– ¿Y tienen éxito? -pregunté con una sonrisa de ironía en los labios, sonrisa que se cortó en seco en cuanto di el primer sorbo a mi café… ¡En mi vida lo había probado tan fuerte y espeso! ¿Aquél era el maravilloso café de Bolivia o es que en aquella casa les gustaba el cianuro?
– Pues sí -me respondió la doctora Bigelow, sorprendiéndome porque hasta ese momento no había abierto la boca-. Sí tienen éxito. Yo misma he formado parte del equipo médico en un par de ellas y siempre hemos regresado con un material realmente interesante. En ambas se localizaron pequeños grupos de indios de tribus desconocidas que salieron huyendo en cuanto nos vieron tras dispararnos algunas flechas. No quieren contacto con el hombre blanco.
Hablaba con un fuerte acento norteamericano, muy nasal y suavizando mucho las erres, pero sin apenas traza de la dulce musicalidad y de los giros bolivianos. Quizá ambas cadencias fueran incompatibles en su boca a pesar de la fluidez con la que articulaba el castellano.
– Se supone que quedan casi un centenar de grupos de indios no contactados en la selva -nos aclaró el arqueólogo-. De hecho, Brasil, por ser el país que más jungla posee, tiene amplias reservas de territorios donde tanto los buscadores de oro, como las empresas madereras, las petroleras y los cazadores furtivos tienen prohibida la entrada porque se han realizado avistamientos casuales desde el aire de tribus desconocidas. La política actual es la de preservarles del contacto con la civilización para evitar su destrucción, porque, entre otras cosas, les contagiaríamos nuestras enfermedades y podríamos terminar con ellos.
– Bueno, Efraín -objetó su mujer, dejando la taza en la bandeja-, eso de que la creación de reservas consigue alejar a los indeseables no es cierto en absoluto.
– ¡Ya lo sé, linda! -repuso él, sonriente-. Pero ésa es la teoría, ¿no es cierto?
La calva lustrosa del arqueólogo lanzaba destellos según movía la cabeza de un lado a otro. Yo todavía sentía en la garganta el amargor del espantoso café y notaba la boca llena de la arenilla que dejan los posos.
– Miren, amigos -continuó Efraín, pasándose la mano por la barba-, la gente, el mundo entero piensa que todo está descubierto, cartografiado y localizado, y nada más falso y alejado de la verdad. Todavía quedan lugares en la Tierra donde los satélites no llegan y donde no sabemos lo que hay, y las selvas amazónicas son parte importante de esos lugares. Vacío geográfico, lo llaman.
– Antes se decía Terra Incognita -apuntó Marta, dando un sorbo a su café. Me quedé esperando a que vomitara o hiciera algún gesto de asco, pero pareció encantarle.
– Intenten conseguir un mapa de la zona selvática de Bolivia -nos retó Efraín, que aparentaba unos cincuenta años, más o menos-. ¡No lo encontrarán! ¡Esos mapas no existen!
– Pues yo nunca he visto agujeros…, vacíos geográficos de esos de los que usted habla, en ningún atlas o mapamundi -declaró Jabba.
– Convencionalmente, se rellenan del color del territorio que los rodea -le aclaró el arqueólogo-. ¿Ha oído usted hablar de la larga búsqueda de las fuentes del Nilo en el siglo XIX?
– ¡Claro! -repuso Marc-. He visto cantidad de películas y me he dejado los ojos en viejos videojuegos sobre el tema. Burton y Stanley y toda aquella gente, ¿verdad?
Pero el arqueólogo no respondió a su pregunta.
– ¿Sabe usted que, al día de hoy, en pleno siglo XXI, en el Amazonas quedan un montón de ríos de los cuales todavía se desconocen sus fuentes, sus nacimientos? Sí, no se sorprenda. Ya le he dicho que los satélites no pueden verlo todo y si la jungla es muy espesa, como es en realidad, resulta imposible saber lo que hay debajo. ¡El mismo río Heath, sin ir más lejos, che! Nadie conoce su naciente y, sin embargo, es tan importante que dibuja la frontera entre Perú y Bolivia.
– Pero, bueno -objeté-, todo esto ¿a qué viene?
