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Conforme avanzábamos la vegetación iba cambiando imperceptiblemente, de forma que el sotobosque, o sea, las hierbas, matas y arbustos del suelo, se volvía más frondoso y tupido, mientras que las palmeras engrosaban sus troncos, ahogados por plantas trepadoras, y se apiñaban formando con sus copas una cubierta a quince o veinte metros sobre nuestras cabezas que apenas dejaba pasar la luz. El calor pegajoso provocado por la humedad del aire empezaba a pasarnos factura. Suerte que habíamos comprado ropa especial para la selva: todos llevábamos unas camisetas de manga larga que eliminaban el sudor al instante, secaban rápidamente después de mojadas y proporcionaban un inmejorable aislamiento térmico tanto del frío como del calor, y nuestros pantalones eran cortavientos, transpirables e impermeables, además de elásticos, y podían transformarse, en un abrir y cerrar de ojos, en largos o cortos según hiciera falta.

Por fin, una hora y media después de haber abandonado la carretera, nos topamos con un claro en el bosque en el que podía verse un enorme cartel con un largo mensaje de acogida que decía «Bienvenidos-Welcome. Parque Nacional y Área Natural de Manejo Integrado Madidi» y, debajo, el dibujo de un gracioso mono colgando de las letras sobre un fondo amarillo. Justo detrás del anuncio, medio enterrada en la exuberante espesura verde, una caseta de paredes de madera y techo de palma bloqueaba el acceso a la zona protegida, pero, para nuestra sorpresa, la casa parecía estar totalmente abandonada y no se adivinaba la presencia de ningún ser humano en las proximidades, guarda-parque o no. Efraín se adelantó hacia Gertrude en silencio y le puso una mano en el hombro, echándola hacia atrás para que no pudiera ser vista desde la casa. Los seis nos agazapamos en la vegetación y, en silencio, nos liberamos de las mochilas y nos dispusimos a esperar hasta que la oscuridad fuera completa. Del suelo sobre el que nos sentábamos parecía brotar el calor de una estufa, con emanaciones de aire tórrido, empapado y mohoso. Todo crujía y crepitaba y, según fue llegando el crepúsculo, los ruidos aumentaron hasta volverse ensordecedores: el zumbido de las cigarras diurnas se sumaba al chirrido agudo de los grillos nocturnos y de los saltamontes, salpicados por extraños ululares que procedían de las copas de los árboles y por la bulla increíble que montaban las ranas del cercano Beni con su croar y tamborilear. Por si algo faltaba para que Marc, Lola y yo, cosmopolitas de última generación, sufriéramos un colapso, la sombría espesura que nos envolvía empezó a llenarse de luces que volaban a nuestro alrededor y que procedían de unos bichos repugnantes que nuestros tres acompañantes cazaban utilizando las manos al tiempo que, con unas voces llenas de ternura, murmuraban: «¡Luciérnagas, qué bellas!» Pues bien, las bellas luciérnagas medían algo así como cuatro centímetros, o sea, que eran luciérnagas gigantes, y lanzaban destellos más propios de un fanal marinero que de un dulce insecto comedor de néctar.

– Aquí todo es muy grande, Arnau -me dijo Gertrude en voz baja-. En la Amazonia todo tiene un tamaño desproporcionado y colosal.

– ¿Recuerda al coronel británico Percy Harrison Fawcett que desapareció en esta zona en 1911? -me preguntó en susurros Efraín-. Pues resulta que era amigo de sir Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes. Sir Arthur escribió también una estupenda novela llamada El mundo perdido en la que aparecían animales gigantescos y parece ser que estaba inspirada en los relatos del coronel Fawcett sobre sus andanzas por estas tierras.

