' Tis time, my dear, 'tis time The heart demands repose.
Day after day flits by, and witb each hour there goes
A Hule bit of lije ; but meanwhile you and I
Together plan to dwell... yet lo! 'tis when tve die.
There is no bliss on earth: there is peace and freedom though.
An enviable lot long have yearned to know:
Long have I, weary slave, been contemplating flight
To a remote abode of work and pure delight.
«Ya es hora amor mío, ya es hora. El corazón me pide reposo. / Día tras día pasa revoloteando la vida, y con cada hora escapa / Otro poquito; mas entretanto tú y yo / Juntos pretendemos morar... Sin embargo, ay, eso ocurre al morir. / No hay felicidad en la tierra; pero hay paz y libertad, / Un destino envidiable he ansiado conocer: / Durante mucho tiempo anhelé, cansado esclavo, volar hacia / Un lugar remoto de trabajo y puro júbilo.»
El «lugar remoto» al que el loco Hermann se precipita se encuentra económicamente localizado en el Rosellón, justo allí donde tres años antes había estado yo escribiendo mi novela de ajedrez, La defensa. Dejemos a Hermann allí, en las ridículas alturas de su confusión. No recuerdo qué acabó ocurriéndole más tarde. Al fin y al cabo, otros quince libros, y el doble de años, han transcurrido desde entonces. No me acuerdo ni siquiera de si esa película que Hermann tenía intención de dirigir llegó a ser realizada jamás.
Vladimir Nabokov 1 de marzo de 1965 Montreux
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Si no estuviese absolutamente convencido de poseer un gran talento literario y una maravillosa capacidad para expresar ideas de manera insuperablemente viva y encantadora... Así, más o menos, había pensado comenzar mi relato. Es más, pensaba llamar la atención del lector acerca de que, en caso de haber carecido de ese talento, de esa capacidad, etcétera, no solamente me habría abstenido de describir ciertos acontecimientos recientes, sino que ni siquiera hubiese habido nada que describir, ya que, amable lector, no habría ocurrido absolutamente nada. Ridículo, quizá, pero al menos claro. Sólo el don de penetrar en los mecanismos de la vida, sólo una innata predisposición al ejercicio constante de la facultad creadora habrían podido permitirme... Al llegar aquí hubiese comparado a quien quebranta la ley, a quien organiza ese grandísimo alboroto por un poquito de sangre derramada, con el poeta o el actor. Pero, como solía decir mi pobre amigo zurdo: la especulación filosófica es un invento de los ricos. Abajo con ella.
Puede parecer que no sé cómo empezar. Carcajeante imagen la del anciano caballero que, pasos pesados, temblores de grasa bajo su quijada, corre valiente hacia el último autobús, lo alcanza en último extremo, pero, temiendo subirse en marcha, esboza una corderil sonrisa y, sin frenar todavía su trotecillo, abandona. ¿Ocurre acaso que no me atrevo a dar el salto? Brama, cobra velocidad, está a punto de desaparecer irrevocablemente a la vuelta de la esquina el bus, el autobús, el potente pontibús de mi relato. Voluminosas imágenes, a fe mía. Sigo corriendo.
Mi padre era un alemán de habla rusa, y nació en Reval, donde fue alumno de un famoso colegio agrícola. Mi madre, rusa pura, procedía de una antigua familia principesca. Los días calurosos del verano, lánguida dama envuelta en seda lila, solía tenderse en su mecedora, abanicándose, mordisqueando chocolate, corridos todos los visillos que, impulsados por el viento llegado de algún campo recién segado, se hinchaban como rojas velas.
Durante la guerra, fui internado como subdito alemán... Negra suerte, la verdad, teniendo en cuenta que acababa de ingresar en la Universidad de San Petersburgo. Desde finales de 1914 hasta mediados de 1919 leí exactamente mil dieciocho libros... llevé la cuenta. De camino hacia Alemania me quedé colgado durante tres meses en Moscú, y allí me casé. Desde 1920 he vivido en Berlín. El 9 de mayo de 1930, cumplidos ya los treinta y cinco...
Una leve digresión: ese detalle sobre mi madre ha sido una mentira deliberada. En realidad era una mujer del pueblo, sencilla y tosca, sórdidamente vestida con un blusón que le colgaba suelto por encima de las caderas. Hubiese podido, desde luego, tacharla, pero la dejo ahí aposta, como muestra de uno de los rasgos esenciales de mi carácter: mi garbosa e inspirada tendencia a mentir.
Bien, como iba diciendo, el 9 de mayo de 1930 me encontró en viaje de negocios a Praga. Mi negocio era el chocolate. El chocolate es una buena cosa. Hay damiselas a las que sólo les gusta el más amargo... gazmoñas hipocritillas. (No acabo de entender por qué me sale este tono.)
Me tiemblan las manos, tengo ganas de chillar o de romper estrepitosamente cualquier cosa... Este humor me parece sumamente inadecuado para el tenue inicio de una bonita historia. Me escuece el corazón, horrible... Calma, no pierdas la cabeza. Como sigas así, de nada te serviría continuar. Calma. El chocolate, como todo el mundo sabe... (y que el lector imagine aquí su propia descripción). En las envolturas del nuestro aparecía la marca: una lánguida dama envuelta en seda lila, abanicándose. Estábamos apremiando a una empresa extranjera que se hallaba al borde de la quiebra, tratando de lograr que adoptara nuestro proceso de producción y abastecer así a Checoslovaquia, y por este motivo me encontraba yo en Praga. La mañana del 9 de mayo salí del hotel y tomé un taxi que me dejó en... Qué soso es todo esto. Me mata de aburrimiento. Pero por grandes que sean mis ansias de llegar cuanto antes al momento crucial, parece necesario dar aquí algunas explicaciones preliminares. De modo que liquidémoslas de una vez: las oficinas de la empresa estaban casualmente situadas a las afueras de la ciudad, y no encontré al tipo que yo buscaba. Me dijeron que regresaría al cabo de una hora aproximadamente...
Creo que debería informar al lector de que se ha producido un largo intervalo. El sol ha tenido tiempo de ponerse, dándoles en su descenso unos trazos de sanguina a las nubes que coronan esa montaña de los Pirineos que tanto se parece al Fujiyama. Me he pasado todo este rato sentado, en un extrañísimo estado de agotamiento, escuchando a veces los rumores y ruidos del viento, dibujando otras sucesivas narices en el margen de la hoja, cayendo otras en un profundo sueño para luego despertar de nuevo en medio de estremecimientos. Y otra vez reaparecía esa comezón, ése insoportable nerviosismo... y mi voluntad yacía inerte en un mundo vacío... y he tenido que hacer un gran esfuerzo para encender la luz e insertar una nueva plumilla. La otra se había despuntado y doblado, y ahora recuerda el pico de un ave de presa. No, esta angustia no es la que siente el creador... sino alguien completamente distinto.