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CAPÍTULO XIII

Cuando subimos a acostarnos, Dex y yo, no le había vuelto a dirigir prácticamente la palabra a Lou desde nuestra larga conversación. Nuestras habitaciones estaban en el primer piso, en el mismo lado que las de las chicas. Los padres ocupaban la otra ala. Los demás invitados habían vuelto a sus casas. Digo que los padres ocupaban la otra ala, pero en aquel momento estaban en Nueva York o en Haití, o algún sitio así. Las habitaciones seguían en este orden: la mía, la de Dexter, la de Jean y la de Lou. Estaba mal situado para las incursiones.

Me desnudé y me di una ducha, frotándome enérgicamente con el guante de crin. Oí a Dexter que iba de un lado para otro en su habitación. Salió y regresó al cabo de cinco minutos, y percibí el ruido de un vaso que se llena. Había ido a hacer una pequeña expedición de avituallamiento: no era mala idea. Llamé discretamente a la puerta que comunicaba su habitación con el cuarto de baño que nos separaba. Acudió en seguida.

– ¡Oh!, Dex -dije yo desde el otro lado de la puerta-, ¿lo he soñado o es que he oído rumor de botellas?

– Te paso una -dijo Dex-. Me he subido dos.

Era ron. Nada mejor para dormirse o para permanecer despierto, según la hora. Confiaba en permanecer despierto, pero a Dex lo oí que se acostaba poco después. Se lo había tomado de otra forma que yo.

Esperé una media hora y salí cautelosamente de mi habitación. Llevaba un slip y la chaqueta del pijama. No puedo resistir los pantalones del pijama. No hay forma.

El pasillo estaba a oscuras, pero yo sabía bien adónde iba. Avancé sin tomar ninguna precaución, porque la alfombra habría bastado para amortiguar los ruidos de un partido de baseball, y llamé a la puerta de Lou.

La oí acercarse; mejor dicho, la olí acercarse, y la llave giró en la cerradura. Me colé en su habitación y volví a cerrar con presteza la puerta de madera lacada.

Lou llevaba un encantador deshabillé blanco que debía de haber robado a una de las Vargas Girls [2] . A simple vista se advertía que su indumentaria comprendía, además, un sostén de encaje y unas braguitas que hacían juego.

– Vengo a ver si sigues enfadada conmigo -le dije.

– No te quiero en mi habitación -protestó.

– ¿Y entonces por qué me has abierto? ¿Quién te creías que era?

– No sé, Susie, quizá…

– Susie está durmiendo, y los otros criados también. Lo sabes perfectamente.

– ¿Y adónde quieres ir a parar con todo esto?

– A esto.

La agarré al vuelo y me puse a besarla de una manera de verdad consecuente. Ignoro qué estaría haciendo mi mano izquierda durante ese tiempo. Pero lo que si sé es que Lou se revolvía, y que recibí en la oreja uno de los puñetazos más fenomenales que me haya sido dado encajar hasta el momento presente. La solté.

– Eres un salvaje -me dijo.

Llevaba el pelo suelto, con raya en medio, y era realmente un magnífico ejemplar. Pero me mantuve en calma. El ron me ayudaba.

– Haces demasiado ruido -repliqué-. Jean va a oírnos.

– Hay un cuarto de baño entre nuestras habitaciones.

– Perfecto.

Reincidí y abrí su deshabillé. Conseguí arrancarle las braguitas antes de que me golpeara de nuevo. La cogí de las muñecas y le mantuve las manos detrás de la espalda. Cabían holgadamente en la palma de mi mano derecha. Luchaba sin ruido, pero con rabia, e intentaba golpearme con las rodillas, pero yo le pasé el brazo izquierdo por la espalda y la estreché contra mí. Entonces quiso morderme a través del pijama. Y yo no conseguía librarme de mi maldito slip. La solté bruscamente, empujándola hacia la cama.

– Después de todo -le dije-, hasta ahora te las has arreglado sola. Sería estúpido de mí parte cansarme por tan poca cosa.

Estaba al borde de las lágrimas, pero sus ojos brillaban de cólera. Ni siquiera intentó volverse a vestir, y yo me regalaba la vista. Su vello era negro y tupido, brillante como el astracán.

Di media vuelta y me dirigí a la puerta.

– Duerme bien -dije-. Perdona que te haya estropeado ligeramente la lencería. No me atrevo a proponerte reemplazarla, pero cuento con que me envíes la nota.

Difícilmente hubiera podido ser más grosero, y eso que me viene de natural. Ella ni chistó, pero vi que sus puños se crispaban y que se mordía los labios. De repente, me dio la espalda, y me quedé un segundo a admirarla de ese lado. Verdaderamente, era una lástima. Salí con un extraño estado de ánimo.

