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– No te preocupes -la animé-. Daño no va a hacerle y él no podría estar peor de lo que está, así que adelante.

– Venga, hija. Inténtalo.

Marta se inclinó hacia Daniel y se pasó una mano por la frente, intentando alejar las últimas dudas.

– Jupaxusutaw ak munta jinchu chhiqhacha jichhat uksarux waliptaña -dijo muy despacio, alzando la voz y sin dejar de observarle.

Mi abuela, discretamente, me obligó a bajar la cabeza y, al oído, me preguntó qué querían decir esas extrañas palabras.

– Es una fórmula -le expliqué-. Lo importante no es lo que dice sino los sonidos que emite al pronunciar la frase.

Y Daniel movió un brazo. Lo izó muy despacio en el aire y lo dejó caer sobre su abdomen. Marta se echó hacia atrás, impresionada, y mi abuela se llevó las manos a la boca para ahogar una exclamación de alegría que se le escapó a borbotones por los ojos. Casi sin interrupción, Daniel giró la cabeza sobre la almohada y fijó su mirada en nosotros. Parpadeó un par de veces, frunció el ceño y se humedeció los labios secos igual que si despertara de un largo sueño, y, a continuación, intentó decirnos algo, pero la voz no le salió de la garganta. Marta, todavía incapaz de creer lo que estaba viendo, salió del rincón para dejar el sitio a mi abuela, que se había acercado rápidamente mientras Daniel la seguía con la mirada, volviendo a girar la cabeza. Esta vez, además, intentó levantarla, pero no pudo. Mi abuela se sentó en el borde de la cama y le pasó la mano por la frente y el pelo.

– ¿Puedes oírme, Daniel? -le preguntó con ternura.

Mi hermano carraspeó. Luego, tosió. Probó de nuevo a levantar la cabeza y lo consiguió un poco.

– ¿Qué pasa, abuela? -fue la primera frase que dijo. Su voz sonaba rara, como si estuviera acatarrado, con faringitis.

Mi abuela lo abrazó, estrechándolo fuerte entre sus brazos, pero Daniel, haciendo un esfuerzo, la sujetó y la apartó. Ella sonreía. Antes de que pudiera decirle nada, mi hermano se volvió hacia Marta y hacia mí. Los músculos de su cara, todavía rígidos por la falta de uso, intentaron una mueca irreconocible.

– Hola, Arnau -dijo con su rugosa voz-. Hola, Marta.

– Has estado muy enfermo, hijo -le explicó mi abuela, obligándolo a dejar caer la cabeza de nuevo-. Muy enfermo.

– ¿Enfermo…? -se sorprendió-. ¿Y Ona? ¿Y Dani?

Marta permaneció donde estaba mientras yo rodeaba la cama y me sentaba en el lado opuesto a mi abuela.

– ¿Cómo te encuentras? -le pregunté. Daniel, haciendo gestos de dolor como si tuviera agujetas por todo el cuerpo, apoyó los brazos y se incorporó lentamente para quedar a mi altura, dejando caer la espalda contra el cabezal.

– Pues me encuentro confuso -dijo, al fin; la voz se le iba aclarando poco a poco-, porque hace un momento estaba trabajando en el despacho y ahora resulta que decís que he estado muy enfermo. No entiendo nada.

– ¿En qué estabas trabajando, Daniel? -le pregunté.

Él arrugó la frente, intentando recordar, y, de pronto, se hizo la luz en su cerebro. Su cara expresó temor y sus ojos saltaron por encima de mi hombro para ir a posarse en su jefa, en la catedrática.

– ¿Qué haces aquí, Marta? -le preguntó, acobardado.

Pero antes de que ella pudiera responderle, yo atraje su atención poniéndole una mano en el brazo:

– Has estado enfermo tres meses, Daniel, por culpa de una maldición aymara -le dije muy serio, clavándole la mirada; él se sobresaltó-. Ya sabes de lo que te hablo; no hacen falta más explicaciones. Marta ha venido a curarte. Ella te ha despertado. Nos ha costado mucho encontrar el remedio que necesitabas. Dentro de unos días te lo contaré todo. Ahora debes descansar y reponerte. Ya hablaremos cuando estés mejor. ¿De acuerdo?

Mi hermano asintió despacio, sin borrar la expresión de alarma de su cara. Le palmeé tranquilizadoramente el brazo y me levanté, yendo hacia Marta, que permanecía grave y silenciosa contemplando a Daniel.

– Nosotros nos vamos ya -anuncié-. Dentro de poco tendrás aquí a mamá, a Ona, a Dani y a tu padre. Han salido a dar una vuelta pero, en cuanto la abuela les llame para darles la buena noticia de tu recuperación, volverán en seguida. ¡Ah, otra cosa! No le digas nada a la familia sobre la maldición ni sobre los aymaras. ¿De acuerdo?

Mi hermano bajó la mirada.

– De acuerdo -murmuró.

– Adiós, Daniel -se despidió Marta-. Ya nos veremos.

– Cuando quieras -le respondió él.

No era conveniente que nos quedáramos más. Nuestra presencia, ahora que sabía lo ocurrido, no le beneficiaba en absoluto. Se le veía apurado y nervioso. Ya llegaría el momento de hablar cuando se encontrara mejor. Le di un beso a mi abuela, que nos despidió con una mirada de comprensión, cogí a Marta de la mano y salí con ella del cuarto.

– Ha funcionado -dijo sonriendo y levantando mucho las cejas para demostrar su perplejidad.

– Ha funcionado -repetí absolutamente satisfecho.

Sí, había funcionado, pero a partir de ese momento, a mi hermano le esperaba un largo rosario de pruebas médicas y, lo que era aún peor, la solícita atención de nuestra madre. Todos se asombrarían de su recuperación igual que se asombraron de su repentina enfermedad. Pero nosotros sabíamos la verdad y esa verdad pasaba por el extraño poder de las palabras, por esa extraordinaria capacidad de los sonidos para programar la mente. Teníamos mucho trabajo por delante, pero era un trabajo apasionante: el cerebro, el diluvio, los yatiris, las antiguas leyendas sobre la creación del mundo y de los seres humanos… Sin embargo, a pesar de nuestros nuevos proyectos, de los grandes cambios y de las muchas selvas que todavía nos quedaban por explorar, lo más importante era haber comprendido que algunas modernas tecnologías y algunos recientes descubrimientos científicos se vinculaban de manera inexplicable con la vieja magia del pasado, con los mitos de las antiguas culturas. Pasado, presente y futuro misteriosamente entrelazados.

– Has estado poco afectivo con Daniel -me dijo Marta mientras salíamos.

– He estado como podía estar. Me hubiera resultado imposible actuar de otra manera.

Era cierto. Las cosas ya no volverían a ser como antes y estaba bien que así fuera, pensé mirando a Marta y recordando el día que me presenté en su despacho de la facultad y a ella, tan seria y circunspecta, se le escapó la risa al ver mi cara de horror cuando descubrí la momia reseca y las calaveras colgantes. ¿Habría surtido efecto mi estrategia de hacker? ¿Se vendría conmigo o echaría tierra sobre el asunto…?

– Bueno, Marta -le dije, cerrando la puerta de la casa-. Ya hemos curado a Daniel. Ahora…

– ¿Qué quieres hacer? -me atajó con un tonillo burlón.

Sonreí.

– ¿Te apetece conocer el «100»?

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