Bien, como iba diciendo, el hombre aquel había salido, y no iba a regresar hasta al cabo de una hora. No teniendo nada mejor que hacer, me fui a dar un paseo. Era un día veloz, fresco, moteado de azul. El viento, pariente lejano del que sopla aquí, batía sus alas a lo largo de las estrechas calles; una nube escamoteaba de vez en cuando el sol, que luego reaparecía como la moneda de un prestidigitador. El parque público por el que los inválidos se desplazaban pedaleando a mano era una tempestad de agitadas lilas. Miré los rótulos de las tiendas; rescaté alguna palabra en la que se escondía una raíz eslava que me resultaba conocida pese al enmarañamiento de sentido desconocido que ahora la rodeaba. Llevaba unos guantes amarillos recién estrenados, y paseé sin rumbo, balanceando los brazos. Hasta que, de repente, la hilera de casas se interrumpió para dejar al descubierto una extensión bastante amplia de terreno que a primera vista me pareció rural y fascinante.
Tras cruzar frente a un cuartel, ante cuya fachada un soldado adiestraba a un caballo blanco, comencé a caminar por un suelo blando y pegajoso; temblaban al viento los dientes de león, y un zapato con un agujero en la suela se tostaba al sol bajo una valla. Más allá, espléndidamente empinada, una colina ascendía hacia el cielo. Decidí escalarla. Su esplendor resultó engañoso. Entre hayas atrofiadas y matorrales achacosos, trepaba sin parar un sendero zigzagueante con peldaños tallados. Al comienzo de la ascensión me imaginaba que, a la vuelta de la siguiente curva, aparecería un lugar de belleza silvestre y subyugante, pero no lo alcancé jamás. Y aquella gris vegetación no me satisfizo. Los matorrales se esparcían por la tierra desnuda, contaminada en todas partes por trozos de papel, trapos, latas maltrechas. No se podían abandonar los peldaños del sendero pues estaba profundamente excavado en la pendiente; a uno y otro lado, raíces de árboles y delgadas tiras de putrefacto musgo formaban escuetos relieves en sus paredes de tierra a modo de muelles rotos asomando desde la tripa de los muebles de la casa habitada por un loco fallecido en horribles circunstancias. Cuando por fin llegué a la cumbre me encontré con cuatro cabañas medio torcidas, un alambre para la colada y, colgando de él, unos pantalones que el viento hinchaba en un simulacro de vida.
Apoyé ambos codos en la nudosa barandilla de madera y, mirando hacia abajo, vi, lejana y levemente velada por la neblina, la ciudad de Praga; tejados rielantes, chimeneas humosas, el cuartel por el que había pasado poco antes, un diminuto caballo blanco.
Resuelto a descender por el otro lado, tomé el camino que localicé detrás de las cabañas. La única cosa bella de todo el paisaje era la cúpula de un depósito de gas en mitad de una ladera: redonda y rojiza contra el cielo azul, parecía un enorme balón de fútbol. Dejé el camino y comencé a ascender de nuevo, esta vez por una cuesta en la que crecía una rala hierba. Un país monótono y desnudo. Me llegó de la carretera el estruendo de un camión, después pasó un carro en sentido contrario, luego un ciclista, luego, vilmente pintada de arco iris, la camioneta de un fabricante de barnices. En el espectro de aquellos tunantes, el rojo era vecino del verde.
Durante algún tiempo me quedé mirando la carretera desde la cuesta; luego di media vuelta, seguí mi camino, encontré una senda borrosa que se colaba entre dos jorobas de tierra calva, y poco más tarde busqué un rincón tranquilo en el que descansar. A cierta distancia, bajo un espino, yacía tendido un hombre, boca arriba y con una gorra sobre la cara. Estaba a punto de pasar de largo, cuando algo en su actitud proyectó sobre mí un extraño hechizo: el énfasis de esa inmovilidad, la falta total de vida en el despatarramiento de las piernas, la tiesura del semidoblado brazo. Iba vestido con una chaqueta oscura y gastados pantalones de pana.
