Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Marc, Lola y yo tiritábamos y rechinábamos los dientes mientras seguíamos a la catedrática con paso ligero. Tardamos poco más de media hora en llegar a las afueras del pueblo y nos encaminamos directamente hacia el hotel de don Gastón, que se quedó de piedra cuando, en calzoncillos largos y camiseta de felpa, nos vio aparecer en la puerta de su establecimiento. En cuanto reconoció a Marta, nos invitó rápidamente a entrar y despertó a toda la casa. Nos trajeron mantas y caldo caliente y encendieron la chimenea echando leña como si hubiera que poner en marcha un barco de vapor. Marta le dio a don Gastón unas sucintas explicaciones que el hombre aceptó sin rechistar. Luego, nos acompañó a las habitaciones y nos prometió que nadie vendría a molestarnos bajo ningún concepto. A trompicones, me di una ducha antes de meterme en la cama y luego, por fin, me dormí profundamente.

IV

Me desperté alrededor de las cinco de la tarde y, cuando bajé al comedor, Marc y Lola ya estaban arreglados y listos, esperándome tranquilamente leyendo la prensa boliviana. Según me contaron mientras desayunaba, la catedrática se había marchado después de comer y había dejado una nota para nosotros con un número de teléfono, rogándonos que nos pusiéramos en contacto con ella en cuanto regresáramos a La Paz.

Don Gastón, por ser amigos de Marta, nos cobró sólo la cantidad mínima por la estancia de un día, sin extras ni comidas, y nos facilitó uno de los pocos taxis que había en el pueblo para volver a La Paz. Hicimos el viaje en compañía de dos cholas de trenza negra y bombín que descargaron gruesos hatillos de tela multicolor en el portaequipajes de la movilidad y que no despegaron los labios durante todo el trayecto, probablemente por falta de aire, pues en el asiento de atrás íbamos también Proxi y yo (Jabba no hubiera cabido).

En cuanto cruzamos las puertas de nuestro hotel, nos sentimos en casa. Resultaba tan extraño pensar en todo lo que nos había sucedido que, simplemente, optamos por no pensarlo. Era como si hubiera un hueco en el tiempo; podían haber pasado meses, o años, porque las horas se habían dilatado de una manera extraordinaria y no resultaba creíble que sólo hubiera transcurrido un día desde que habíamos salido de allí. El hueco también estaba en nuestras mentes. Subimos en el ascensor en silencio y entramos los tres en mi habitación. Marc parecía preocupado:

– ¿Qué hago con el donut? -me preguntó nada más cerrar la puerta. Lola se tiró en el sofá y, sin pensarlo dos veces, encendió la televisión. Necesitaba recuperar la cordura y la caja tonta le proporcionaba una cierta sensación de normalidad.

– Vamos a guardarlo en la caja fuerte.

Nuestras habitaciones disponían de cajas fuertes ocultas dentro de los armarios. No es que fueran un dechado de seguridad pero aportaban una mínima garantía para los objetos más valiosos. Antes de irme había guardado dentro mis relojes del capitán Haddock.

– ¿Metemos también el portátil y la cámara digital de Proxi?

– ¿Es que quieres perder de vista las pruebas o qué? -le pregunté mientras tomaba asiento frente al escritorio y encendía la máquina-. Tenemos que descargar todas las imágenes que queden en la tarjeta de memoria de la cámara y después grabar todo el material en un CD. Eso será lo que dejemos en la caja fuerte junto con la rosquilla. El resto del equipo se queda fuera para que podamos seguir trabajando.

– ¿Aún tienes ganas de seguir con el rollo? -me preguntó Lola desde el sofá con un tono de voz agresivo.

– No, te aseguro que lo único que quiero es que salgamos a dar una vuelta, que cenemos por ahí, que vayamos a una peña de ésas en las que cantan canciones en directo y, una vez allí, beberme toda la cerveza que tengan en el local.

– La mitad del stock es mía -me advirtió Jabba.

– La mitad -accedí-. Sólo la mitad.

– Pero, ¿qué tonterías estáis diciendo? -se extrañó Proxi-. ¡Si vosotros no bebéis!

