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De camino a la ciudad, vi desde mi autobús a un par de policías que iban en un coche veloz y tan blanco como la espalda de un molinero: el vehículo pasó lanzado en dirección contraria, y desapareció en medio de una nube de polvo; pero no puedo asegurar que se dirigiese hacia allí con el propósito decidido de detenerme, es más, puede que ni siquiera fuesen policías, no, no podría asegurarlo, el coche iba a gran velocidad. Al llegar a Pignan pasé por correos, y ahora siento haberlo hecho pues podría habérmelas arreglado perfectamente sin la carta que recogí allí. Ese mismo día elegí, al azar, uno de los paisajes ofrecidos por un vistoso folleto, y a última hora de la tarde llegué aquí, a este pueblecito de montaña. En cuanto a esa carta... Pensándolo bien, más vale que la copie, pues es una magnífica muestra de la malicia humana.

«Mire usted, caballero, te escribo por tres motivos: 1) ella me pidió que lo hiciera; 2) tengo firmes intenciones de decir lo que pienso de ti; 3) siento un sincero deseo de sugerirte que te pongas en manos de la ley, a fin de despejar ese cruento embrollo, ese repugnante misterio, por culpa del cual ella, inocente y aterrada, está padeciendo, por supuesto, muchísimo. Permíteme que te lo advierta de entrada: tengo muchísimas dudas respecto a toda esa bazofia dostoyevskiana que te tomaste la molestia de contarle a ella. Para no decir más, es una maldita mentira desde el principio al final. Una maldita mentira cobarde, sobre todo viendo cómo jugaste con sus sentimientos.

»Me ha pedido que te escribiese porque cree que tal vez aún no sepas nada; ha perdido por completo la cabeza, y dice que si no te escribiese nadie te pondrías furiosísimo. Me encantaría verte enfurecido en este momento: sería divertidísimo.

»... ¡así es como están las cosas! No basta, sin embargo, con matar a un hombre y vestirle luego adecuadamente. Hace falta también un detalle más, uno solo, a saber: que haya algún parecido entre los dos; pero en el mundo entero no hay, ni puede haber, dos hombres iguales, por muy bien que los disfraces. Lo cierto es que nadie se ha tomado la molestia de discutir tal clase de sutilezas, ya que lo primerísimo que le dijo la policía a ella fue que habían encontrado a un muerto con los papeles de su marido, pero que no era su marido. Y ahora llega lo más terrible: debido a que así se lo había pedido cierto sucio sinvergüenza, la pobrecilla insistía una y otra vez, incluso antes de ver el cadáver (incluso antes: ¿te vas dando cuenta?), insistía contra toda probabilidad en que era el cadáver de su esposo, de su esposo y de nadie más. No consigo entender cómo diablos lograste inspirarle a esa mujer, que prácticamente es una extraña para ti, un temor tan profundo y reverencial. Para lograr algo así hay que ser, sin duda, un monstruo de una categoría muy poco corriente. ¡Dios sabe qué ordalías le esperan aún a esa pobre mujer! Pero hay que impedirlo. Tienes el deber clarísimo de liberarla de toda sombra de complicidad. ¡Pero si todo el mundo lo ve con la más absoluta claridad! Todos esos truquillos tuyos, todos esos manejos con las pólizas de seguros, son viejísimos. Incluso debería añadir que los tuyos son los más torpes y sobados de todos.

»Otra cuestión: lo que pienso yo de ti. Las primeras noticias me llegaron en una ciudad en la que estaba varado debido a mi encuentro allí con algunos amigos, artistas como yo. Verás, al final no llegué a Italia, y doy gracias a mis estrellas de que así fuera. Pues bien, cuando leí la noticia, ¿sabes qué sentí? ¡Ni la más mínima sorpresa! Desde siempre he sabido que eras un canalla y un matón, y, créeme, no me callé en la investigación nada de lo que había visto con mis propios ojos. De modo que describí con todo detalle el trato que le dabas a ella, tus burlas y tus pullas y tu altivo menosprecio y tus continuas crueldades, y la helada frialdad de tu presencia, que tan opresiva encontraba todo el mundo. Eres maravillosamente parecido a un gran y horripilante jabalí de pútridos colmillos: fue una pena que no metieras uno en tu traje. Y hay otra cosa que no puedo seguir guardando dentro de mí: no importa lo que yo sea —un borracho sin voluntad, o un tipo siempre dispuesto a vender su honor por el arte—, pero permíteme que te diga que me avergüenza haber aceptado las migas que me arrojaste, y que haría alegremente pública mi indignidad, que la anunciaría a gritos en la calle, si con eso pudiera contribuir a librarme de su pesada carga.

