– Pues inaudito o no -repuse volviendo a su lado-, toda esta gran nave huele a gasolina, a pesar de que los cinco cuerpos están encerrados en pesados sarcófagos de oro.
Ella se quedó callada unos instantes y, luego, se pinzó el labio inferior con el pulgar y el índice en un gesto muy suyo y que me recordaba mucho a mi madre en el momento de interpretar la pantomima titulada Estoy pensando profundamente.
– Bueno, cuando encontremos a los yatiris -dijo, al fin, muy tranquila- se lo preguntaremos. ¿Le parece bien?
Jabba estalló en una sonora carcajada que retumbó por toda la nave.
– ¡Muy bueno, doctora, muy bueno! -exclamó.
Y siguió riéndose como un loco, sin darse cuenta de que Lola, Marta Torrent y yo le observábamos completamente serios.
– ¿Qué pasa, eh? -preguntó al fin, sorprendido, secándose las lágrimas de los ojos-. ¿No os ha hecho gracia?
De repente, una luz se iluminó en su cerebro.
– ¡Ah, no! ¡De eso nada! -exclamó a pleno pulmón-. ¡No pienso seguiros en esa locura! Pero, ¡si ni siquiera sabemos cómo salir de aquí! ¿Estáis mal de la azotea o qué?
Los tres seguimos mirándole sin sonreír. La verdad es que debíamos de parecer un trío de locos peligrosos que contemplan fríamente a su víctima antes de empezar a caminar lentamente hacia ella con intenciones criminales, pero, afortunadamente, no había ningún testigo que pudiera contarlo, salvo Jabba, claro, y a él se le podía hacer callar fácilmente con un buen soborno traducido en sueldo.
– En una cosa tiene razón -matizó Proxi sin cambiar ni el gesto grave ni la postura-. Primero tenemos que salir de aquí.
– Vale -fue mi inteligente aportación.
– Pues, venga, vámonos -se burló Marc, sentándose en el escalón de piedra que sostenía el sarcófago-. Es muy tarde y tengo hambre. También estoy cansado y necesito darme una ducha en cuanto lleguemos al hotel. ¡Oh, pero… pero si son las once y media de la noche, hora local! Bueno, pues mejor nos quedamos, ¿qué os parece? Podemos dormir aquí y mañana ya veremos.
– Cállate, Marc -le conminó Proxi, tomando asiento a su lado-. ¿No decías que los paneles de tocapus del segundo cóndor habían despertado tu parte de animal informático? ¿Por qué no pones en marcha ese magnífico cerebro de hacker y analizas la situación como si fuera un desafío de código?
Yo me dejé caer al suelo, delante de ellos, y solté la bolsa con descuido.
– Siéntese con nosotros, doctora Torrent -le dije a la catedrática-. A lo mejor se nos ocurre algo.
– Podría empezar por llamarme Marta a secas -respondió ella, sentándose con las piernas cruzadas a mi lado. Hacía bastante frío en aquel maldito lugar.
– Bueno, pero conste que a mí me gustaba mucho que me llamara señor Queralt. Nadie me llama así nunca.
Jabba y Proxi se echaron a reír.
– Es que no tienes pinta de señor, Arnauet -se burló Proxi-. Con esa melena, ese pendiente y esa perilla de caballero decimonónico más pareces un poeta romántico o un pintor que un hombre de negocios.
Las tonterías continuaron durante algunos minutos más. Como otras muchas veces desde que había empezado aquella extraña historia, necesitábamos descompresión. Estábamos demasiado agotados y resultaba agradable olvidar por un momento la realidad que nos envolvía, sarcófagos incluidos. Pero, finalmente, nos quedamos callados.
– No hemos recorrido todo el perímetro de la cámara -comenté después de un rato.
– Cierto -corroboró mi amigo-. Quizá estamos aquí, perdiendo el tiempo, mientras hay una hermosa puerta entreabierta en algún lado.
– No sueñes -le dijo Lola, pasándole una mano por el pelo para arreglarle un mechón fuera de sitio.
