– No tendrá algo para comer, ¿verdad, Marta? -le preguntó mi amigo con una expresión en el rostro que indicaba lo muy negros que eran sus pensamientos.
– No, lo siento. Sólo llevo agua. Pero no se inquiete -le dijo, animosa-, no vamos a quedarnos aquí mucho tiempo. Sólo tenemos que resolver un pequeño enigma y hoy ya hemos resuelto muchos, así que no hay de qué preocuparse.
De repente, una luz se encendió en mi cerebro, justo detrás del foco de mi frontal.
– ¿Y si también este enigma pudiera resolverse visualmente como usted decía que pasaba con los otros, Marta? -le pregunté-. Usted afirmó que, analizando el orden, la disposición y la repetición de los tocapus podía darse con la respuesta correcta.
Ella arqueó las cejas, sorprendida, y sonrió.
– Puede que tenga usted razón,
Arnau.
– Si se trata de código -afirmé, abriendo el portátil-, soy muy bueno.
– ¡Y nosotros también! -prorrumpió Jabba-. ¿Sacaste alguna foto del texto de la plancha de oro, Proxi?
– Están aún en la cámara, con las fotos del mapa.
– Pues saca una de este panel del suelo -le pedí yo- y luego las confrontaremos en la pantalla del monitor. Si hay una estructura lógica, la encontraremos.
Y la encontramos. La catedrática tenía razón. Todos los enigmas de los yatiris podían resolverse tanto por su contenido como por su forma. Aquellos tipos, si aún existían, debían de ser realmente listos y raros. Con la imagen de la lámina a un lado y la del panel del suelo en el otro, descubrimos una repetición (sólo una), que daba la respuesta al problema. Era tan simple y tan limpia que maravillaba por su composición. Hubiera dado un buen montón de pasta por contratar para Ker-Central a el o la yatiri que había aparejado aquel rompecabezas. Se partía de una idea muy sencilla: había una frase que daba la clave, que era la clave, y que, al mismo tiempo, contenía la idea fundamental del mensaje, y esta frase era «Decid: vamos a buscaros porque queremos aprender». Eso era todo. Para salir de allí, nosotros sólo teníamos que decir «Vamos a buscaros porque queremos aprender». Los tocapus con los que se escribía eran los únicos que aparecían repetidos en el texto, dispersos por aquí y por allá en las frases del mensaje corto. Por eso las habían seleccionado, separándolas del total. «Vamos a buscaros» se formaba con los tocapus que aparecían en «Venid a buscarnos y os ayudaremos a vivir», donde sólo había que invertir los signos que indicaban las personas de los verbos. «Porque» estaba, tal cual, en «No traigáis la guerra porque no nos encontraréis». «Queremos» era el principio de la última frase, «Queremos que sólo traigáis deseo de conocimiento», y «aprender» era el tocapu raíz de «aprendido» en «Ya habéis aprendido cómo se escribe la lengua de los dioses». Simple y limpio, como debe ser el buen código.
Apenas hubimos pulsado ordenadamente los tocapus que formaban la frase, el panel se dividió en dos junto con las partes de lo que, hasta ese momento, había sido un único y gigantesco sillar de piedra y, como las compuertas de una sentina, los lados se hundieron y dejaron a la vista una minúscula escalera de piedra que descendía hacia las profundidades. Aunque pueda parecer extraño, ya no nos impresionaban estas cosas. Estábamos molidos, hechos polvo y, sobre todo, desesperados por salir de la maldita Pirámide del Viajero, a quien ya habíamos tenido el gusto de saludar. Necesitábamos volver a la superficie y ver el cielo, respirar aire limpio, cenar en abundancia y pillar la cama para dormir doce o quince horas sin interrupciones.
Bajamos la escalera sin querer prestar atención al pequeño detalle de que nos estábamos hundiendo aún más en la tierra en lugar de ascender, pero duró poco. Después de veintitantos escalones nos encontramos en un estrecho pasillo rocoso que avanzaba en línea recta y que siguió en línea recta durante una hora. Y luego, durante dos. Y cuando ya estábamos acabando la hora tercera de rectitud fue cuando nos dimos cuenta de que hacía mucho tiempo que habíamos dejado atrás Tiwanacu-Taipikala y que debíamos de encontrarnos a varios kilómetros de distancia en dirección oeste, según aseguraba la brújula.
