El villorrio en el que languidezco yace en la cuna de un valle rodeado de altos y cercanos montes. He alquilado una habitación grande a modo de establo, en una casa perteneciente a una vieja atezada que tiene abajo una tienda de ultramarinos. No hay en el pueblo más que una sola calle. Podría explayarme a gusto sobre los encantos del lugar, describiendo por ejemplo las nubes que se apretujan contra la casa y se cuelan en su interior a través de una serie de ventanas, y luego van saliendo a través de la serie opuesta... pero nada más aburrido que describir esta clase de cosas. Lo que me divierte es ser el único turista de por aquí; y, encima, extranjero, y como la gente ha llegado a olerse (bueno, supongo que yo mismo se lo dije a mi patrona) que procedo nada menos que de Alemania, la curiosidad que provoco es desacostumbrada. Desde que estuvo por aquí, hace un par de temporadas, un equipo cinematográfico que estuvo fotografiando a su estrella en Les Contrabandiers, no había habido tanta excitación. Sin duda, lo que tendría que hacer ahora es esconderme, pero en lugar de eso me sitúo de manera harto conspicua; porque sería difícil encontrar un punto más iluminado de haberme propuesto justamente tal objetivo. Pero estoy muerto de cansancio; cuanto antes termine todo, mejor.
Hoy, adecuadamente, he conocido al gendarme de la aldea, ¡un tipo de ridículez insuperable! Imagínenselo, un individuo rollizo de rostro sonrosado, patizambo, con un negro mostacho. Me encontraba sentado en un banco, al final de la calle, mientras a mi alrededor la gente del pueblo estaba atareadísima con sus ocupaciones; mejor dicho, fingía estar atareada; en realidad todos insistían en observarme de modo fieramente inquisitivo, y fuera cual fuese la postura que adoptaban, y utilizando todos los caminos posibles para la visión, por encima del hombro, por debajo del sobaco, o bajo la rodilla; no me cupo la menor duda de que tal era su objetivo. El gendarme me ha hablado con cierta inseguridad; ha mencionado el tiempo lluvioso; ha pasado luego a la política y después a las artes. Incluso me ha señalado un a modo de patíbulo, pintado de amarillo, que es todo cuanto queda de la escena en la que uno de los contrabandistas estaba a punto de ser ahorcado. En cierto modo me recordaba a mi llorado Félix: el toque juicioso, ese ingenio natural del hombre que se ha hecho a sí mismo. Le pregunté cuándo había detenido a alguien por última vez en el pueblo. Se lo estuvo pensando un rato y contestó que fue hace seis años, la vez que apresaron a un español que había empleado con notable liberalidad su navaja durante una reyerta, y que luego huyó a las montañas. A mi interlocutor le pareció a continuación necesario informarme que en aquellas montañas vivían osos que habían sido conducidos hasta esa región por los hombres, que trataron así de librarse de los lobos indígenas, lo cual me pareció extremadamente cómico. Pero él no se rió; permaneció allí, enroscando abatidamente con la mano derecha la punta izquierda de su mostacho, y pasó a hablar de la educación moderna:
—Yo, por ejemplo —dijo—. Sé geografía, aritmética, y conozco la ciencia de la guerra; escribo con una letra preciosa...
—Y ¿no tocará usted por casualidad el violín? —le pregunté.
