Quinientos metros más arriba encontramos el gigantesco cartel anunciador de color rojo en el que el actor Willem Dafoe, publicitando una marca de whisky, decía algo tan profundo como «Lo auténtico comienza en uno mismo». A instancias de Proxi, lo habíamos «adquirido» en la misma estación de metro de passeig de Gràcia que teníamos en ese momento sobre nuestras cabezas, ya que, según ella, venía perfectamente a cuento de nuestras actividades en el «Serie 100».Jabba, siguiendo un impulso irrefrenable nacido de su pasado como graffitero, había pintado sobre la monumental frente del actor la palabra Bufanúvols (3), y se había quedado tan tranquilo mientras escuchaba la bronca que le largaba Proxi.
(3) Vanidoso, en catalán.
Justo en la bifurcación del túnel, casi chocando con el apeadero de passeig de Gracia, se encontraba nuestro centro de operaciones clandestinas, el «Serie 100», un digno vagón que fue abandonado cuando se cerró aquella línea del Ferrocarril Metropolitano. El día que lo descubrimos fue nuestro gran día de suerte. Varado en sus raíles desde hacía al menos cuarenta años, el «Serie 100» -como rezaban las placas metálicas de sus costados-, se desmoronaba lustro tras lustro sin que nadie recordara su existencia. Hecho enteramente de madera, con numerosas ventanas ovaladas, un interior blanco donde permanecían todavía los asientos longitudinales y una iluminación de bombillas incandescentes que seguían colgando del techo, hubiera merecido estar en cualquier museo de trenes del mundo, pero, por suerte para nosotros, algún funcionario incompetente lo había dejado dormir el sueño de los justos, convirtiéndose con los años en albergue para ratas, ratones y toda clase de alimañas.
Pasamos mucho tiempo quitándole la mugre, lijando, barnizando y puliendo las maderas, reforzando los estribos y las juntas, bruñendo las placas y, cuando estuvo tan flamante que cegaba y tan firme como una piedra, lo llenamos de cables, ordenadores, monitores, impresoras, escáneres y toda suerte de equipos de radio y televisión. Iluminamos aquella zona del túnel y el interior del vagón y llenamos una pequeña nevera con alimentos y bebidas. De aquello hacía ya algunos años, durante los cuales le habíamos añadido nuevas comodidades y equipos más modernos.
Nada más entrar, y antes de que tuviera tiempo de soltar la mochila, el teléfono al que tenía desviadas las llamadas de mi móvil empezó a sonar.
– ¿Qué hora es? -preguntó Proxi a Jabba, que irrumpía en ese momento en el vagón.
– Casi las nueve -respondió éste mirando con ansiedad las pantallas encendidas de los ordenadores. Había dejado en marcha un programa que intentaba romper, por la fuerza bruta (probando millones de posibles combinaciones alfanuméricas almacenadas en bases de datos), las claves de unos ficheros sobre arquitectura de sistemas.
La pantalla del teléfono avisaba de que era mi hermano quien me llamaba. Me quité, sacándolo por la cabeza a toda velocidad, el jersey negro de cuello alto y contesté mientras me recogía de nuevo el pelo en una coleta.
– Dime, Daniel.
– ¿Arnau…? -Esa voz femenina no era la de mi hermano sino la de mi cuñada, Mariona.
– Soy yo, Ona, dime.
Proxi me puso una lata de zumo, abierta, en la mano.
– ¡Llevo horas intentando localizarte! -exclamó con voz aguda-. Estamos en el hospital. Daniel se ha puesto enfermo.
– ¿El niño o mi hermano? -Mariona y Daniel tenían un hijo de un año, mi único sobrino, que se llamaba igual que su padre.
– ¡Tu hermano! -dejó escapar ella con tono de impaciencia. Y como si mi confusión fuera una estupidez incomprensible, aclaró-: ¡Daniel!
Por un momento me quedé paralizado, sin reacción. Mi hermano tenía una salud de hierro; ni siquiera cogía la gripe cuando todo el mundo andaba con el pañuelo en la mano y unas décimas de fiebre, así que la idea de que pudiera estar en el hospital no me entraba en la cabeza. Entonces… Un accidente. Con el coche.