– Querida Lola -le dije-. Me da lo mismo. Pienso emborracharme como sea.

– Yo también -se sumó mi amigo.

Desde luego, no íbamos a hacerlo porque no nos gustaba el alcohol (salvo en ocasiones especiales y fechas señaladas en las que, como todo el mundo, sabíamos disfrutar de una copa de buen vino o de un poco de cava), pero hacer una afirmación semejante en voz alta, de una forma tan contundente y tan propia de hombres audaces y decididos, resultaba un gran consuelo interior, una auténtica reafirmación de nuestro espíritu varonil.

Mientras yo pasaba todas las fotografías, datos y documentos a un disco compacto, mi colega se marchó a su habitación para volver a ducharse y cambiarse de ropa. El único movimiento de Lola era el que hacía con su pulgar derecho para cambiar de canal con el mando a distancia. Cuando cogí el aro de piedra para meterlo en la caja fuerte junto con el CD recién grabado, observé que, en la parte posterior tenía un agujero muy extraño, un vaciado en forma de triángulo con dos lados iguales y, el tercero, más corto y un poco curvado hacia afuera, como un quesito en porciones. Pensé enseñárselo a Lola, pero estaba seguro de que si lo hacía me mordería, de modo que no me entretuve y lo guardé sin más contemplaciones.

Justo antes de salir del hotel, Jabba propuso que llamáramos a Marta. Poco a poco nos íbamos recuperando y volvíamos a ser personas, pero seguíamos negando todo lo que había sucedido en las catacumbas de Taipikala.

– No vamos a llamarla hoy -repuse-. Mañana será otro día.

– Pero está esperando. Llámala al menos para decirle que hablaremos mañana.

– Deja de marear.

– ¿Quién tiene el número de teléfono? -insistió, cabezota.

– Lo tengo yo -dijo Proxi-, y no voy a dártelo. Opino como Root mañana será otro día. Ahora vamos a cenar en el mejor restaurante de La Paz. Necesito aire contaminado, alta cocina, y mucha gente y tráfico a mi alrededor.

– Me apunto -dije, avanzando hacia la calle mientras el portero nos franqueaba el paso.

Pero Jabba no cejó en su empeño. Estuvo dando la paliza mientras caminábamos de un lado a otro disfrutando de la zona moderna de La Paz, con sus altos edificios, sus calles atestadas de vehículos, sus semáforos -a los que, por cierto, nadie hacía caso-, sus luces urbanas que se encendieron al poco de iniciar nuestro paseo, sus gentes hablando por teléfonos celulares, sus letreros publicitarios luminosos centelleando desde los tejados… En fin, de las maravillas de la civilización. Pero, claro, mi colega no podía consentir que Marta Torrent estuviera esperando nuestra llamada y que ésta no se produjera. A mí, mencionar a Marta no sólo me tele transportaba a la pirámide del Viajero sino también al cabreo por lo de Daniel, así que se me revolvían las tripas cada vez que aquel pesado volvía a sacar el tema. Pero, por fin, desesperado por hacerle callar, saqué mi móvil y, entre plato y plato de exquisita comida europea, marqué el número que había en la nota que Lola me pasó por encima de la mesa. Me contestó la voz de un hombre con fuerte acento boliviano, quien, en seguida, en cuanto me identifiqué y pregunté por Marta, me pasó con ella. Era todo muy surrealista. Apenas hacía unas horas que nos habíamos separado de aquella mujer y la situación resultaba incómoda porque había pasado de aborrecerla con toda mi alma a sentirme culpable frente a ella, con el desagradable añadido de que la experiencia que habíamos vivido juntos había creado unos extraños lazos de familiaridad que para nada me parecían reales en aquel momento. Era como llamar a una antigua novia con la que terminaste a matar y, de pronto, tienes que encontrarte con ella para algún asunto urgente.

– ¿Dónde están, Arnau? -fue su primera frase. La voz ya me alteró los nervios.

– Cenando en un restaurante -respondí, quitándome la servilleta de las piernas y dejándola momentáneamente sobre la mesa para sentarme con más comodidad.

77
{"b":"125402","o":1}