No dije nada pero me quité el sombrero y, agitándolo, intenté inútilmente espantar a las luciérnagas que, conocedoras de su tamaño y cantidad, decidieron que las estaba invitando a algún juego divertido y se obstinaron en acercarse a mí todavía más. La parte de mi cuerpo que sentía más vulnerable era la nuca, desnuda tras el corte de pelo, y sentía escalofríos sólo de pensar que alguno de aquellos insectos pudiera rozarme con sus alas. Todavía no me había acostumbrado a llevar el cuello al aire. Creo que ésa fue la primera ocasión en que me planteé que tenía que cambiar de actitud. A mi alrededor todo era naturaleza en su estado más puro y salvaje. No se trataba de mi bien cuidado jardín urbano atendido por un jardinero profesional que se preocupaba de que no entraran bichos en mi casa. Aquí yo no tenía el menor poder de decisión, no podía ejercer ninguna influencia sobre el entorno porque no era un entorno domesticado. En realidad, nosotros éramos los intrusos y, por mucho que me molestaran el calor, los insectos y el espeso sotobosque, o me adaptaba o acabaría convirtiéndome en un estorbo para la expedición y para mí mismo. ¿Qué sentido tenía recordar que, a miles de kilómetros, disponía de una casa llena de pantallas gigantes conectadas a un sistema de inteligencia artificial cuyo único fin era hacerme la vida cómoda, limpia y agradable…? Movido por un impulso inconsciente saqué el móvil de la mochila y lo encendí para comprobar si funcionaba. El nivel de la batería era bueno y la señal de cobertura por satélite también. Suspiré, aliviado. Todavía estaba en contacto con el mundo civilizado y esperaba seguir estándolo durante las dos semanas siguientes.

– ¿Añoranza de Barcelona? -me preguntó en voz baja la catedrática. No podía verle la cara porque el sol se había ocultado rápidamente y estábamos a oscuras.

– Supongo que sí -repuse, apagando y guardando el teléfono.

– Esto es la selva, Arnau -me dijo ella-. Aquí su tecnología no sirve de mucho.

– Lo sé. Me iré mentalizando poco a poco.

– No se equivoque, señor Queralt -musitó en tono de broma-. Desde que salimos de La Paz ya no hay nada que dependa de su voluntad. La selva se encargará de demostrárselo. Procure ser respetuoso o terminará pagándolo caro.

– ¿Nos vamos? -preguntó Efraín en ese momento.

Todos asentimos y nos incorporamos, recuperando nuestros enseres. Estaba claro que allí no había guardaparques de ninguna clase y que, a esas horas, ya no iban a presentarse, así que no corríamos ningún peligro cruzando la entrada.

– ¿No es un poco irregular que haya un acceso sin vigilancia? -preguntó Lola, colocándose en su lugar dentro de la fila.

– Sí, claro que es irregular -respondió Gertrude sin bajar la voz y terminando de cargarse la mochila a la espalda-, pero también bastante frecuente.

– Sobre todo en estos accesos secundarios por los que casi nunca pasa nadie -señaló Efraín adentrándose decididamente en la explanada. La oscuridad era tan completa que, a pesar de tenerlo delante de mí, apenas podía verle.

Atravesamos el estrecho paso que circulaba por delante del cartel y del puesto de vigilancia vacío y nos internamos, por fin, en el Madidi. Los sonidos de la selva eran tan sobrecogedores como sus silencios, de los que también había sin que supiéramos por qué. De repente todo callaba de una forma sorprendente y sólo se escuchaban nuestros pasos sobre la hojarasca pero luego, de manera también inesperada, retornaban los ruidos, los gritos y los extraños silbidos.

En cuanto estuvimos a cien o doscientos metros de la entrada -no podía saberlo con seguridad porque medir distancias por intuición nunca había sido lo mío-, Efraín se detuvo y le escuché trajinar hasta que una luz, pequeña al principio y luego intensa y brillante, se encendió en su lumigás y nos alumbró. Marc también encendió el suyo y Marta, que iba detrás de mí, les imitó, de manera que nuestra marcha se hizo más rápida y segura, y, gracias a eso, poco después encontramos un pequeño rincón en la espesura, junto a un arroyo, y decidimos que era el lugar perfecto para acampar aquella noche. Desde que habíamos encendido las lámparas de gas, una nube de polillas merodeaba a nuestro alrededor. Gertrude nos hizo examinar bien el terreno antes de empezar a plantar las tiendas: según nos contó, en la selva existen muchas clases de hormigas bastante peligrosas y debíamos asegurarnos de no encontrarnos cerca de ningún nido ni de ningún termitero, más fácilmente reconocible por su elevada forma cónica. Dispusimos las tiendas en semicírculo frente al arroyo y encendimos un fuego para ahuyentar a los animales que pudieran sentirse atraídos por nuestro olor y el olor de nuestra comida. Según Gertrude, las fieras no eran tan fieras y acostumbraban huir en cuanto detectaban la presencia humana, salvo, claro está, que tuvieran hambre y que el bocado pareciera indefenso, en cuyo caso el drama estaba servido. Pero un buen fuego, afirmó, podía mantenernos a salvo durante toda la noche.

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