«Bobadas —me dije a mí mismo—. Está dormido, simplemente dormido. No tengo por qué molestarle.» Sin embargo, me acerqué, y con la punta de mi elegante zapato hice saltar la gorra que le cubría el rostro.
¡Trompetas, por favor! O, mejor, el redoble que acompaña siempre a las más pasmosas piruetas de los acróbatas: ¡increíble! Dudé de la realidad de lo que veía, dudé de mi cordura, sentí náuseas y vértigo... Sinceramente, no tuve más remedio que sentarme, hasta ese punto me temblaban las rodillas.
Bien, si otra persona cualquiera hubiese estado en mi lugar y visto lo que yo veía, es posible que se hubiera partido de risa.
En mi caso, el misterio implícito me dejó demasiado aturdido como para reaccionar así. Mientras miraba, era como si en mi interior se me hubiesen soltado todas las piezas para luego caer desde una altura de diez pisos. Estaba contemplando un portento. Su perfección, su falta de causa y objeto, me embargaron de un temor extraño y reverencial.
En este momento, ahora que he llegado a la parte más crucial y he podido apagar el fuego de esa comezón, resultaría conveniente, me imagino, que refrenase mi prosa y, regresando tranquilamente sobre mis pasos, tratase de explicar cuál era exactamente mi estado de humor de aquella mañana, y hacia dónde habían errado mis pensamientos cuando, tras no encontrar en la oficina al agente de la empresa chocolatera, me fui a dar ese paseo, escalé esa colina y me quedé mirando la roja rotundidad de aquel depósito de gas cuyo perfil se recortaba contra el fondo azul de un ventoso día de mayo. Resolvamos, desde luego, esa cuestión. De modo que contémpleme otra vez el lector antes del encuentro, desprovisto de sombrero pero con mis manos luminosamente enguantadas, paseando todavía sin rumbo. ¿Qué ocurría en mi cabeza? Absolutamente nada, por raro que parezca. Me encontraba del todo vacío y se me podía así comparar con una vasija translúcida elegida por el destino para recibir un contenido todavía ignorado. Jirones de ideas relacionadas con mi trabajo de aquel día, con el automóvil que había adquirido recientemente, con este o aquel rasgo del paisaje que me rodeaba, jugueteaban, por así decirlo, en la parte externa de mi mente, y si alguna cosa reverberaba en el vasto desierto interior apenas si era la tenue impresión de que estaba avanzando impulsado por cierta fuerza desconocida.
Un listo letón al que conocí el año 1919 en Moscú me dijo un día que las nubes de tristeza reflexiva que me asaltaban ocasional e inmotivadamente eran señal segura de que terminaría mis días en un manicomio. Exageraba, por supuesto; durante este último año he puesto plenamente a prueba la notable capacidad de claridad y coherencia mostradas por la manipostería lógica en la que se recreaba mi mente, tan desarrolladísima pero también tan absolutamente normal. Las travesuras de la intuición, de la visión o inspiración artísticas, y demás cosas maravillosas que le han prestado a mi vida toda su belleza quizá le parezcan al profano el prólogo de una leve chifladura. Pero que no se preocupe el lector; mi salud es perfecta, mi cuerpo está limpio tanto por dentro como por fuera, mi paso sigue siendo ligero; no bebo ni fumo en exceso, ni vivo amotinadamente. Y fue así, sonrosadamente sano, bien vestido y con aspecto juvenil, como anduve por el paisaje campestre descrito más arriba; es más, la secreta inspiración que había sentido no me engañaba. Encontré aquello cuya pista había estado siguiendo inconscientemente. Permítaseme que lo repita: ¡increíble! Estaba contemplando un portento, y su perfección misma, su falta de causa y objeto, me embargaron de un temor extraño y reverencial. Pero tal vez ya entonces, mientras miraba fijamente, mi razón había comenzado a poner esa perfección a prueba, a buscar la causa, a adivinar el objeto.