Desde el día en que comencé ha transcurrido una semana entera; y mi obra se aproxima ahora al final. Estoy tranquilo. Toda la gente del hotel me trata amablemente; el goteo de la afabilidad. Ahora tomo las comidas por separado, en una mesita junto a la ventana; el doctor aprueba esa separación, y sin tener en cuenta que desde donde estoy puedo oírle, les explica a los demás que los individuos que sufren de los nervios necesitan paz, y que lo normal es que todos los músicos sufran de los nervios. Durante las comidas suele dirigírseme desde la cabecera de la mesa, para recomendarme un plato o preguntarme en broma si no me tienta participar en la comida con los demás, aunque sólo sea por una vez, y luego todos me miran con muy buena cara.
Pero estoy cansado, mortalmente cansado. Ha habido días, anteayer, por ejemplo, en los que, excepto un par de interrupciones, he escrito diecinueve horas seguidas; ¿y suponen ustedes que después me eché a dormir? No, no podía dormir, todo mi cuerpo se tensaba y crujía, como si me hubiesen atado al potro. Ahora, sin embargo, cuando ya estoy terminando y casi no tengo nada que añadirle a mi cuento, me resulta dolorosísimo separarme de estas hojas ya usadas; pero debo despedirme de ellas; y, tras haber releído otra vez mi obra, tras haberla corregido, sellado y, valientemente, echado al correo, tendré, supongo, que irme a otro lado, a África, Asia —no importa mucho dónde sea—, pese a tener poquísimos deseos de irme, y muchos de estar tranquilo. Sí, que el lector imagine sencillamente la situación de una persona que vive bajo un nombre supuesto, y no porque no pueda obtener otro pasap...
11
Me he trasladado a una altitud algo mayor: el desastre me obligó a desplazar mis cuarteles.
Había creído que serían diez capítulos en total, ¡y me equivoqué! Es curioso recordar la firmeza, la compostura con que, a pesar de todo, llevaba el décimo a su conclusión; la cual no llegué a alcanzar del todo, y el último párrafo se me rompió en una sílaba que da inicio a la palabra «apuros». Entró bruscamente la criada para arreglar mi habitación, y como no tenía nada mejor que hacer, bajé al jardín y allí me envolvió una quietud celestial y suavísima. Al principio ni siquiera comprendí qué estaba pasando, pero luego sacudí la cabeza y lo capté por fin: el furioso huracán de los últimos días había cesado.
El aire era divino, y en él flotaba el cadarzo de los sauces; incluso el verdor del follaje perenne intentaba parecer renovado; y los atléticos semidesvestidos troncos de los alcornoques brillaban con un tono intenso de rojo.
Me fui a pasear por la carretera; a mi derecha, los atezados viñedos trazaban sus líneas oblicuas, y sus ramas todavía desnudas formaban un patrón regular y tenían aspecto de encogidas y retorcidas cruces de cementerio. Al cabo de un rato me senté en la hierba, y mientras miraba, más allá de los viñedos, una colina cubierta hasta los hombros con el espeso follaje de los robles, y coronada por el dorado de los tojos, y, más allá, al profundo azul del cielo, estuve reflexionando con cierta suerte de dulce ternura (pues acaso sea la ternura el rasgo esencial, aunque oculto, de mi alma) que había comenzado a vivir una vida nueva y sencilla, dejando atrás la carga de las más elaboradas fantasías. Luego, desde lejos, en la dirección de mi hotel, apareció el autobús y decidí divertirme por última vez con la lectura de la prensa berlinesa. Una vez en el autobús, fingí dormir (llevando esta interpretación hasta el extremo de sonreír en sueños), porque noté entre los pasajeros la presencia del viajante de jamones; pero pronto me dormí de verdad.
Obtuve en la ciudad lo que había ido a buscar, pero sólo abrí los periódicos a mi regreso, y con una sonrisa bienhumorada me aposenté, dispuesto a hojearlos. Inmediatamente me puse a reír a carcajadas: habían encontrado el coche.
