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– Volved aquí -les dije poniéndome las manos en la boca a modo de bocina-. Ya no podemos salir.

Regresaron cabizbajos y furiosos.

– ¿Por qué no se nos ocurrió que algo así podría pasar? -murmuró Marc, conteniendo a duras penas su irritación.

– Porque no somos tan listos como los yatiris -le dijo la doctora Torrent.

Pasado el momento de desconcierto, volvimos la vista de nuevo hacia los sarcófagos de oro, pero ahora estabamos serios y preocupados, sin el buen humor anterior. Mirábamos aquellos dorados cajones mientras cada uno se preguntaba en silencio cómo demonios saldríamos de allí.

Por hacer algo, subimos el escalón de piedra y nos quedamos embobados, sin saber qué decir ni qué hacer ante la vista de las siluetas labradas en las cubiertas de los sarcófagos (al menos, del principal y de los dos colocados más abajo). Unas imágenes muy realistas mostraban a unos tipos raros que, si era cierto lo que veíamos, debieron de medir unos tres metros y medio de altura, poseer unas hermosas barbas y haber sufrido la deformación frontoccipital.

– ¿Los gigantes…? -murmuró Lola, espantada.

Pero ninguno contestó a su pregunta porque, sencillamente, no nos salía la voz del cuerpo. Si eran los gigantes, la crónica de los yatiris había dicho la verdad. En todo.

– No puede ser… -rezongué, al fin, malhumorado-. ¡Que no, que no puede ser! ¡Ayúdame, Jabba! -voceé, colocándome a un lado del sarcófago principal y metiendo los dedos entre la caja y la tapa para empujar ésta hacia arriba. Ambas tenían un tacto suave pero helado.

Marc me siguió como una sombra, mosqueado también, y con la fuerza de la rabia conseguimos levantar aquella pesada cubierta de oro que se deslizó con suavidad al principio para luego caer pesadamente hasta el suelo por el otro lado con un gran estruendo. Una rápida y sorprendente vaharada a gasolina me subió por la nariz. La voz de la doctora nos hizo reaccionar.

– ¿Saben la tontería que acaban de hacer? -dijo muy tranquila. Al mirarla, vimos que Lola se había colocado a su lado y que también parecía enfadada-. Pueden haber echado a perder para siempre una seria y delicada investigación sobre este sepulcro. ¿Nadie les ha comentado que nunca debe tocarse nada cuando se hace un descubrimiento arqueológico?

– Acabáis de cometer la estupidez más grande del mundo -declaró Proxi, poniendo los brazos en jarras y fulminando a Jabba con la mirada-. No había ninguna necesidad de abrir ese sarcófago.

Pero yo no estaba dispuesto a sentirme culpable.

– Sí la había -aseguré con voz vibrante-. Cuando salgamos de aquí me dará lo mismo que entre un ejército de arqueólogos y que sellen este lugar durante los próximos cien años, pero ahora es nuestro y hemos trabajado muy duro para encontrar un remedio que le devuelva la cordura a Daniel. ¿Y sabes qué, Proxi? Que no creo que lo encontremos… No aquí -y estiré el brazo derecho abarcando con mi gesto la nave que teníamos a nuestras espaldas-. ¿O tú serías capaz de localizar las láminas de oro en las que se explica la forma de hacerlo? Si dentro de este sarcófago hay un gigante, quiero, al menos, marcharme con la certeza de que los yatiris decían la verdad y de que hay esperanza. Si no lo hay, podré volver a casa con la conciencia tranquila y sentarme a esperar que los medicamentos y el tiempo surtan efecto.

