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Buscando algún modo de librarme de esos intolerables presentimientos, recogí las hojas de mi manuscrito, las sopesé en mi palma, murmuré incluso un festivo «bien, bien», y decidí que antes de que mi pluma redactase las dos o tres frases finales lo releería todo desde la primera hasta la última línea.

Creí que me aguardaba un rato agradable. En pie, con el camisón puesto, junto al escritorio, escuadré satisfecho entre mis manos la crujiente profusión de páginas garabateadas. Hecho esto, me metí de nuevo en cama; dispuse adecuadamente la almohada bajo mis omóplatos; entonces me di cuenta de que me había olvidado el manuscrito en la mesa, pese a que hubiera podido jurar que en ningún momento lo habían abandonado mis manos. Con calma, sin soltar maldiciones, me puse en pie y regresé con él a la cama, volví a dejar bien puesta la almohada, eché un vistazo a la puerta, me pregunté a mí mismo si estaba o no cerrada con llave (ya que no me apetecía la perspectiva de interrumpir mi lectura para abrir a la doncella cuando me trajera el café a las nueve); me levanté otra vez, de nuevo con la mayor calma; comprobé que la puerta no estaba cerrada con llave, de modo que no había valido la pena que me tomase la molestia, carraspeé, me metí otra vez en la revuelta cama, me puse cómodo, e iba a comenzar la lectura, cuando vi que se me había apagado el pitillo.

A diferencia de lo que ocurre con las marcas alemanas, las francesas requieren la constante atención del fumador. ¿Dónde se habían metido las cerillas? ¡Si las tenía hace un momento! Por tercera vez me levanté, y en esta ocasión las manos me temblaron ligeramente; descubrí las cerillas detrás del tintero, pero al regresar a la cama aplasté bajo mi cadera otra caja llena, oculta entre las sábanas, lo cual significaba que de nuevo hubiese podido ahorrarme la molestia de ponerme en pie. Me enfurecí; recogí las hojas del manuscrito, esparcidas por el suelo, y el delicioso sabor anticipatorio que había sentido hasta ese momento se transformó en algo parecido al dolor: una horrible aprensión, como si algún diablillo maligno estuviera augurándome que iba a descubrir nuevas y constantes meteduras de pata. Tras haber, no obstante, encendido de nuevo mi pitillo, y sometido a puñetazos la rebeldía de la almohada, pude ponerme a leer. Me pasmó la ausencia de título en la primera hoja, pues estaba seguro de haber inventado un título en algún momento, algo que comenzaba con «Memorias de un...». ¿De un qué? No logré recordarlo; y, de todos modos, «Memorias» me pareció espantosamente feo y vulgar. Entonces, ¿cómo titular mi libro? ¿«El doble»? No, pues la literatura rusa ya poseía ese título: ¿«Crimen y acertijo»? No está mal, un poco tosco, de todos modos. ¿«El espejo»? ¿«Retrato del artista en el espejo»? Demasiado insípido, demasiado a la mode... ¿Y «El parecido»? ¿«El parecido no reconocido»? ¿«Justificación de un parecido»? No... muy secos, con una nota filosófica. ¿Algo que sonara más o menos a «Sólo los ciegos no matan»? Demasiado largo. ¿Tal vez: «Respuesta a la crítica»? ¿Y «El poeta y el canalla»? Hay que pensárselo más... pero, leamos antes el libro, dije en voz alta, luego vendrá el título.