– Estábamos en casa -empezó a explicarme Mariona- y, de pronto, se quedó como alelado, como ido… Sólo decía tonterías. Me asusté mucho y llamé al médico, y éste, después de examinarle durante un buen rato, llamó a una ambulancia para traerlo al hospital. Llegamos a urgencias sobre las siete de la tarde. ¿Por qué no contestabas el teléfono? Te he llamado a casa, al despacho… He llamado a tu secretaria, a Lola y Marc, a tu madre…
– ¿Has… llamado a Londres? -estaba tan aturdido que no encontraba las palabras.
– Sí, pero tu madre había salido. He hablado con Clifford.
Para entonces, Proxi y Jabba se habían colocado a mi espalda, pendientes de mi conversación. No hacía falta ser muy listo para darse cuenta de que ocurría algo grave.
– ¿En qué hospital estáis?
– En La Custodia.
Miré el reloj, aturdido, y calculé cuánto tardaría en llegar hasta allí. Necesitaba una ducha, pero eso ahora era lo de menos. Tenía ropa limpia en el «100» y podía estar en el garaje en cinco minutos, coger el coche y plantarme en Guinardó en otros diez.
– Voy en seguida. Dame un cuarto de hora. ¿El niño está contigo?
– ¡Qué remedio! -En su tono había una nota crispada que denotaba hostilidad.
– Ahora mismo voy. Tranquila.
Proxi y Jabba permanecían inmóviles, mirándome, a la espera de información. Mientras me cambiaba de jersey, zapatillas deportivas y tejanos, les conté lo que me había dicho mi cuñada. Sin dudarlo un momento, se ofrecieron a quedarse con el pequeño Dani.
– Nos iremos a casa en cuanto Jabba termine -declaró Proxi- pero, si nos necesitas antes, sólo tienes que llamarnos.
Abandoné el «100» como una exhalación, crucé el túnel hasta el extremo opuesto y ascendí por las escaleras verticales que llevaban directamente hasta el cuarto de los trastos de limpieza del sótano de Ker-Central. Una vez allí, cerré precipitadamente la tapa de hierro y salí al garaje, atravesándolo a la carrera hasta llegar a mi coche, el Volvo color burdeos aparcado junto a la Dodge-Ram roja de Jabba y Proxi, los únicos vehículos que quedaban en el recinto a esas horas de la noche. Taheb, el vigilante, que cenaba con toda placidez frente a un pequeño televisor dentro de su cabina de cristal blindado, me siguió con los ojos, impasible, y, por suerte, al parecer decidió que me abriría la cancela de seguridad y me dejaría salir sin soltarme uno de sus habituales discursos sobre la situación política del Sahara.
En cuanto las ruedas del coche pisaron la acera, caí en la cuenta de que era la peor hora del día para circular por la ciudad. Cientos de personas deseosas de llegar a casa y cenar frente al televisor inundaban con sus coches la calle Aragó. Sentí que me subía la presión sanguínea y que comenzaba la transformación que me llevaría del ciudadano pacífico que todavía era al conductor agresivo incapaz de soportar el menor ultraje. Seguí la calle Consell de Cent hasta Roger de Llúria. Tuve que saltarme el semáforo en rojo de la esquina de passeig de Sant Joan con travessera de Gràcia por culpa de un Skoda que venía a toda velocidad detrás de mí, y en Secretan Coloma me pilló un atasco monumental que aproveché para llamar al móvil de mi hermano y decirle a Ona que ya estaba llegando y que saliera a buscarme.
La mole gris del viejo edificio de La Custodia resultaba bastante deprimente. Parecía un amontonamiento de cubos llenos de diminutos agujeros. Si todo lo que podía ingeniar un arquitecto después de tantos años de estudio era aquello, me dije mientras buscaba la entrada de vehículos, más hubiera valido que se dedicara a tapar zanjas. Afortunadamente, una gran cantidad de coches estaba saliendo en aquel preciso instante -debía de ser la hora del cambio de turno de personal-, así que pude aparcar en seguida, librándome de dar vueltas y más vueltas en torno a aquel indignante paradigma de la vulgaridad. No había estado en aquel hospital en toda mi vida y no tenía ni idea de adónde debía dirigirme. Por suerte, Ona, que me estaba esperando, me había visto aparcar y, con el pequeño Dani dormido en los brazos, se fue acercando mientras yo salía del vehículo.