Por fin, cerca ya de las cuatro de la madrugada y más muertos que vivos, topamos con otras escaleras que ascendían. Pero antes, claro, no podía faltar la sorpresa final.
Apenas había puesto el pie en el primer peldaño -yo iba el primero-, después de comprobar que estaba limpio de musgo negro y resbaladizo, la voz ronca y deshuesada de Jabba, que venía detrás, me sacó del letargo.
– Root, te has saltado algo.
Me volví, más para mirarle a él que para saber a qué demonios se refería -parecía un fardo, con ojeras y una horrible sombra rojiza de barba en la cara transparente-, y vi que, sin moverse, señalaba con el dedo una especie de hornacina abierta en la pared a media altura, situada justo donde empezaba la escalinata.
Retrocedí un paso y me puse delante de la cavidad, sacando del bolsillo la pequeña linterna Maglite porque me sentía incapaz hasta de inclinar la cabeza para iluminar el hueco. Allí, como en el atril que descubrimos tras pasar la primera cabeza de cóndor, había otra pieza de piedra que estaba diciendo «cogedme». Era un simple aro, una plancha redonda de unos veinte centímetros de diámetro y cuatro o cinco de alto, agujereada en el centro a modo de gruesa y pesada pulsera. La catedrática, que iba la última, adelantó a Proxi, que ni se había inmutado, y se puso al lado de Jabba para mirar la pieza.
– ¿Se han fijado en que tiene grabada una flecha? -exclamó con voz cansada.
Era cierto. El aro de piedra presentaba una punta de flecha muy simple -dos rayas que convergían en un extremo- tallada en su parte superior.
– ¿Nos tenemos que llevar este donut? -preguntó Jabba, desdeñoso. Sin duda, tenía hambre.
– Yo diría que sí -respondí-. Pero, esta vez, no me toca a mí cargarlo porque yo ya llevé la otra plantilla.
– Qué morro tienes -se quejó, pero lo tomó con la mano derecha y, al izarlo, un ruido de ruedas dentadas y poleas se escuchó en la parte alta de la escalera. Sin darnos tiempo para reaccionar, un repentino soplo de aire fresco pasó rozándonos y se nos coló por la nariz hasta los pulmones.
– ¡La salida! -exclamé feliz y, sin pensarlo más, me lancé escaleras arriba con el corazón a mil por hora. Tenía que salir de aquel agujero.
Lo primero que vi fue el cielo, maravillosamente lleno de estrellas. Nunca había visto tantas. Y, después, mucho campo abierto a mi alrededor, completamente negro, y, luego, sentí un frío de muerte, algo así como si me hubieran metido de repente en un congelador. Empecé a estornudar por el brusco cambio de temperatura y, mientras los demás iban saliendo al exterior y reponiéndose de la claustrofobia, gasté varios pañuelos de papel con aquel súbito catarro. Debíamos de estar a varios grados bajo cero y sólo llevábamos la ropa ligera que nos habíamos puesto el día anterior. Al instante, Jabba y Proxi empezaron también con los estornudos y aquello se convirtió en un concierto. Sólo Marta permanecía íntegra, casi inmune al helado frío nocturno del Altiplano. La vi mirar en una dirección y en otra, tan campante, y, finalmente, decidirse por la segunda.
– El pueblo de Tiahuanaco no está muy lejos -dijo, iniciando la marcha a través de aquella oscura estepa siberiana.
Nosotros, con los pañuelos en la mano, la seguimos como fieles corderillos.
– ¿Cómo lo sabe? -le pregunté entre estornudo y estornudo.
– Porque aquel pico de allá -y señaló una inmensa y lejana sombra casi imposible de reconocer en la negrura de la noche- es el Illimani, el monte sagrado de los aymaras, y hacia allí está el pueblo. Conozco bien este lugar. He jugado aquí de pequeña.
– ¿En este páramo? -se sorprendió Lola.
– Sí, en este páramo -murmuró sin dejar de caminar-. Con tres meses vine por primera vez a Bolivia con mis padres. Sólo permanecía en Barcelona durante el curso escolar y así fue hasta que me casé, tuve a mis hijos y terminé la carrera. Podría decirse que soy medio boliviana. Mis amigos eran los niños del pueblo de Tiahuanaco y nos dejaban libres para correr todo el día por estos campos. Hace treinta y cinco años por aquí ni siquiera sabíamos lo que era un turista.