– ¿Y cuándo se supone que ocurrió? -preguntó Jabba, escéptico.
– Ése es otro dato interesante -comentó la doctora mientras se inclinaba para examinar el faldellín con flecos del Viajero-. Podría decirse que casi todas las versiones coinciden bastante: entre ocho mil y doce mil años atrás.
– El final de la Era Glacial… -murmuré, recordando de golpe el mapa del pirata turco, el lenguaje nostrático, la desaparición misteriosa de cientos de especies por todo el planeta (como el Cuvieronius y el toxodonte), etc. Pero la doctora no me escuchaba.
– «Éste es Dose Capaca, que emprendió el viaje a los seiscientos veintitrés años» -leyó en voz alta.
– ¿Eso es lo que dice el tejido que cubre las piernas? -se apresuró a preguntar Proxi, inclinándose hacia los delicados restos del gigante.
– Sí -respondió Marta Torrent-, pero quizá ese tejido y algunos de los objetos sean varios siglos posteriores al cuerpo. No podemos saberlo.
La catedrática se dirigió a continuación, distraída, hacia la plancha de oro con tocapus que estaba incrustada en el muro, a la izquierda de los sarcófagos. Se plantó delante, levantó la cabeza para iluminar los grabados y empezó a traducir:
– «Habéis aprendido cómo se escribe la lengua de los dioses y estáis leyendo estas palabras. Merecéis conocer también sus sonidos. Venid a buscarnos. Ni la muerte del sol, ni el agua torrencial, ni el paso del tiempo han acabado con nosotros. Venid y os ayudaremos a vivir. Decid: vamos a buscaros porque queremos aprender. No traigáis la guerra porque no nos encontraréis. Queremos que sólo traigáis deseo de conocimiento.»
Su fantástica voz de locutora radiofónica había impreso un tono solemne a las palabras del mensaje, de modo que Marc, Lola y yo nos habíamos quedado con caras de imbéciles.
– Será una broma, ¿verdad? -observé tras hacer un esfuerzo para reaccionar.
– No lo parece, señor Queralt.
– Pero… Es imposible que existan todavía. Esto lo escribieron antes de marcharse y no parece probable que aún permanezcan en algún sitio esperando la llegada de unos visitantes que hayan pasado por aquí y leído su mensaje.
– ¡De esos tipos ya no queda nada! -bramó Marc-. Alguien los habría visto alguna vez y lo habrían dicho en los telediarios. Además, el mensaje no tiene sentido. Empieza con una pregunta ridícula que invalida todo lo demás. Esto es la burla de unos estafadores.
– ¿Por qué es ridícula la pregunta con la que empieza el mensaje? -quiso saber la catedrática, volviéndose hacia él.
– Porque ¿de dónde sacan que la gente que haya llegado hasta aquí haya aprendido a leer estas láminas de oro? ¡Si ni siquiera sabemos cómo salir de esta pirámide! Si no estuviera usted o no tuviéramos el «JoviLoom» de su marido, ninguno de nosotros habría sobrevivido lo suficiente para descifrar esta maldita escritura con tocapus. -Jabba parecía realmente enfadado; a pesar de la fresca temperatura, su camisa mostraba grandes manchas de sudor en el cuello y la espalda-. Le recuerdo que estamos encerrados y que hace ya muchas horas que tomamos nuestra última comida. Si no encontramos una manera de volver a la superficie, la palmaremos en unos pocos días, tiempo insuficiente y condiciones físicas nefastas para aprender una lengua sin ayuda.
– No lo crea, Marc -repuso ella, con el ceño fruncido-. Observe el muro. Fíjese en estos dibujos. -Y fue señalando con el dedo unos relieves grabados en los sillares de piedra a lo largo de una banda alta que recorría toda la pared.
Como autómatas empezamos a caminar lentamente examinando las ilustraciones, que se componían de un gran tocapu seguido por una escena de arte tiwanacota en la que se representaba el sentido del mismo, a modo de cartilla escolar para enseñar a leer.
