Cenamos en abundancia y, como todavía era pronto -los relojes marcaban poco más de las ocho-, nos quedamos charlando y disfrutando de la buena temperatura. Yo nunca había sido boy-scout, ni había ido jamás de campamento, ni pertenecido a ningún club de excursionistas, de modo que era mi primera experiencia de una conversación alrededor de un fuego y no hubiera podido decir que me gustara porque sólo charlamos sobre las cosas que debíamos tener en cuenta los tres novatos para no sufrir un accidente. En cualquier caso, el cielo estaba cargado de unas estrellas grandes y brillantes como no las había visto en mi vida y me encontraba en una situación completamente anómala y extraordinaria por culpa de los tipos esos que conocían el poder de las palabras. Permanecía callado mientras los demás hablaban y miraba las caras de Marc y Lola, iluminadas por las llamas, sabiendo que estaban disfrutando, que encontrarse allí les encantaba y que, de una manera u otra, descubrirían la forma de enfrentarse a las dificultades que pudieran plantearse. En mí, por el contrario, sólo había una determinación racional ante el hecho de vivir aquella aventura en la naturaleza. Aquel lugar, pese a ser un claro junto a un arroyo limpio y de agradable sonido, no era mi sitio y, desde luego, no suponía un gran cambio respecto al pedazo de Infierno verde que habíamos atravesado aquella tarde, donde todo picaba, mordía o arañaba.
Finalmente, alrededor de las diez, nos fuimos a dormir, no sin antes haber dejado a buen recaudo los víveres y haber fregado y limpiado todos los restos de la cena para no atraer a ningún visitante nocturno. Efraín y Gertrude compartían tienda, claro, pero yo dormía con Marc, y Lola lo hacía con Marta, por aquello de que no íbamos a dormir Marta y yo bajo el mismo techo de lona plastificada.
A pesar del buen tiempo y de encontrarnos en la estación seca del año, a medianoche, cuando todos estábamos dormidos o intentando dormir -como era mi caso-, la hermosa noche estrellada se torció y sin que supiéramos de dónde habían salido las nubes portadoras de lluvia, se descargó desde el cielo un aguacero de esos que hacen historia y que venía acompañado, además, por un fuerte viento del sur que a punto estuvo de arrancar las piquetas de las tiendas. El fuego se apagó y no pudimos encender otro porque toda la madera estaba húmeda, de modo que tuvimos que permanecer de guardia para no terminar siendo la cena de cualquier fiera. Cuando, por fin, amaneció y la tormenta siguió su camino alejándose de nosotros, estábamos completamente agotados, mojados y helados, pues la temperatura, según marcaba mi GPS, había descendido hasta los quince grados centígrados, algo insólito para un bosque tropical pero fantástico para la caminata que nos esperaba aquel día, dijo Gertrude muy contenta.
Tomamos un desayuno cargado de alimentos energéticos y emprendimos el camino en dirección noreste, abriendo sendero a machetazos. Aquello era realmente agotador, de manera que hacíamos turnos ocupando el primer lugar para repartirnos el esfuerzo. En la segunda manga, mi mano derecha empezó a inflamarse y, para cuando me tocó la tercera, ya tenía unas dolorosas ampollas que amenazaban con reventar de un momento a otro. Gertrude me las pinchó, aplicó crema y me vendó con mucho cuidado y, luego, tuvo que hacer lo mismo con Marta, Lola, Marc y ella misma. El único que se salvó fue Efraín, que tenía las manos encallecidas por el reciente trabajo en las excavaciones de Tiwanacu. En esas condiciones, con el bosque todavía goteando la lluvia nocturna y el suelo convertido en gachas resbaladizas en las que los pies se nos hundían hasta los tobillos, apenas conseguíamos avanzar, con el agravante de que, quizá por la tormenta, los insectos estaban especialmente agresivos aquella mañana y la virulencia de sus ataques arreció conforme el sol fue subiendo en el cielo para alcanzar el mediodía. Con todo, el auténtico problema no eran los insectos, ni el barro, ni tampoco la maleza, ni tan siquiera los árboles, que ahora presentaban más variedad de especies y ya no eran sólo palmeras; el verdadero problema con el que nos enfrentábamos eran las delgadas lianas que colgaban de las ramas como guirnaldas de Navidad, formando sólidas murallas leñosas que había que talar a golpe de machete. Aquello era una pesadilla, un infierno y, para cuando nos detuvimos a comer, cerca de un riachuelo que, aunque venía señalado en los mapas con una tenue línea azul celeste, no parecía tener ningún nombre adjudicado, estábamos destrozados. Sólo Marc daba la impresión de encontrarse un poco más entero que el resto y, aun así, apenas era capaz de abrir la boca para articular una palabra. Nos quedamos sentados junto al pequeño curso de agua, con las manos extendidas como si estuviéramos pidiendo limosna. De repente, Lola soltó una carcajada. No sabíamos a cuento de qué venía aquello, pero, por la misma regla de tres, todos la imitamos y empezamos a reírnos como locos, sin poder parar de pura desesperación.
