Cuando Marc y Lola pasaron a recogerme para bajar a desayunar, cerca de las diez de la mañana, me encontraron dormido en el sillón con los pies descalzos sobre la mesa y la misma ropa que llevaba el día anterior.
Esa mañana tenía que hacer algo muy importante: iba a pelarme antes de tomar el vuelo de la TAM hacia Rurrenabaque. Según me había advertido Marta, el pelo largo en la selva era un reclamo para todo tipo de bichos.
El avión despegó a mediodía del aeropuerto militar de El Alto y en los cincuenta minutos que tardamos en llegar, el paisaje y el clima se modificaron radicalmente: del fresco, seco y más o menos urbanizado Altiplano situado a cuatro mil metros de altitud, pasamos a un agobiante, caluroso y selvático entorno tres mil metros más abajo. Yo tenía la firme convicción de que los militares nos detendrían en cuanto nuestros ciento y pico kilos de equipaje atravesaran los controles de seguridad (por los machetes, navajas y cuchillos), pero si pocos aeropuertos del mundo ponían en práctica tales controles ni siquiera después de los atentados del 11-S, en El Alto todavía menos, de modo que aquellas peligrosas armas embarcaron en la nave sin la menor dificultad. Efraín nos explicó que en cualquier vuelo que se dirigiera hacia zonas de selva era inevitable que los viajeros llevaran esas herramientas consigo y que no estaban consideradas como armas. Tal y como esperábamos, tampoco nos pidieron documentación alguna y mejor así porque ni Marc ni Lola ni yo llevábamos encima otra cosa que el DNI español, el documento nacional de identidad, ya que no podíamos arriesgarnos a perder o a estropear en la selva los pasaportes que nos conducirían de nuevo a casa cuando todo aquello terminara. El pobre Marc lo pasó fatal otra vez durante el vuelo y, aunque el viaje fue corto y agradable, con una voz que apenas le salía del cuerpo juró que sólo volvería a España si podía hacerlo en barco. Fue inútil que intentáramos explicarle que ya no había grandes líneas marítimas que ofrecieran viajes en trasatlántico como en la época del Titanic: él juró y perjuró que o encontraba una o se quedaba a vivir en Bolivia para siempre. El autobús de la TAM o, como lo llamaban allí, la buseta, nos recogió en plena pista de aterrizaje para trasladarnos hasta las oficinas de la compañía en el centro de Rurrenabaque, aunque llamar pista a la suave pradera cubierta de hierba alta y flanqueada por dos muros de bosque a modo de balizas sólo era un generoso eufemismo. El día que lloviera, observó Lola espantada, aquella franja de tierra se convertiría en un barrizal inutilizable.
Una vez en el centro de Rurrenabaque, rodeados por turistas de todas las nacionalidades que permanecían a la espera de entrar en el parque, nos metimos en uno de los bares del pueblo y comimos algo antes de salir en busca de una movilidad que nos condujera hasta las cercanías del lugar por donde pensábamos colarnos en el Madidi. Tuvimos suerte porque en el embarcadero -centro neurálgico y social de Rurrenabaque- sólo quedaba una desvencijada Toyota aparcada junto al río Beni y conseguimos alquilarla por unos pocos bolivianos a su propietario, un viejo indio de etnia Tacana que dijo llamarse don José Quenevo, quien, con medias e incomprensibles palabras, se comprometió también a llevarnos personalmente hasta donde quisiéramos por un pequeño suplemento adicional. La imagen del Beni era impresionante a esas horas de la tarde: el cauce era tan ancho como cuatro autopistas juntas y, al otro lado, podían verse las casas de adobe con techo de palma del pueblecito de San Buenaventura, gemelo menor de Rurre (como designaban los oriundos a su localidad, para abreviar). Seis o siete canoas de madera, tan largas como vagones de tren y tan delgadas que sus ocupantes iban sentados en hilera, cruzaban de un pueblo a otro acarreando verduras y animales. Por alguna razón, y a pesar del aire sofocante, me sentía fantásticamente bien contemplando el entorno de colinas verdes, el ancho río y el cielo azul cubierto