– Bueno, pues algo parecido -insistió él-. Un agujero en el techo o algo así. Opino que deberíamos dividirnos. Somos cuatro, ¿no? Pues cada uno se queda con un muro de la nave. Si no encontramos nada…
– El planteamiento es malo -le atajé-. A quien le toque el muro de la puerta tiene que recorrer el pasillo o uno de los laterales para llegar, lo cual es una pérdida de tiempo. Propongo que hagamos dos equipos. Partimos desde aquí, desde los sarcófagos, luego cada equipo recorre un lateral y volvemos a encontrarnos en la puerta. De ese modo averiguamos si aquélla se puede abrir y, si no, volvemos por el pasillo hasta aquí y empezamos de nuevo. Tiene que haber una salida a la fuerza.
Mi idea fue aceptada porque, obviamente, era muy buena, pero no hubo ocasión de ponerla en práctica. Antes de separarnos, nos dio por examinar la tarima de piedra del sarcófago del Viajero y resultó que, justo donde Jabba había estado poniendo los pies para quitar y colocar la cubierta, se encontraba un nuevo panel de tocapus. Increíblemente, había estado pisándolo sin darse cuenta y, por suerte, no había ocurrido ninguna desgracia. Si hubiera habido luz ambiental, lo habríamos localizado en seguida, pero al iluminarnos sólo con los frontales, la zona posterior al sarcófago había permanecido todo el tiempo en la más completa oscuridad.
– ¿Tiene algún sentido, Marta? -preguntó Lola, inclinándose.
La catedrática le echó un vistazo y asintió.
– «Ya habéis aprendido cómo se escribe la lengua de los dioses. Venid a buscarnos y os ayudaremos a vivir. No traigáis la guerra porque no nos encontraréis. Queremos que sólo traigáis deseo de conocimiento.»
– ¿Pero eso no es lo mismo que dice la lámina de oro? -se enfadó Jabba.
– No exactamente.
Marta arrugó la frente y se quedó pensativa mirando el pequeño panel.
– Es sólo parte del mensaje original -se giró y estiró el cuello hacia la izquierda para observarlo-. Son frases del mensaje, pero no están todas.
– Bueno -me reí-, ya estamos en marcha de nuevo. Encendamos los cerebros.
– ¿Y qué frases son las que faltan? -inquirió Proxi.
Marta Torrent, haciendo un repetido ejercicio de cuello, las fue destacando:
– Falta un pedazo de la pregunta inicial, en concreto la parte que dice «…y estáis leyendo estas palabras». Luego falta la siguiente frase completa, «Merecéis conocer también sus sonidos». La siguiente oración la mantiene pero la fusiona con la quinta, componiendo una sola, haciendo desaparecer «Ni la muerte del sol, ni el agua torrencial, ni el paso del tiempo han acabado con nosotros». Falta, asimismo, el sexto enunciado, «Decid: vamos a buscaros porque queremos aprender», y después el resto está igual.
– No tiene ni pies ni cabeza -murmuró Proxi, contrariada.
– No creo que la clave esté en lo que falta -repliqué-, sino en lo que han dejado.
– Tampoco tiene ni pies ni cabeza -pro testó Jabba, sacándose del pantalón los faldones de la camisa para sentarse más cómodamente en el suelo-. ¿Podría repetirlo, Marta?
– «Ya habéis aprendido cómo se escribe la lengua de los dioses -volvió a leer ella con voz apagada-. Venid a buscarnos y os ayudaremos a vivir. No traigáis la guerra porque no nos encontraréis. Queremos que sólo traigáis deseo de conocimiento.»
– Aquí hay gato encerrado -mascullé, alisándome la perilla con despecho-. Lo oigo maullar pero no lo veo.
La catedrática se encaminó hacia su mochila y sacó una pequeña cantimplora que desprendió destellos metálicos bajo las luces. De repente descubrí que estaba más seco que un desierto.
– ¿Quieren un poco de agua? -nos ofreció-. Llevamos muchas horas sin beber.
– ¡Sí, por favor! -dejó escapar Proxi con toda su alma.
¡Qué trío de idiotas! ¿Cómo no se nos había ocurrido traernos agua? Mucha brújula Silva de último modelo, mucha navaja multiusos Wenger y mucho prismático Bushnell, pero, a la hora de la verdad, nada de agua ni de comida. Chapó.
– No hay bastante para los cuatro -se excusó la doctora-, así que, por favor, no beban demasiado.
Recuerdo la angustia que sentí mientras el líquido se colaba por mi garganta y me caía, frío, en el estómago vacío. Sólo podía pensar que o espabilábamos o, como había dicho antes Marc, en unas pocas horas estaríamos en unas condiciones físicas nefastas.