Abrí sin miramientos la puerta siguiente, la de la habitación de Jean. La llave no estaba echada. Me dirigí tranquilamente al cuarto de baño y corrí el pestillo.

Luego me quité la chaqueta del pijama y el slip. La habitación estaba iluminada por una luz suave, y los tapices anaranjados hacían aún más tenue la atmósfera. Jean, completamente desnuda, se arreglaba las uñas tendida boca abajo en la cama. Volvió la cabeza al verme entrar y me siguió con la mirada mientras yo cerraba las puertas.

– Eres un caradura -me dijo.

– Sí -repliqué-. Y tú me estabas esperando.

Se rió y se dio la vuelta sobre la cama. Me senté a su lado y le acaricié los muslos. Era impúdica como una chavala de diez años. Se sentó y me palpó los bíceps.

– Estás fuerte.

– Soy débil como un corderito recién nacido -le aseguré.

Se restregó contra mí y me besó, peto de pronto vi que retrocedía y se limpiaba los labios.

– Vienes de la habitación de Lou. Hueles a su perfume.

No había pensado en esa dichosa costumbre. A Jean le temblaba la voz, y rehuía mi mirada. La cogí de los hombros.

– Estás diciendo tonterías.

– Hueles a su perfume.

– Es que fui a pedirle perdón. Antes la había ofendido.

Me acordé de Lou, que quizá debía de estar todavía medio desnuda, de pie en el centro de la habitación, y esto me excitó aún más. Jean se dio cuenta y se sonrojó.

– ¿Te molesta? -le pregunté.

– No -murmuró-. ¿Puedo tocarte?

Me tendí a su lado e hice que se echara también ella. Sus manos recorrían tímidamente mi cuerpo.

– Eres muy fuerte -me dijo, en voz baja.

Ahora estábamos tendidos sobre el costado, mirándonos cara a cara. La empujé con delicadeza, hasta que quedó dándome la espalda, y entonces me acerqué a ella, y ella separó ligeramente sus piernas para abrirme paso.

– Me vas a hacer daño.

– No. Seguro que no -la tranquilicé.

No hacía otra cosa que pasear los dedos por sus pechos, de los lados a los pezones, y la sentía vibrar contra mí. Sus nalgas redondas y calientes encajaban perfectamente con la parte alta de mis muslos; su respiración se aceleraba.

– ¿Quieres que apague la luz? -murmuré.

– No -dijo Jean-. Me gusta más así.

Liberé mi mano izquierda de debajo de su cuerpo y le aparté los cabellos de la oreja derecha. Hay mucha gente que ignora lo que se puede hacer de una mujer besándole y mordisqueándole la oreja, es un recurso infalible. Jean se retorcía como una anguila.

– No me hagas eso.

Me detuve al instante, pero me cogió de la muñeca y me apretó con una fuerza extraordinaria.

– No dejes de hacérmelo.

Volví a empezar, más pausadamente, y de repente observé que contraía todos los músculos, y luego se relajó y dejó caer de nuevo la cabeza. Mi mano se deslizó a lo largo de su vientre y me di cuenta de que algo había sentido. Me puse a recorrer su cuello, con besos rápidos, esbozados apenas. Veía cómo se estiraba su piel a medida que yo iba avanzando hacia su nuca. Y entonces, suavemente, cogí mi miembro y entré en ella, con tal facilidad que no sé si se dio cuenta hasta que empecé a moverme. Todo es cuestión de preparación. Pero ella se zafó de un golpe de caderas.

– ¿Te molesto? -le pregunté.

– Acaríciame más. Acaríciame toda la noche.

– Esa es mi intención -le aseguré.

La poseí de nuevo, esta vez con brutalidad. Pero me retiré antes de satisfacerla.

– Me vas a volver loca… -murmuró.

Se tumbó boca abajo y escondió la cabeza entre los brazos. La besé en las caderas y en las nalgas, y luego me arrodillé encima de ella.

– Separa las piernas -le dije.

No me contestó, pero las separó, despacio. Metí mi mano entre sus muslos y me guié otra vez, pero erraba el camino. Se puso rígida, y yo insistí.

– No quiero -protestó.

– Arrodíllate -le dije.

– No quiero.

Y entonces arqueó las caderas y dobló las rodillas. Mantenía la cabeza entre los brazos, y yo, lentamente, iba cumpliendo mi propósito. Ella no decía palabra, pero yo sentía su vientre subir y bajar, y su respiración que se aceleraba. Sin soltarla, me dejé caer a un lado, y cuando quise ver su cara brotaban lágrimas de sus ojos cerrados, pero me dijo que me quedara.

[2] Vargas: ilustrador americano de las revistas Esquire y Playboy (N. del T.).


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