– Lo que me hiciste, la otra vez…
– ¿Sí?
– No era nada agradable. Era… ¡Era terrible!
– ¿Pero no desagradable…?
– No… -dijo, en voz baja.
No insistí y apuré el vaso. Había recuperado el terreno perdido. Qué cruz, el trabajo que me iba a dar la niña; tenía la misma sensación que a veces se tiene con las truchas.
Jean se había levantado y venía por un vaso.
– ¿No te aburres mucho con Lou?
– ¡Qué amable! -replicó su hermana.
– Lou es encantadora -dije yo-. La quiero mucho. ¿Puedo pedirte su mano?
– ¡De ninguna manera! -dijo Jean-. Yo tengo prioridad.
– ¿Y entonces yo qué pinto, en todo eso? -dijo Lou-. ¿Soy un resto de serie?
– Tú eres joven aún -dijo Jean-. Tienes tiempo. Yo, en cambio…
Me reí, porque Jean no aparentaba ni dos años más que su hermana.
– No te rías como un imbécil -dijo Lou-. ¿No la ves, lo vieja que está?
Decididamente, me caían muy bien las dos. Y ellas también parecían entenderse.
– Si no empeoras con la edad -le dije a Lou-, estoy dispuesto a casarme con las dos.
– Eres horrible -dijo Jean-. Me vuelvo a mi bridge. ¿Bailarás conmigo, luego?
– ¡Y un rábano! -dijo Lou-. Esta vez tengo prioridad yo. Vete a jugar con tus estúpidas cartas.
Nos pusimos a bailar otra vez, pero el programa terminó y le propuse a Lou una vuelta por el jardín para estirar las piernas.
– No sé si me conviene quedarme a solas contigo…
– No corres ningún riesgo. Total, con ponerte a gritar…
– Eso mismo -protesté-. Para hacer el ridículo.
– Está bien -concedí-. Pues quisiera tomar un trago, si no te importa.
Me dirigí al bar y me preparé un pequeño reconstituyente. Lou se quedó donde estaba.
– ¿Quieres?
Rehusó con la cabeza, cerrando sus ojos amarillos. Dejé de prestarle atención y me fui al otro extremo de la sala, a observar el juego de Jean.
– Vengo a traerte suerte -le dije.
– Llegas en buen momento.
Se volvió ligeramente hacia mí con una sonrisa radiante.
– Pierdo ciento treinta dólares. ¿Te parece divertido?
– Depende del porcentaje exacto de tu fortuna que eso represente -respondí.
– ¿Y si dejáramos de jugar? -propuso ella entonces.
Los otros tres, que no parecían tener más ganas de jugar que de otra cosa, se levantaron al mismo tiempo. En cuanto al individuo llamado Dexter, hacía tiempo que se hahía llevado a la cuarta chica al jardín.
– ¿Esto es todo lo que hay? -preguntó Jean, señalando la radio con desdén-. Voy a encontrarte algo mejor.
Se puso a manipular los botones y consiguió, efectivamente, conectar con algo que se podía bailar. Uno de los dos tipos invitó a Lou, el otro se puso a bailar con la otra chica, y yo me llevé a Jean a tomar algo antes de empezar. A ella sabía perfectamente lo que le hacía falta.