Y él sacudió negativa y tristemente la cabeza. En este momento, temblando en mi helada habitación; maldiciendo a esos perros que ladran; esperando a cada momento oír la estrepitosa caída de la guillotínita de la ratonera, decapitando a una rata anónima; sorbiendo mecánicamente la infusión de verbena que mi patrona se siente obligada a servirme, pues piensa que tengo aspecto enfermizo y teme probablemente que me muera antes del juicio; en este momento, como decía, estoy sentado aquí, escribiendo en estas hojas pautadas —el único papel que se puede obtener en este pueblo—, medito, sí, y vuelvo otra vez a mirar de refilón la ratonera. No hay, gracias a Dios, ningún espejo en la habitación, del mismo modo que no hay Dios, ni siquiera ese al que le doy las gracias. Todo está oscuro, todo es espantoso, y no encuentro motivos especíales para seguir permaneciendo en este oscuro y vanamente inventado mundo. No es que considere la posibilidad de matarme: sería antieconómico, ya que en casi todos los países encontramos una persona pagada por el Estado para ayudar letalmente a los hombres. Y después, el zumbido vacío de la eternidad vacía. Pero lo más notable, quizá, es que existe una posibilidad de no terminar aún, es decir de que no me ejecuten, sino que me sentencien a un período de trabajos forzados; en cuyo caso podría ocurrir que dentro de cinco años más o menos, con la ayuda de alguna oportuna amnistía, pueda regresar a Berlín y manufacturar chocolate una vez más. No sé por qué, pero me resulta increíblemente divertido.
Supongamos que mato a un mono. Nadie me toca. Supongamos que se trata de un mono especialmente listo. Nadie me toca. Supongamos que es un mono nuevo, perteneciente a una especie no peluda, parlante. Nadie me toca. Ascendiendo de manera circunspecta estos peldaños, puedo subir hasta Leibnitz o Shakespeare y matarles, y nadie me tocará, pues resulta imposible decir cuándo se cruzó la frontera más allá de la cual el sofista comienza a tener dificultades.
Ladran los perros. Tengo frío. Ese inextricable dolor mortal... Señaló con su bastón. Bastón. ¿Qué palabras podemos sacar de bastón si lo retorcemos suficientemente? Basto. Soban. Santo. Bosta. Naso. Botas. Nabo. Sota. Tosa. Ato. Tos. Tas. As. So. Un frío abominable. Ladran los perros: empieza uno y luego se le suman todos los demás. Llueve. Las luces eléctricas lucen pálidamente, amarillentas. ¿Qué he hecho?
1 de abril
El peligro de que mi historia degenere en un soso diario ha quedado felizmente exorcizado. Ahora mismo ha estado aquí mi ridículo gendarme: en visita de trabajo, con el sable; me ha pedido educadamente, sin mirarme a los ojos, mis papeles. Le he contestado que me parecía bien, que un día de éstos me dejaría caer por allí, para cumplir las formalidades policíacas, pero que en este momento no me apetecía levantarme de la cama. El ha insistido, con la mayor cortesía, se ha disculpado... pero tenía que insistir. Me he levantado de la cama y le he entregado mi pasaporte. Cuando se iba, se ha dado media vuelta junto a la puerta y (siempre en el mismo tono de cortesía) me ha pedido que permaneciera en casa, sin salir. ¡Ni falta que hacía que me lo pidieran!
He vuelto a espiar. En pie y mirando. A cientos: hombres de negro, los chicos de la carnicería, las chicas floreadas, un cura, dos monjas, soldados, carpinteros, vidrieros, escribientes, tenderos... Pero en absoluto silencio; sólo el silbido de su respiración. ¿Y si abriese la ventana y pronunciase un discurso...?
«¡Franceses! Va a empezar el ensayo. Sujetad a esos policías. Un famoso actor de cine saldrá corriendo de esta casa ahora mismo. Es un archicriminal, pero debe escapar. Debéis impedir que los policías le detengan. Esto forma parte de la trama. ¡Muchedumbre francesa! Quiero que le dejéis un pasillo libre desde la puerta hasta el coche. ¡Sacad de él al conductor! ¡Poned el motor en marcha! Sujetad a esos policías, derribadles a golpes, sentaos encima de ellos... les pagamos para que lo aguanten todo. Esta productora es alemana, disculpad mi acento. Les preneurs de vues, mis técnicos y mis asesores armados, ya están distribuidos entre vosotros. Attention! Quiero una huida limpia. Eso es todo. Ahora mismo voy a salir.»