– Viene a sostener la hipótesis de que los yatiris existen -declaró Marta sin inmutarse-, de que es muy posible que realmente hayan sobrevivido durante todo este tiempo y que, por lo tanto, organizar nuestra propia expedición de búsqueda no es una locura al estilo de Lope de Aguirre (16).
(16) Aventurero español del siglo XVI, famoso por su expedición en busca del legendario El Dorado a lo largo del cauce del río Amazonas que terminó con un intento por establecer un reino independiente en plena selva.
– Olvida usted un pequeño detalle, Marta -repuse con sorna-. No sabemos dónde están los yatiris, es decir, no sabemos si están en la selva amazónica. ¿No le parece un poco arriesgado dar por buena una suposición semejante? Quizá se escondieron en alguna cueva de los Andes o entre los habitantes de algún poblado. ¿Por qué no?
Ella me miró inexpresivamente durante unos segundos, como dudando entre hacerme comprender mi ignorancia y estupidez de una forma delicada o no. Por suerte, se controló.
– ¡Qué mala memoria tiene, Arnau! ¿Acaso no recuerda usted el mapa de Sarmiento de Gamboa? -me preguntó con una sonrisilla irónica perfilada en los labios-. Trajo usted una copia a mi despacho, así que deduzco que lo habrá estudiado, ¿no es cierto? Yo encontré ese mapa, dibujado por Sarmiento sobre un lienzo que se rompió, en los archivos del Depósito Hidrográfico de Madrid hará unos seis años. ¿Recuerda el mensaje? «Camino de indios Yatiris. Dos meses por tierra. Digo yo, Pedro Sarmiento de Gamboa, que es verdad. En la Ciudad de los Reyes a veintidós de febrero de mil quinientos setenta cinco.» -Me quedé pasmado. Era cierto; mis indagaciones sobre aquel mapa lleno de marcas que parecían pisadas de hormigas me habían llevado hasta el Amazonas, aunque en aquel momento no me había parecido un dato importante porque no comprendía su significado-. Bastaba superponer el mapa roto sobre un plano de Bolivia -agregó Marta, arrellanándose en el sofá con toda comodidad- para descubrir que representaba el lago Titicaca, las ruinas de Tiwanacu y, partiendo desde allí, un camino que se internaba claramente en la selva amazónica. Estoy convencida de que resulta plenamente factible iniciar la búsqueda de los yatiris.
Lola, que, inusualmente en ella, había permanecido incluso más callada que la doctora Bigelow, se echó hacia adelante y dejó su taza sobre la mesa, sin probar el brebaje, al tiempo que ponía una cara de acusado cansancio:
– Eso ya lo pensamos estando dentro de la cámara del Viajero, Marta -recordó-, pero ahora, aquí, en la ciudad, tomando café, las cosas parecen distintas. Le recuerdo que el mapa que encontramos en la lámina de oro sólo era un dibujo hecho con rayas y puntos sobre la nada. Lo siento, pero creo que sí es una locura.
– Todavía no hemos estudiado a fondo ese mapa, Lola -le respondió ella, muy tranquila-. Todavía no hemos revisado todo el material gráfico que usted, acertadamente, tomó en la pirámide. Nosotros, y me refiero a Gertrude, a Efraín y a mí misma, estamos dispuestos a intentarlo. Efraín y yo porque llevamos toda la vida trabajando en este tema y Gertrude porque, como ella les ha contado, conoce el tema de los indios no contactados y conoce la selva, y está convencida de que podríamos encontrar a los yatiris. Si ustedes no quieren venir, les rogaría que nos entregaran todo el material del que disponen.
Me miraba a mí sin parpadear, fijamente, esperando una respuesta.
– A cambio -añadió, ante mi obstinado silencio-, yo olvidaría el asunto de Daniel, aunque, naturalmente dentro de unos límites. Pero podríamos negociar.
Ahora la reconocía. Ahora volvía a ser la Marta Torrent con la que tanto había intimado en su despacho de la universidad. Cuando se mostraba así de cínica me sentía bien, tranquilo, capaz de hablarle en los mismos términos y de compartir la palestra en igualdad de condiciones. Incluso el hecho de verla vestida de nuevo con falda y llevando pendientes y la ancha pulsera de plata que ya le había visto en Barcelona, me ayudaba a colocarla en su lugar.