– Observen que el primer tocapu del muro es también el primero que aparece en el mensaje -nos iba explicando Marta Torrent-, y que el segundo y el tercero, que forman, como pueden ver por el dibujo, el verbo entender o comprender con los sufijos de tercera persona y de acción realizada, o pretérito perfecto, son también el segundo y el tercero del texto, etc. Me había llamado mucho la atención, al leer el contenido de la plancha, que el mensaje estuviera escrito exclusivamente con tocapus de contenido figurativo y simbólico. No hay ninguno que represente el sonido de una letra o una sílaba fonética. El mensaje está muy bien estudiado para que pueda representarse en la pared de manera visual. Miren, si no, a este hombrecillo que talla con un pequeño martillo y un fino cincel sobre una lámina. El tocapu previo es la raíz del verbo escribir.
– O sea -dije yo, sin dejar de caminar-, que los yatiris dejan un mensaje que puede traducirse o, al menos, comprenderse parcialmente en poco tiempo. Dan por sentado que deben entregar su invitación a gentes que no conocen su idioma ni su escritura. Lo tenían todo muy bien pensado. Pero, ¿y si hubiesen llegado hasta aquí los conquistadores? Imaginad por un momento que Pizarro entra con su caballo en esta cámara. ¿Creéis que nadie se hubiera dado cuenta de que estos dibujos eran una cartilla litográfica?
– Lo dudo mucho, señor Queralt -me respondió la catedrática, embelesada como yo en las increíbles representaciones grabadas en los muros-. Para empezar, porque los yatiris se tomaron muchas molestias en ocultar este lugar y no creo necesario recordarle todas las cosas que hemos tenido que hacer para llegar hasta esta cámara. Pero, incluso si Pizarro hubiera llegado (lo que, afortunadamente, no hizo porque no quedaría nada de todo esto), no hubiera sido capaz de comprender lo que veía. Él era analfabeto, desconocía las letras y su funcionamiento y, como él, ya supondrá que también su ejército de rufianes y aventureros. Quizá algún sacerdote versado en latines hubiera podido, pero habría llegado después de que todo el oro fuera sacado de aquí y fundido en lingotes para mandarlo a España, de manera que no habría visto ni la plancha de la pared con la invitación ni la otra que representa un mapa y que todavía no hemos estudiado.
Como movidos por un resorte, los cuatro giramos sobre nosotros mismos sin pestañear y emprendimos el camino de vuelta hacia los sarcófagos, lo que nos hizo sonreír hasta que alcanzamos la plancha y nos colocamos delante.
– Oye, Proxi -dije pasándole un brazo sobre los hombros-. ¿Por qué no sacas varias fotografías del señor Dose Capaca y de este mapa?
– Del mapa, vale -repuso ella-, pero del gigante no me atrevo. Sé que la luz podría perjudicarle. En los museos no te dejan tomar fotografías.
– ¡Pero eso es para que compres las postales a la salida, mujer! -exclamó Jabba.
– No, Marc, no -se alarmó la doctora-. Lola tiene razón. La luz concentrada del flash podría alterar las propiedades químicas de la momia, poniendo en marcha procesos biológicos de descomposición. Yo les rogaría, incluso, que volvieran a poner la cubierta en su sitio para no dañar más al Viajero con el oxígeno de esta cámara.
– Hablando de eso… -murmuré, cogiendo a Jabba por un codo y llevándomelo hacia el sarcófago para cumplir la orden-. ¿Por qué este sitio huele a gasolina? ¿No lo han notado?
– No se preocupe por eso, señor Queralt. Tiene una explicación lógica. En el proceso de momificación practicada en esta zona de Sudamérica se utilizaba abundantemente el betún, obtenido como residuo de la destilación del petróleo, así como resinas de distintas clases que, unidas al betún y sometidas al proceso de ahumado, producen también un fuerte olor a aceite de motor aun después de cientos de años.
– Después de miles de años, doctora -articuló Jabba sin resuello, ayudándome a poner la tapa sobre el sarcófago-, porque eso es lo que tiene este Capaca en los huesos.
Proxi, mientras tanto, iba tomando fotografías del extraño mapa dibujado en la segunda plancha de oro.
– No sé qué decirle, Marc -murmuró Marta Torrent-, no soy bioarqueóloga y mis conocimientos sobre momificación se limitan a las técnicas practicadas durante el Perú incaico. Pero, con todo, sigue siendo sorprendente que este cuerpo se haya conservado así. No soy capaz de imaginar qué artes emplearon los yatiris para lograr que haya durado ocho mil o diez mil años. Me parece absolutamente sorprendente. En realidad, diría que es inaudito.