Nada más terminar de hablar, bajé la mirada para contemplar aquello que habíamos dejado al descubierto. Casi me muero del susto: un ancho rostro de oro me contemplaba con ojos hueros y felinos desde una cabeza de tamaño descomunal de la que sobresalía, hacia arriba, un cráneo cónico cubierto por un chullo hecho enteramente de joyas y, hacia ambos lados, unas enormes orejeras circulares también de oro con mosaicos de turquesa. Mi mirada fue descendiendo a lo largo de aquel cuerpo interminable, contemplando un pectoral muy deteriorado de cuentas blancas, rojas y negras que dibujaban rayos solares en torno a la figura del Humpty-Dumpty de Piri Reis y sobre este pectoral descansaba un increíble collar hecho con pequeñas cabezas humanas de oro y plata. Los brazos de la momia estaban al aire y podía verse una piel muy fina y apergaminada bajo la que se adivinaba un hueso casi pulverizado. Sin embargo, sus muñecas estaban cubiertas por anchos brazaletes fabricados con diminutas conchas marinas que el tiempo había respetado, no como a aquellas manos gigantescas, que parecían garras de águila tostadas por el fuego y que descansaban apoyadas sobre un tórax de oro que nacía desde debajo del pectoral. El tamaño de cada uno de aquellos huesos, que parecían dibujados con arena, daba realmente miedo. Noté que junto a mí se colocaban Lola y Marta Torrent y percibí su sobresalto por el gesto de retroceso inconsciente de sus cuerpos. Las piernas del Viajero -pues aquél era, sin duda, el famoso Sariri que tanto protegían los yatiris- aparecían cubiertas por una tela con flecos, muy dañada, en la que aún podía verse el diseño original de tocapus, y los pies, los enormes pies, estaban encajados en unas sandalias de oro.

Nos encontrábamos frente a los restos del Viajero, un gigante de tres metros y pico que venía a confirmar lo que contaba, por un lado, el mito de Viracocha, el dios inca, el llamado «anciano del cielo», que había creado, en las inmediaciones de Tiwanacu, una primera humanidad que no le gustó, una raza de gigantes a los que destruyó con columnas de fuego y con un terrible diluvio, dejando, a continuación, el mundo a oscuras; y, por otro lado, corroborando también lo que afirmaba la crónica de los yatiris, en la que se decía que del cielo había venido una diosa llamada Oryana que, de su unión con un animal terrestre, parió una humanidad de gigantes que vivían cientos de años y que, tras construir y habitar Taipikala, desaparecieron por culpa de un terrible cataclismo que apagó el sol y provocó un diluvio, dejándolos enfermos y debilitados hasta convertirlos en la humanidad pequeña y de corta vida que éramos ahora.

Marc expresó en voz alta lo que yo mismo tenía en mente:

– Lo que me mosquea es que, al final, la Biblia va a tener razón con lo del diluvio, precisamente ahora que ya no hay nadie que se lo crea.

– ¿Cómo que no, Marc? -exclamó la doctora Torrent, sin dejar de contemplar al Viajero-. Yo sí lo creo. Es más, estoy absolutamente convencida de que ocurrió de verdad. Pero no porque la Biblia judeocristiana relate que Yahvé, descontento con la humanidad, decidiera destruirla con un diluvio que duró cuarenta días y cuarenta noches, sino porque, además, el mito de Viracocha cuenta exactamente lo mismo, y también la mitología mesopotámica, en el Poema de Gilgamesh, donde se cuenta que el dios Enlil envió un diluvio para destruir a la humanidad y que un hombre llamado Ut-Napishtim construyó un arca en la que cargó todas las semillas y las especies animales del mundo para salvarlas. También aparece mencionado en la mitología griega y en la china, donde un tal Yu construyó durante trece años unos enormes canales que salvaron a parte de la población de la destrucción por el diluvio. ¿Quiere más? -preguntó, volviéndose a mirarlo-. En los libros sagrados de la India, el Bhagavata Purana y el Mahabharata, se recoge el diluvio con todo detalle y se repite la historia del héroe y su barca salvadora. Los aborígenes de Australia tienen el mito del Gran Diluvio que destruyó el mundo para poder crear un nuevo orden social, y también los indios de Norteamérica cuentan una historia parecida, y los esquimales y casi todas las tribus de África. ¿No le parece curioso? Porque a mí sí. Mucho.

Bueno, tantas coincidencias no podían ser casualidad. Quizá era cierto que había existido un diluvio universal, quizá los libros y los mitos sagrados necesitaban una revisión científica, una lectura laica e imparcial que desvelara la historia auténtica transformada en religión. ¿Por qué negarles toda validez a priori? A lo mejor contenían verdades importantes que nos estábamos negando a aceptar sólo porque olían a superstición e incienso.

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