– Espera, Marta -se me adelantó la doctora Bigelow-. Está bien que olvides lo de Daniel si así lo quieres, pero no les has dejado opinar sobre la expedición. Quizá no haga falta ningún tipo de negociación. ¿Qué dicen? -nos preguntó a los tres.
¿Estaban jugando al poli malo y al poli bueno para desconcertarnos? ¿O era de nuevo mi desconfianza hacia el ser humano en general?
– ¿Qué dices tú, Arnau? -me preguntó Lola pero, de nuevo, Marc se me adelantó:
– Nosotros sólo queremos curar a Daniel de la dichosa maldición aymara. Si ustedes pretenden meterse en la selva, es su problema, pero podríamos darles la documentación a cambio de la cura, o sea, que si nos traen el remedio…
– Déjame a mí, Marc -le corté. Mi colega estaba lanzado y, en el fondo, quería evitar a toda costa que nos viéramos envueltos en un extraño viaje a la selva amazónica. Podía entenderle, pero no opinaba lo mismo-. Cuando hemos empezado esta conversación, Efraín y usted, Marta, nos han ofrecido trabajar en equipo. Nos han hablado de colaboración. Ahora veo que lo que querían en realidad era el material y alejarnos de esta historia.
– Eso no es cierto -dijo el arqueólogo-. Se los puedo asegurar. Ya saben cómo es Marta de impulsiva. A priori nunca puede confiar en nadie. ¿Está bueno, comadrita?
– Está bueno, Efraín -murmuró ella y, luego, añadió a modo de disculpa-. Me he precipitado. Lo lamento. Suelo adelantarme a los pensamientos de los demás y sé que para ustedes un viaje a la selva resulta impensable. Por eso he llegado a la conclusión de que iban a rechazar nuestra oferta de sumarse a la expedición y he sentido miedo de que se llevaran el material o de que se negaran a compartirlo con nosotros.
Relajé los músculos y me tranquilicé. Yo, en su lugar, hubiera pensado lo mismo. Sólo que no hubiera sido tan directo. Pero podía entender sus sospechas.
– Bueno, ¿qué dicen? -nos preguntó la doctora yanqui-. ¿Vienen con nosotros?
Jabba abrió la boca de manera ostensible para decir algo pero, también ostensiblemente, Proxi le propinó un pisotón tremendo que me dolió incluso a mí. Mi amigo, claro, cerró la boca de golpe.
– Yo sí que voy -dije muy serio-. No me gusta en absoluto la idea pero creo que debo intentarlo. Es mi hermano quien necesita ayuda y, aunque estoy seguro de que ustedes harían todo lo posible por traer el remedio que necesita, yo no me podría quedar tranquilo esperando. Además, y perdónenme si soy demasiado sincero, si por casualidad no lo trajeran, siempre pensaría que fue porque yo no les acompañé, porque ustedes no pusieron el interés necesario o porque, al no ser su objetivo principal, lo dejaron pasar por alto sin darse cuenta. De modo que debo ir, pero no puedo hablar por boca de mis amigos porque ellos ya han hecho mucho y tienen que tomar su propia decisión. -Miré a Marc y a Lola y esperé.
Jabba, con el ceño fruncido, permaneció mudo.
– ¿Nos descontarías el tiempo de nuestras vacaciones? -me preguntó Lola, recelosa.
– ¡Por supuesto que no! -respondí, ofendido-. No soy tan cabrón, ¿no es cierto?
– Perdona, Arnau, pero siempre hay que desconfiar de los jefes y mucho más de un jefe que también es amigo. Ésos son los peores.
– No sé de qué planeta vienes tú, hija mía -repuse muy molesto-, pero no creo que tengas motivos para quejarte de mí.
– No, si no los tengo -afirmó muy templada-. Pero mi madre me enseñó desde pequeña que toda precaución es poca y como experta en seguridad informática lo ratifico. Bueno, pues si no nos vas a descontar el tiempo de las vacaciones, entonces te acompañamos.
– ¡Yo también tendré algo que decir, ¿no?! -protestó Jabba, imponiéndose a Proxi-. No estoy de acuerdo con esta decisión que se ha tomado en mi nombre. Yo no quiero ir a la selva. ¡Ni muerto pienso entrar en un lugar tan peligroso! Me gusta mucho la naturaleza, eso es verdad, pero siempre y cuando sea una naturaleza normal, europea… sin animales salvajes ni tribus de indios que disparan flechas al hombre blanco.