– ¡Creo que ha sido la peor experiencia de mi vida! -exclamó Efraín, dejando caer la cabeza sobre el hombro de Gertrude para ahogar las carcajadas que le impedían hablar.
– Yo no lo creo -añadió Marta-. Estoy completamente segura.
– Pues imagínense para nosotros -masculló Marc agitando sus manos vendadas en el aire para espantar a las moscas, avispas, mariposas y abejas que nos rodeaban.
– ¿Entienden ahora lo del «Infierno verde»? -preguntó Gertrude.
– No sé si podré aguantar dos semanas en estas condiciones -comenté, dándome una palmada en la nuca con la mano vendada para matar un mosquito.
– Nos acostumbraremos -me animó Lola, sonriendo-. Ya lo verás.
– ¡Pero si recién comenzamos! -observó Efraín, quitándose la mochila de los hombros y poniéndose en pie-. No se preocupe, compadre, que uno siempre puede mucho más de lo que cree. Ya verá como dentro de un par de días está hecho todo un indio.
– El indio ya lo estoy haciendo ahora -murmuré absolutamente convencido.
Efraín se quitó la camiseta y las botas y, sin pensarlo dos veces, con pantalones y todo, se metió en el agua armando un gran escándalo y salpicándonos a todos. En realidad, le hacía mucha falta porque se le podía confundir fácilmente con una escultura de barro. Era la una del mediodía y habíamos empezado a caminar a las seis, pero, para mí, aquel tiempo se había dilatado hasta el infinito. Mientras los demás seguían a Efraín en su ataque de locura y se metían también en el agua para limpiarse y pasarlo bien, yo consulté los mapas y el GPS y descubrí, consternado, que sólo habíamos avanzado algo más de seis kilómetros. Nuestra situación era 14° 17' latitud sur y 67° 23' longitud oeste. Ni encontrando una carretera en la selva llegaríamos esa noche al punto previsto para acampar. Lo de recorrer veintitantos kilómetros al día no había sido otra cosa que una estupidez, lo mismo que lo de la energía extra por haber descendido desde el Altiplano y respirar más oxígeno.
– Ánimo, Arnau -murmuré, hablando conmigo mismo-. Las cosas ya no pueden empeorar más.
Al final, como yo también estaba cubierto por una costra seca que se me acumulaba sobre la piel, decidí que necesitaba un baño. Jamás en mi vida había estado tan sucio, mugriento, pringoso y maloliente. Desde luego, era otra nueva experiencia que debía aprender a sobrellevar con valor, pero ésta sí que iba en contra de mis más elementales principios.
La marcha de la tarde no fue mucho mejor que la de la mañana, sólo un poco más lenta porque estábamos cansados y con las espaldas doloridas por el gran peso de nuestras mochilas. Lola llevaba en la mano, además, una bolsa de plástico con un par de caracoles capturados en las cercanías del riachuelo y parecía no importarle acarrear a aquellos dos animalitos cuyas conchas enrolladas sólo eran un poco más pequeñas que una ensaimada mallorquina. Durante la marcha descubrimos anchas columnas de hormigas que avanzaban entre los matorrales. Dado que medían unos dos centímetros cada una, la procesión resultaba impresionante. La columna más extensa con la que tropezamos estaba compuesta por unos individuos de color rojizo que cargaban enormes pedazos de hojas entre sus mandíbulas y que se dirigían hacia un impresionante montículo de tierra de casi medio metro de altitud.