Comencé a leer, y muy pronto me encontré a mí mismo preguntándome si estaba leyendo palabras escritas o viendo visiones. Es más, mi memoria transfigurada inhaló, por así decirlo, una doble dosis de oxígeno; la habitación en donde estaba aún tenía luz, porque había limpiado los cristales; mi pasado aparecía más gráfico que nunca, doblemente sometido a la irradiación artística. De nuevo comenzaba la ascensión de la colina de Praga, oía la alondra en el cielo, veía la redonda cúpula roja de los depósitos de gas; agarrotado por una tremenda emoción, me acerqué al vagabundo dormido, y de nuevo estiró sus miembros y bostezó, y de nuevo, con la cabeza pendulona en su ojal, colgó mustia la violeta. Seguí leyendo, y uno por uno fueron apareciendo todos: mi sonrosada esposa, Ardalion, Orlovius; y todos ellos estaban vivos, pero en cierto sentido yo tenía sus vidas en mis manos. De nuevo miré el poste amarillo, y mientras caminaba por el bosque mi mente ya comenzó a trazar su plan; de nuevo, un día de otoño, mi esposa y yo estuvimos viendo una hoja que caía para reunirse con su reflejo; y allí estaba yo, cayendo lentamente en una ciudad sajona repleta de extrañas repeticiones, y allí estaba mi doble, elevándose lentamente para venir a mi encuentro. Y otra vez hilé mi hechizo en torno a él, y le tuve en mis devaneos pero se escapó, y fingí abandonar mi plan, y con fuerza inesperada el relato cobró de nuevo intensidad, exigiéndole a su creador una continuación y un final. Y de nuevo, una tarde de marzo me puse a conducir soñadoramente por la carretera, y allí, en la cuneta, junto al poste, allí me esperaba.

—Sube aprisa. Hemos de irnos.

—¿Adónde? —preguntó.

—Vamos a meternos en ese bosque.

—¿Ahí? —preguntó, señalando...

Con su bastón, lector, con su bastón. B-A-S-T-O-N, amable lector. Un bastón toscamente labrado, y con una chapita en la que figuraba el nombre de su dueño: Félix Wohlfahrt, de Zwickau. Señaló con su bastón, amable y ruin lector, ¡con su bastón! Sabes qué es un bastón, ¿verdad? Pues bien, con eso señaló —un bastón—, y subió al coche, y cuando volvió a salir se dejó el bastón allí, naturalmente, pues el coche le pertenecía durante unas horas. De hecho, me fijé en su «tranquila satisfacción». Una memoria de artista, ¡qué curiosa es! Mejor que ninguna otra, supongo. «¿Ahí?», preguntó, señalando con su bastón. Jamás en la vida me había sentido tan pasmado.

Sentado en la cama me quedé mirando, con los ojos saliéndoseme de las órbitas, aquella página, aquel renglón escrito por mí; perdón, no por mí, sino por esa peculiar socia que tengo, mi memoria; y comprendí claramente hasta qué punto era irreparable mi descuido. No era el hecho del hallazgo del bastón y el descubrimiento de nuestro nombre común, que conduciría ahora a mi inevitable captura, no, no era eso lo que más me mortificaba, sino la idea de que toda mi obra maestra, creada y elaborada con tantísimo cuidado por el detalle, hubiera quedado ahora intrínsecamente destruida, hubiera sido convertida en un montón de tierra, por culpa del error que yo había cometido. ¡Escucha lector, escucha! Aunque su cadáver hubiese pasado por el mío, de todos modos habrían encontrado el bastón y luego me habrían atrapado, creyendo que le pillaban a él: ¡tal es la mayor desgracia! Pues toda mi construcción se basó en la imposibilidad de una metedura de pata, y ahora resultaba que había habido una metedura de pata, y del tipo más basto, ridículo y trivial. ¡Escucha, lector, escucha! Me doblé sobre los derruidos restos de mi maravillosa obra, y una voz maldita me chilló al oído que la chusma que me negaba su reconocimiento tal vez tuviera razón... Sí, comencé a dudar de todo, a dudar hasta de lo más esencial, y comprendí que la poca vida que me quedaba por delante quedaría dedicada de forma exclusiva a un fútil combate contra esa duda; y sonreí con la sonrisa de los condenados, y provisto de un despuntado lápiz azul que chillaba de dolor escribí rápida y osadamente en la primera página de mi obra: «Desesperación»; ya no hacía falta seguir buscando un título mejor.

La doncella me trajo el café; me lo bebí, dejando sin tocar la tostada. Luego me vestí apresuradamente, hice el equipaje y bajé yo mismo la bolsa. Por fortuna, no me vio el doctor. El administrador se mostró sorprendido por lo repentino de mi partida y me hizo pagar una factura desorbitada; pero eso ya no me importaba: sólo me iba porque era de rigueur en tales casos. Seguía cierta tradición. Por cierto, tenía motivos para pensar que la policía francesa ya andaba tras mi rastro.

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