Sin darnos cuenta, formamos una línea compacta frente a la creciente abertura, uno al lado de otro, callados, expectantes, dispuestos a enfrentarnos a lo más inaudito o extraño que hubiéramos visto en nuestras vidas. La doctora Torrent, que fue la primera en ver el recinto, exhaló una exclamación de sorpresa. Mi cara todavía se enfrentaba a la piedra y, aunque hubiera podido agacharme para mirar, estaba como paralizado, y no sólo por el aire frío que salía a borbotones de allí. Cuando, por fin, la luz de mi frontal penetró en la cámara y se perdió en la profundidad de las sombras, yo también dejé escapar un gruñido de sorpresa: un mar de oro brillante se prolongaba desde apenas unos metros por delante de nuestros pies hasta el invisible fondo de aquel almacén preincaico de polígono industrial. Planchas y más planchas de oro de, aproximadamente, un metro de alto por más de metro y medio de largo se apoyaban unas en otras formando hileras perfectas que se adentraban hacia el recóndito fondo, dejando un estrecho pasillo en el centro. Era imposible saber cuántas filas de aquellas habría de izquierda a derecha porque tampoco distinguíamos los extremos. Sólo veíamos que era enorme, que traducir todo aquello costaría años de duro trabajo y que haría falta la colaboración de mucha gente para sacar de allí una historia completa. ¿Cuántas planchas habría a la vista, sólo a la vista? ¿Cincuenta mil, cien mil…? ¿Quinientas mil? ¡Era una barbaridad! ¿Dónde estaba el principio? ¿Y el final? ¿Estarían clasificadas mediante algún sistema desconocido o por temas, por épocas, por Capacas…?
La doctora Torrent fue también la primera en avanzar hacia el interior. Dio un paso dubitativo, y luego otro y se detuvo. Su cara reflejaba las chispas doradas que los frontales arrancaban de aquel océano de oro sobre el que no parecía haber caído en quinientos años ni una mezquina mota de polvo. Estaba fascinada, emocionada. Extendió la mano derecha para tocar la primera lámina que tenía delante pero, como aún quedaba lejos, dio un paso más con inseguridad y siguió caminando como una barquita en mitad de un tifón hasta que por fin apoyó la palma sobre el metal. Casi vimos surgir de ella el rayo azulado de un arco voltaico que se irradió hasta el techo, pero sólo fue una impresión. Dobló las rodillas y se puso en cuclillas, pasando la mano por los tocapus allí grabados con la misma delicadeza con que acariciaría el cristal más frágil del mundo. Para ella era la culminación de toda una vida de búsqueda y estudio. ¿Qué podría sentir aquella extraña mujer, me pregunté, frente a la biblioteca más completa y antigua de una cultura perdida que había investigado durante tantos años? Debía de ser una sensación incomparable.
Yo fui el siguiente en entrar en la cámara, pero, al contrarío que la doctora, no me detuve admirando aquellos textos escritos en oro. Seguí caminando en línea recta por el pasillo acompañado por Marc y Lola, que miraban fascinados a un lado y a otro. El frío aire del recinto olía como a taller mecánico, a una mezcla imposible de grasa y gasolina.
– ¿Qué dice eso que está usted examinando, doctora? -le preguntó Jabba al pasar junto a ella.
Con aquella peculiar voz de violonchelo, Marta Torrent respondió:
– Habla del diluvio universal y de lo que sucedió después.
No pude evitar reírme. Era como si yo le hubiera preguntado a Núria, mi secretaria, qué tal había pasado el fin de semana y ella, tranquilamente, me hubiera confesado que había estado cenando en la Estación Espacial Internacional y visitando la Muralla China. Por eso me entró risa, una risa incontenible, por la desproporción entre la pregunta y la respuesta, pero ¿qué otra cosa cabía esperar de una situación como aquélla?
– ¿De qué te ríes, Arnau? -quiso saber Lola, poniéndose a mi lado y disparando fotografías a diestro y siniestro como la reportera gráfica que era.
– De las cosas que nos pasan -repuse sin poder parar.