Proxi y yo nos miramos.
– Arnau es más cobarde que tú -le animó ella- y va a ir sin protestar.
– Él tiene a su hermano enfermo y yo no.
– Está bien -dijo Lola, dándole de lado-, pues no vengas. Iremos Root y yo. Tú puedes volverte a Barcelona y esperarnos.
Eso pareció hacer mella en él. La idea de ser separado del grupo, marginado, devuelto a Barcelona como un paquete y, sobre todo, el hecho de que Lola vagabundeara por el mundo sin él, corriendo el riesgo de caer en brazos de otro (la selva, ya se sabe, es muy afrodisíaca y los salvajes, muy delgados y atractivos), era más de lo que podía soportar. Puso cara de huérfano arrepentido y una mirada perdida y lastimera.
– ¿Cómo voy a dejar que vayas sin mí? -protestó débilmente-. ¿Y si te pasa algo?
– Alguien me echará una mano, no te preocupes.
Marta, Efraín y Gertrude nos miraban desconcertados. Todavía no estaban seguros de si la escena que tenía lugar ante sus ojos era un conflicto serio o una bobada normal. Con el tiempo llegarían a acostumbrarse y a no darle la menor importancia, pero en aquella primera entrevista se les notaba perdidos. Había que hacer algo. Tampoco era plan alargar una situación violenta para nuestros anfitriones.
– Bueno, deja de hacer el idiota, anda -le dije-. Te vienes y en paz. Ya sabes que Lola jamás admitirá que le da miedo ir sin ti.
– ¡Qué! -se sorprendió ella-. Arnau, tú sí que eres idiota.
Le hice un significativo movimiento de cejas para que comprendiera mi maniobra, pero no pareció darse por enterada.
– Vale, iré -concedió Marc-. Pero tú corres con todos los gastos.
– Por supuesto.
Marta, que ya había tenido ocasión de conocer (un poco) a Jabba dentro de la pirámide, fue la primera en reaccionar:
– Muy bien. Entonces, decidido. Iremos los seis. ¿Les parece que quedemos aquí mañana para empezar a trabajar sobre el mapa de oro?
Yo asentí.
– Pero, ¿y sus excavaciones en Tiwanacu? -pregunté.
– Suspendidas hasta nuestro regreso por trámites burocráticos -dijo Efraín con una gran sonrisa en los labios-. Y, ahora, ¿les apetece un buen trago de aguardiente de Tarija? ¡No lo habrán probado mejor en sus vidas, se los prometo!
Cargados con todo nuestro equipo informático y con el material que sacamos de la pirámide (rosquilla incluida), cogimos al día siguiente una movilidad y nos presentamos a media mañana en casa de Efraín y Gertrude. Por lo visto, Marta se alojaba allí siempre que se encontraba en Bolivia, así que era como su segunda residencia pues, según nos contó, pasaba en Bolivia al menos seis meses al año. Yo me pregunté qué tipo de matrimonio era el suyo, con el marido viviendo en Filipinas y ella paseándose de un extremo a otro del mundo en la dirección contraria, pero, en fin, aquél no era asunto mío, aunque no por eso Proxi se abstuvo de especular abundantemente sobre el tema durante unos cuantos días.
Aquel miércoles, 12 de junio, salió fresco y otoñal así que no nos importó sacrificarlo trabajando en el dichoso plano cubista de la cámara. Teníamos que encontrarle un sentido y, para ello, Efraín había recurrido desde buena mañana a todos sus conocidos y amigos en los ministerios y en el ejército con el fin de encontrar la cartografía más detallada de Bolivia que existiera en ese momento. Un par de becarios de Tiwanacu y un conscripto (17) la trajeron al poco de llegar nosotros y nos quedamos impresionados al ver la enorme cantidad de zonas del país -especialmente de la Amazonia boliviana- que aparecían vacías y con el rótulo «Sin datos». Aquéllos, por supuesto, no eran mapas de andar por casa ni mucho menos. Eran los mejores y más detallados mapas oficiales del país, de modo que no se andaban con chiquitas pintando de colorines los vacíos geográficos. Resultaban especialmente penosas las ampliaciones de las zonas selváticas que había pedido Efraín. Fue entonces, viendo aquellos agujeros blancos, cuando comprendí lo que él nos había dicho la noche anterior: el mundo no está totalmente explorado, ni totalmente cartografiado, ni los satélites lo vigilan todo desde el cielo por mucho que se empeñen en hacernos creer lo contrario.