de nubes blancas: la enorme mochila que cargaba a mis espaldas apenas me pesaba y me sentía optimista y ligero como una pluma mientras saltaba a la parte trasera de la sucia camioneta de don José, que no podía tener más barro ni aunque le vaciaran encima una hormigonera. Efraín se sentó delante con el viejo conductor tacana y le pidió que nos llevara hasta la cercana localidad de Reyes, donde pensábamos acampar durante unos días. Sin embargo, antes de que se cumpliese la media hora de camino, tal y como habíamos acordado, empezamos a golpear el techo de la cabina y le dijimos a Efraín en voz alta, para que don José pudiera oírnos con toda claridad, que queríamos bajarnos allí mismo y hacer el resto del camino a pie. Nuestro conductor detuvo tranquilamente la movilidad en mitad de aquel sendero tortuoso que era la carretera a Reyes -no nos habíamos cruzado con ningún vehículo y no se veía un alma por los alrededores- y, antes de abandonarnos en mitad de la nada, nos advirtió que todavía nos quedaba una hora larga de caminata hasta nuestro destino y que nos convendría darnos prisa para que la noche no se nos echara encima. Lo cierto es que aún lucía un sol espléndido, sólo mitigado por las alas de nuestros sombreros, de los que los seis íbamos provistos. Yo llevaba el panamá que me había comprado en Tiwanacu para ocultar mi pelo largo de la vista de Marta y, aunque ahora ese pelo descansaba en algún cubo de basura de La Paz -me lo había cortado al uno-, la verdad era que cumplía perfectamente su auténtico papel resguardándome del sol y de las picaduras de los mosquitos que, como nubes grisáceas, ondeaban a nuestro alrededor a pesar del repelente con el que nos habíamos embadurnado.
Después de infinidad de maniobras para girar su destartalada movilidad y reemprender el camino hacia Rurre, don José desapareció de nuestra vista y, por fin, nos quedamos completamente solos al borde mismo de la selva amazónica. Efraín sacó uno de los mapas del bolsillo de su pantalón y lo extendió en el suelo. Con ayuda de mi receptor GPS descubrimos que, como habíamos previsto, estábamos muy cerca de una de las casetas de control de los guardaparques del Madidi y el plan consistía en esperar ocultos a que cayera la noche para deslizamos en el recinto pasando bajo las mismas narices de los guardias dormidos. Aquella maniobra resultaba muy peligrosa porque meterse en la selva de noche y a oscuras era exponerse a tropezar con un puma, una serpiente o un tapir furioso, pero sólo pensábamos internarnos lo suficiente para cruzar los lindes del parque sin ser advertidos y, entonces, encontrar un sitio donde dormir y esperar la salida del sol. A partir de ese momento, nos aguardaba una larga semana de caminar sin descanso siguiendo la ruta trazada por el plano de la lámina de oro que yo mismo me había encargado de registrar punto a punto en el GPS, de manera que nos fuera indicando permanentemente el rumbo correcto.
Nos internamos en la parte oeste de la selva que, por no ser muy espesa y estar formada por delgadas palmeras, resultó fácil de atravesar. Además, todos marchábamos muy ligeros y descansados y fue entonces cuando Marta y Gertrude nos explicaron que esa energía que sentíamos era justo el efecto contrario al soroche, ya que ahora había más oxígeno en el aire por el cambio de altitud, y que lo experimentaban todos cuantos descendían desde el Altiplano hasta la selva.
– Nos durará unos cuantos días -añadió Gertrude, que cerraba la marcha-, así que saquémosle todo el partido posible.
El reparto de responsabilidades humanas había sido confeccionado democráticamente la noche anterior: Marc había ido a caer en manos de Gertrude y, por lo tanto, caminaba ahora delante de ella, ocupando el penúltimo lugar; Lola le había correspondido a Marta, así que iba delante de Marc; y yo pertenecía a Efraín, que iba el primero, abriendo camino machete en mano, aunque, como yo era mucho más alto que él, tenía que agachar la cabeza con frecuencia para no herirme en la cara.