Entonces ella se rió también y Marc la imitó y, al final, hasta la doctora Torrent, que ya venía detrás de nosotros, se contagió de la risa tonta y nuestras carcajadas resonaron y se perdieron en la cámara de la serpiente cornuda, que, naturalmente, sólo era un poco más pequeña que los larguísimos pasillos que la rodeaban, por eso me recordaba a un almacén industrial de tamaño gigantesco. Al cabo de un buen rato de transitar entre aquellos millones de planchas de oro, una inquietud me sacudió por dentro: ¿dónde estaría exactamente el remedio para los ladrones como Daniel? ¿En cuál de aquellas láminas doradas se explicaría la forma de devolver la cordura a alguien que se creía muerto y que no reconocía nada de lo que le rodeaba? Me dije que todavía era pronto para preocuparse porque, quizá, la doctora sería capaz de localizar las planchas en las que se hablaba del poder de las palabras, pero la intuición me decía, en vista del panorama, que lo que yo había pensado que sería cuestión de nada después de tanto esfuerzo por llegar hasta allí, iba a convertirse en un arduo trabajo de muchos años y, encima, sin garantías de éxito. ¿De dónde demonios nos habíamos sacado nosotros que el remedio para curar a Daniel se escondía en aquella maldita cámara? De momento, que se supiera, sólo una persona en el mundo -la doctora Torrent- sabía leer el aymara y ni en sus mejores sueños sería capaz de completar una tarea de semejante envergadura, y sólo para introducir aquellos datos en una montaña de ordenadores que utilizaran una versión mejorada del maldito «JoviLoom», haría falta la población entera de Barcelona trabajando a destajo durante varios lustros. Sentía que el alma se me caía lentamente a los pies, así que resolví no deprimirme antes de hora y seguir caminando hacia el final de aquel pasillo por si los yatiris habían decidido dejar el remedio farmacéutico un poco más a mano.
En mitad de aquella nave, parecíamos náufragos que bogan a la deriva durante una eternidad, pero, por fin, al cabo de unos pocos minutos, divisamos un muro lejano, una pared al fondo, y eso nos animó a apretar el paso porque, con la ayuda de las pequeñas y potentes linternas Mini-Maglite, nos había parecido divisar, al pie de la pared, algo parecido a un contenedor con muchas cajas encima.
La cercanía nos fue despejando la imagen pero no por ello adivinábamos de qué se trataba; no se parecía a nada que pudiéramos identificar de un simple vistazo. Ni siquiera cuando estuvimos a un tiro de piedra conseguimos descifrar lo que estábamos viendo. Hizo falta llegar hasta allí, subir el escalón de piedra e inclinarnos sobre los bultos para caer en la cuenta de que lo que habíamos tomado por un altar era un monstruoso sarcófago de oro de unos cuatro metros de largo por uno de alto, casi idéntico a los de los faraones egipcios salvo por la pequeña diferencia de que aquí la cabeza del féretro era puntiaguda. Las cuatro cajas que, en un principio, nos había parecido que estaban situadas encima del supuesto altar, eran otros tantos ataúdes de tamaño descomunal colocados sobre repisas de piedra que sobresalían de la pared a distintas alturas. Dos láminas del mismo tamaño que la gran tarima aparecían incrustadas en la pared a uno y otro lado del sarcófago principal; la de la izquierda contenía un texto en tocapus; la de la derecha, el dibujo de lo que parecía un paisaje cubista.
Y, en aquel preciso momento, un rugido ensordecedor nos hizo girarnos a la velocidad del viento hacia el camino por el que habíamos venido.
– ¿Qué demonios ocurre? -gritó Jabba.
Por un momento temí que todo aquel lugar se viniera abajo, pero el sonido era muy localizado, rítmico, conocido…
– La puerta se está cerrando -voceé.
– ¡Corred! -exclamó Jabba iniciando una absurda carrera por el pasillo mientras tiraba de la mano de Proxi.
Ni la doctora Torrent ni yo les seguimos. Era inútil. La puerta quedaba demasiado lejos. Entonces el ruido cesó.