»¡Óyeme bien, fiera salvaje! Esta situación no puede durar. Quiero que perezcas, y no tanto por el hecho de que seas un asesino, sino porque eres el más mezquino de los canallas mezquinos que en el mundo han sido, porque has utilizado con fines inicuos la inocencia de una mujer crédula, a quien diez años de habitar en tu infierno privado han sido suficientes para dejar aturdida y despedazada. Si quedara, sin embargo, algún resto de luz en tu tiniebla, ¡entrégate!»

Debería dejar esta carta así, sin comentarios. El lector ecuánime de mis anteriores capítulos no habrá dejado de notar el tono afable, la amabilidad general de mi actitud para con Ardalion; y así es como me lo paga él. Pero dejémoslo correr, dejémoslo correr... Mejor será pensar que escribió esta carta repugnante con unas cuantas copas encima, porque de lo contrario parecería excesivamente desenfocada, excesivamente apartada de la verdad, excesivamente colmada de afirmaciones difamatorias cuyo carácter absurdo habrá notado sin duda ese mismo lector atento. Decir de mi alegre, vacía y no muy inteligente Lydia que es una mujer «idiotizada por el miedo» o —¿cuál era esa otra expresión que utilizaba?— que está «despedazada»; insinuar que pudiese existir algún tipo de mal entendimiento entre ella y yo, y que casi rozábamos la fase de las bofetadas; la verdad, la verdad, me parece bastante injusto... casi no sé cómo calificarlo. No hay palabras para hacerlo. Mi corresponsal ya las ha utilizado todas; aunque, es cierto, en relación con otras cosas. Y precisamente porque creí en los últimos tiempos que ya había cruzado el umbral supremo de todo dolor posible, de la mayor ansiedad soportable, me puse en semejante estado mientras leía esa carta, y mi cuerpo se vio poseído por tal ataque de temblores, que todas las cosas que me rodeaban empezaron a moverse: la mesa; el vaso que estaba sobre la mesa; incluso la ratonera que está en una de las esquinas de mi nueva habitación.

Pero de repente me di una palmada en la frente y estallé en una carcajada. ¡Qué sencillo resultaba todo! ¡Con qué sencillez, me dije a mí mismo, se ha resuelto por fin el misterioso frenesí de esa carta! ¡El frenesí del propietario! Ardalion no puede perdonarme que adoptara su nombre como lema, ni que la escena del crimen fuera su parcela. Se equívoca; quebraron hace mucho tiempo; nadie sabe a quién pertenece en realidad ese terreno, y... Ah, basta, ¡basta de hablar del tonto de Ardalion! La pincelada definitiva completa ya del todo su retrato. Con un último arabesco del pincel, lo he firmado en una esquina. Es mucho mejor que aquella mascarilla mortal de monstruoso colorido que hizo ese bufón con mi cara. ¡Ya basta! Un parecido magnífico, caballeros.

Y sin embargo... ¿Cómo se atreve...? ¡Oh, al diablo, al diablo, todo el mundo al diablo!

31 de marzo. Noche

Mi cuento, ay, degenera en diario. No tiene remedio, sin embargo; pues me he acostumbrado a escribir, y ahora soy incapaz de abandonar. Un diario, lo admito, es la forma más baja de la literatura. Los expertos sabrán apreciar ese adorable detalle, ese tímido y falsamente significativo «Noche» (que pretende conseguir que los lectores imaginen a un miembro de la variedad insomne de literatos, esas personas tan pálidas, tan atractivas). Aunque en realidad, es de noche en estos momentos.

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