Su desaparición fue explicada del siguiente modo: iban tres compañeros inseparables caminando, el 10 de marzo al mediodía, por la carretera —un mecánico en paro, el peluquero al que ya conocemos, y el hermano del peluquero, joven sin ocupación fija— cuando vieron en el lejano margen del bosque el destello del radiador de un coche, y se encaminaron con la mayor incontinencia hacia él. El peluquero, hombre serio y cumplidor de las leyes, dijo entonces que había que esperar al propietario y, caso de no presentarse éste, conducir el coche hasta la comisaría de Koenigsdorf, pero su hermano y el mecánico, deseosos ambos de un rato de diversión, sugirieron otra posibilidad. El peluquero replicó, sin embargo, que no tenía intención de tolerarlo; y penetró en el bosque, mirando a los lados conforme avanzaba. Al poco rato tropezó con el cadáver. Regresó apresuradamente, llamando a gritos a sus compañeros, y se quedó horrorizado al comprobar que tanto ellos como el coche habían desaparecido. Estuvo caminando de un lado para otro durante un rato, convencido de que regresarían. No lo hicieron. Hacia el atardecer decidió por fin que debía informar a la policía de su «horrible descubrimiento», pero, como buen hermano, no dijo nada del coche.
Lo que ahora se había sabido es que aquel par de pícaros estropearon muy pronto mi Icarus, y luego lo ocultaron con la intención de mantenerse también ellos ilocalizables, pero después cambiaron de opinión y se entregaron. «En el coche —añadía la información— apareció un objeto que permitió establecer la identidad del asesinado.»
Antes, por un desliz visual, leí la identidad del «asesino», lo cual incrementó mi hilaridad, pues ¿acaso no se sabía desde el primer momento que el coche me pertenecía a mí? Pero al leer de nuevo me puse a pensar.
Esa frase me irritó. Era tontamente confusa. Naturalmente, me dije de inmediato a mí mismo que o bien se trataba de algún nuevo hallazgo, o bien no habían encontrado más que una bobada, por ejemplo ese ridículo vodka. De todos modos, la noticia me preocupó, y durante un tiempo hice el esfuerzo de revisar mentalmente todos los objetos que habían intervenido (recordé incluso el trapo que él utilizaba a modo de pañuelo, y su repugnante peine), y como en aquellos momentos estuve actuando con afiladísima e infalible precisión, no me costó en absoluto repasarlo todo, tras lo cual llegué al convencimiento de que todo estaba en orden. Quod erat demonstrandum.
En vano: no encontré la paz... Era hora de ponerle fin a ese capítulo, pero en lugar de sentarme a escribir salí de nuevo, rondé hasta muy tarde, y cuando regresé me encontraba tan absolutamente fatigado que me sobrevino el sueño de inmediato, a pesar de la confusa turbación de mi mente. Soñé que, tras una tediosa búsqueda (entre bastidores, pues no llegaba a verse en el sueño), encontraba finalmente a Lydia, que se había escondido y que declaraba fríamente que no pasaba nada, que había cobrado la herencia y que iba a casarse con otro hombre «porque, claro está —dijo—, tú estás muerto». Desperté enfurecido y con el corazón latiéndome enloquecidamente: ¡engañado!, ¡indefenso! Porque en modo alguno podía un muerto demandar a un vivo: sí, indefenso, ¡y ella lo sabía! Pero pude recobrar el sentido común y ponerme a reír: menudos disparates salen siempre en los sueños. Pero de repente pensé que sí había una cosa extremadamente desagradable que no cambiaría por mucho que me riese, a saber, que lo grave no era mi sueño: lo grave era en realidad la misteriosa noticia del día anterior: el objeto encontrado en el coche... Suponiendo que, reflexioné, no se trate de una vulgar trampa o un hallazgo ilusorio; suponiendo, es más, que ese objeto haya permitido encontrar el nombre del hombre asesinado, y que ese nombre sea el correcto. No, eran demasiadas suposiciones; me acordé de la meticulosidad con la que hice la prueba el día anterior, cuando me dediqué a seguir las curvas, tan elegantes y regulares como las que siguen los planetas, descritas por los diversos objetos usados. ¡Habría podido trazar con puntitos todas y cada una de sus órbitas! Y sin embargo mi mente permaneció turbada.