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CAPÍTULO IX

Regresé a la ciudad a la mañana siguiente y me puse a trabajar sin haber dormido. No tenía sueño. Seguía estando a la espera. Lo que tenía que llegar llegó hacia las once bajo la forma de una llamada telefónica. Jean Asquith nos invitaba, a mí, a Dex y a otros amigos, a pasar el week-end en su casa. Acepté con naturalidad, sin ninguna prisa.

– Intentaré librarme de mis compromisos…

– Procura venir -me dijo, desde el otro extremo del hilo.

– No me dirás que vas tan escasa de hombres -me burlé-. O, si así es, debes de vivir en el último rincón del mundo.

– Los hombres de por aquí no saben cómo tratar a una mujer que se ha tomado unas cuantas copas de más.

Me quedé seco, y ella se dio cuenta, porque oí cómo se reía.

– Ven, de verdad que tengo ganas de verte, Lee Anderson. Y a Lou le va a gustar…

– Dale un beso de mi parte, y dile que te dé uno a ti, también de mi parte.

Volví al curro con redoblado ánimo. Rebosaba de satisfacción. Por la noche me fui a ver a la banda en el drugstore y me llevé a Judy y a Jicky en el Nash. No es que sea muy cómodo un coche, pero siempre se encuentran aspectos inéditos. Y dormí bien una noche más.

Para completar mi guardarropa, fui a comprarme al día siguiente una especie de neceser y un maletín, un par de pijamas y otras cosillas que para aquella gente no tenían ninguna importancia, pero que yo sabía que eran indispensables para no parecer un pordiosero.

El jueves por la tarde estaba terminando de poner al día la caja y de rellenar las consabidas hojas cuando, serían las cinco y media, vi el coche de Dexter que se detenía frente a la puerta. Fui a abrir, porque ya había cerrado la tienda, y le hice pasar.

– Hola, Lee -me dijo-. ¿Qué tal marcha el negocio?

– No está mal, Dex. ¿Y tus estudios?

– ¡Oh! Se hace lo que se puede. Ya sabes, me falta un poco de afición por el baseball y el hockey para llegar a ser un buen estudiante.

– ¿Qué te trae por aquí?

– Venía a buscarte para ir a cenar juntos y para llevarte luego a que degustes una de mis distracciones favoritas.

– De acuerdo, Dex. Dame cinco minutos.

– Te espero en el coche.

Metí las hojas y el dinero en la caja, bajé la persiana metálica, cogí la chaqueta y salí por la puerta trasera. Hacia un tiempo asqueroso, pesado, demasiado cálido para lo avanzado de la estación. El aire era húmedo y viscoso, y las cosas se te quedaban pegadas en los dedos.

– ¿Me llevo la guitarra? -le pregunté a Dex.

– No hace falta. Esta noche ya me encargo yo de las distracciones.

– Adelante, pues.

Me instalé en el asiento delantero, a su lado. Su Packard era todo un coche, no como mi Nash, pero el chaval no sabia conducir. Para llegar a calar el motor de un Clipper en un reprise se necesita ser un patoso.

– ¿Adónde me llevas, Dex?

– Primero vamos a cenar al Stork y luego te llevo adonde vamos.

– El sábado vas a casa de las Asquith, me han dicho.

– Sí. Si quieres, paso a buscarte.

Era la manera de no presentarme con el Nash. Con Dexter como garante me sentía mucho más tranquilo.

– Gracias. Acepto.

– ¿Sabes jugar al golf, Lee?

– No lo he probado más que una vez en mi vida.

– ¿Tienes equipo y palos?

– ¡Qué va! ¿Me tomas por un káiser?

– Las Asquith tienen un campo de golf. Te aconsejo que digas que el médico te ha prohibido jugar.

– Como si se lo fueran a creer… -refunfuñé.

– ¿Y el bridge?

– ¡Oh! Bastante bien.

– ¿Juegas bien?

– Bastante bien.

– Entonces, te sugiero que declares que también una partida de bridge podría serte fatal.

– Pero si puedo jugar tranquilamente… -insistí.

– ¿Puedes perder quinientos dólares sin poner mala cara?

– Me fastidiaría.

– Entonces sigue mi consejo.

– ¡Qué amable estás esta tarde, Dex! -le dije-. Si me has invitado para hacerme saber que soy demasiado pobretón para esa gente, dilo sin tapujos y me largo.

– Deberías darme las gracias, Lee. Te estoy proporcionando medios para que puedas dar el pego frente a «esa gente», como tú dices.

– Me pregunto por qué te interesa tanto.

– Me interesa.

Se calló un momento y frenó en seco para no saltarse el semáforo en rojo. El Packard se hundió con suavidad sobre sus amortiguadores, primero hacia adelante y luego de vuelta a su posición.

– No veo por qué.

– Quisiera saber adónde pretendes llegar con esas dos chicas.

– Todas las chicas bonitas merecen que uno se ocupe de ellas.

– Puedes conseguir fácilmente docenas de chicas tan bonitas como ésas, y mucho más fáciles.

– Me parece que la primera parte de tu afirmación no es del todo cierta, y la segunda tampoco.

Me miró, y alguna idea le rondaba por la cabeza. Prefería que mirara a la carretera.

– Me asombras, Lee.

– Francamente -dije-, esas dos chicas me gustan.

– Ya lo sé que te gustan -dijo Dex.

Estaba claro que no era eso lo que me tenía preparado.

– No creo que sea más difícil acostarse con ellas que con Judy o con Jicky -afirme.

– ¿Eso es todo lo que buscas, Lee?

– Eso es todo.

– Entonces, ten cuidado. No sé qué le habrás hecho a Jean, pero en cinco minutos que he hablado con ella por teléfono se las ha arreglado para pronunciar tu nombre por lo menos cuatro veces.

– Me alegra haberle causado tanta impresión.

– No son chicas con las que uno pueda acostarse sin más o menos casarse con ellas. Por lo menos, a mí me parece que son así. Y sabes, Lee, hace diez años que las conozco.

– Entonces es que he tenido suerte… -repliqué-. Porque no pienso casarme con las dos, y en cambio sí que voy a acostarme con las dos.

Dexter me miró de nuevo sin contestar. ¿Le habría contado Judy nuestra sesión en casa de Jicky, o no sabía nada? Tenía la sensación de que este tipo podía adivinar las tres cuartas partes de las cosas, aunque no se las contaran.

– Baja -me dijo.

Me di cuenta de que el coche se había parado frente al Stork Club y me apeé.

Entré delante de Dexter, y él fue quien le dio propina a la morena del guardarropía. Un camarero de librea, al que yo conocía muy bien, nos llevó a la mesa que teníamos reservada. En aquel tugurio se daban aires de mucho postín, y el resultado era más bien cómico. Saludé al pasar a Blackie, el director de la orquesta. Era la hora del cocktail, y estaban tocando bailables. Conocía de vista a la mayor parte de los clientes. Pero estaba acostumbrado a verlos desde el escenario, y me hacia un efecto raro encontrarme de pronto en campo enemigo, con el público.

Nos sentamos y Dex pidió dos martinis triples.

– Lee -me dijo-, no quiero seguir hablando de este asunto, pero vete con cuidado con estas chicas.

– Yo siempre voy con cuidado -contesté-. No sé por qué lo dices, pero yo todo lo que hago lo hago con cuidado.

No me contestó, y al cabo de un momento se puso a hablar de otra cosa. Cuando se decidía a abandonar su aire de suficiencia era capaz de decir cosas interesantes.

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