. Son los peores explotadores. No creo que en todo Gershwin se pueda encontrar un solo pasaje original, que no haya sido copiado, plagiado o reproducido. Te desafío a que encuentres uno solo en toda la Rhapsody in Blue…

– Eres extraño -respondió-. Detesto a los negros.

Era demasiado hermoso. Pensé en Tom, y a punto estuve de dar gracias al Señor. Pero en aquel momento deseaba demasiado a la niña esa como para ser accesible a la cólera. Y no necesitaba al Señor para hacer un buen trabajo.

– Todos sois iguales -repliqué-. Os encanta enorgulleceros de las cosas que todo el mundo, menos vosotros, ha descubierto.

– No entiendo qué quieres decir.

– Tendrías que viajar -le aseguré-. Sabes, no son sólo los americanos blancos los que han inventado el cine, ni el automóvil, ni las medias de nylon, ni las carreras de caballos. Ni la música de jazz.

– Hablemos de otra cosa -dijo Lou-. Lees demasiados libros, eso es lo que te pasa.

En la mesa de al lado seguían con su bridge, y podía estar seguro de que no llegaría a nada con aquella chica si no la hacía beber. Tenía que perseverar.

– Dex me ha hablado de vuestro ron -proseguí-. ¿Es un mito, o está al alcance de los simples mortales?

– Puedes tomar el que quieras -repuso Lou-. Debí haber pensado que tendrías sed.

La solté y se escurrió hacia una especie de bar de salón.

– ¿Mezclado? -me preguntó-. ¿Ron blanco y ron negro?

– Probemos. O mejor le añades un poco de zumo de naranja. Me estoy muriendo de sed.

– No hay problema -me aseguró.

Los de la mesa de bridge, al otro extremo de la habitación, nos llamaron a gritos.

– ¡Lou! ¡Prepara bebida para todos, por favor!

– De acuerdo, pero os la venís a tomar aquí.

Me gustaba ver inclinarse hacia adelante a esa chica. Llevaba una especie de jersey ceñido con un escote completamente redondo que le descubría el nacimiento de los senos, y el cabello recogido a un lado, como el día que la conocí, pero esta vez a la izquierda. Iba mucho menos maquillada, y estaba como para hincarle el diente.

Se incorporó, con una botella de ron en la mano.

– Eres realmente hermosa -le dije.

– No empieces…

– No empiezo. Sigo.

– Bueno, pues no sigas. Vas demasiado aprisa. Se pierde toda la gracia.

– Las cosas no tienen que durar mucho tiempo.

– Sí. Las cosas agradables tendrían que durar siempre.

– ¿Y tú sabes qué es una cosa agradable?

– Sí. Hablar contigo, por ejemplo.

– Tú eres la única que disfruta. Eres una egoísta.

– Y tú eres un cerdo. ¡Dilo más claro, que te aburre hablar conmigo!

– No puedo mirarte sin pensar que estás hecha para otra cosa que para hablar, y me es muy difícil hablar contigo sin mirarte. Pero, si lo prefieres, sigamos hablando. Por lo menos no juego al bridge, durante ese tiempo.

– ¿No te gusta el bridge?

Había llenado un vaso y me lo ofrecía. Lo cogí y me bebí la mitad de un trago.

– Me gusta esto.

Señalé el vaso.

– Y también me gusta que lo hayas preparado tú.

Se puso de color de rosa.

– ¿Ves como sabes ser agradable, cuando quieres?

– Te aseguro que conozco muchas otras maneras de ser agradable.

– Eres un engreído. Como estás bien hecho, te imaginas que todas las mujeres tienen ganas de eso.

– ¿De qué?

– De las cosas físicas.

– Las que no tienen ganas -afirmé- es porque no lo han probado.

– No es verdad.

– ¿Acaso lo has prohado?

No contestó y se puso a retorcerse los dedos, hasta que por fin se decidió.

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