(17) En Bolivia, recluta, quinto.
Aumentamos tanto las imágenes del plano de la lámina de oro como las del plano de Sarmiento de Gamboa y para ello utilizamos también los ordenadores y las impresoras de Efraín y de Gertrude -y, de paso, les ajustamos un poco los sistemas operativos Windows, dejándoselos más estables y eficaces de manera que no les aparecieran las famosas pantallas azules de errores supuestamente graves-. El resultado de dichas ampliaciones fue un acoplamiento perfecto entre los puntos significativos de ambos mapas con la inesperada sorpresa de que, donde terminaba el de Sarmiento, terminaba también el de la plancha de oro, que mostraba apenas un poco más de camino pero sólo para concluir abruptamente en un triángulo idéntico al quesito en porciones de la parte posterior de la rosquilla. Rápidamente les conté mi descubrimiento del día anterior y saqué el aro de piedra de mi bolsa para mostrarlo.
– No entiendo qué relación puede tener -objetó Marta, abandonándolo con cuidado sobre la mesa después de examinarlo-. Debe de ser una especie de tarjeta de presentación. El final del camino significa que aquí es donde están los yatiris -y puso el dedo en la porción del mapa de oro-. Sólo tenemos que colocar este croquis sobre los planos del ejército y comprobar la ubicación del refugio.
No era tan fácil de hacer como de decir. Los planos cartográficos del ejército eran grandes como sábanas y, en comparación, nuestras ampliaciones parecían servilletas, de modo que tuvimos que volver a imprimir a un tamaño superior, y por partes separadas, el boceto sacado de la lámina de la cámara para no volvernos locos ni quedarnos ciegos. Cuando, por fin, logramos nuestro objetivo, tuvimos que poner una lámpara en la parte inferior de la gran mesa de comedor, que tenía la superficie de cristal, para poder apreciar bien la ruta y dibujarla con un lápiz sobre el mapa militar. Claro que resultó mucho más sencillo, por la claridad, en cuanto entramos en una de las zonas blancas de vacío geográfico más grandes de Bolivia, porque se veía perfectamente la raya negra del boceto que avanzaba sin misericordia hacia el interior de aquella nada para ir a detenerse en el perfectamente visible triángulo abolsado; una pirámide minúscula en un desierto gigantesco.
– ¿Qué territorio es éste? -pregunté, desalentado.
– ¡Pero, hijo, Arnau! -me amonestó Lola-. ¿Es que no ves con suficiente claridad el aviso «Sin datos» que hay en el centro?
– Claro que lo veo -declaré-. Pero, aun así, esta zona del país recibirá algún nombre, ¿no es cierto?
– Bueno, claro -me respondió Efraín, calándose las gafas e inclinándose sobre la mesa-. Está al noroeste del país, entre las provincias de Abel Iturralde y Franz Tamayo.
– ¿Es que aquí las provincias llevan nombres de personas? -se extrañó Marc.
– Muchas, sí -le aclaró Gertrude con una sonrisa-. Algunas fueron bautizadas a la fuerza durante la dictadura. Franz Tamayo era, hasta 1972, la famosa tierra de Caupolicán.
– ¡Ah, carajo, ya lo veo claro! -exclamó de pronto el arqueólogo, incorporándose-. Nuestro camino de indios yatiris se interna en el parque nacional Madidi, una de las reservas naturales protegidas más importantes de toda Sudamérica.
– ¿Entonces por qué está en blanco todo esto? -preguntó Lola señalando el enorme vacío geográfico-. Si se trata de un parque nacional, debería conocerse el interior.
– Se lo acabo de decir, Lola -insistió el arqueólogo-. Es una reserva natural protegida de unas dimensiones descomunales. Mire lo que pone aquí: diecinueve mil kilómetros cuadrados. ¿Sabe cuánto es eso? Muchísimo. Una cosa es que, sobre plano, se marquen límites figurados y otra muy distinta, que se haya puesto el pie allí. Además, no toda esta Terra Incognita forma parte del parque, observe que, a la fuerza, un parque nacional boliviano debería terminar en sus fronteras con otros países pero aquí se ve con toda claridad que el territorio desconocido se extiende también hacia el interior de Perú y Brasil. Y vea, fíjese en este fino ribete al comienzo del parque que se encuentra fuera del vacío geográfico. Esa zona sí se conoce.
– Ahí sólo se ve selva -objetó Marc.
– ¿Y qué otra cosa quiere en un parque natural amazónico? -le respondió Marta señalando a continuación Tiwanacu sobre el mapa del ejército-. De modo que los yatiris se marcharon de Taipikala en torno a 1575, fecha en la que Sarmiento de Gamboa tiene acceso, no sabremos nunca como, a la información de su ruta de huida. Antes de eso, estaban muriendo a causa de las enfermedades que los españoles habíamos traído de Europa y vivían repartidos y ocultos en las comunidades agrícolas del Altiplano, confundiéndose con los campesinos. -El dedo de la catedrática fue perfilando con delicadeza la línea dibujada por el lápiz en el mapa del ejército-. Se marcharon en dirección a La Paz, pero no llegaron a entrar, encaminándose hacia los altos picos nevados de la cordillera Real y cruzándolos aprovechando la cañada formada por la cuenca del río Zongo hasta su desembocadura en el Coroico, que les llevó hasta las minas de oro de Guanay. Desde allí continuaron el descenso hacia la selva siguiendo el cauce del río Beni. Quizá utilizaron embarcaciones o quizá no, es difícil de saber, aunque la ruta, desde luego, está trazada siguiendo siempre cursos de agua.
– Pero los conquistadores hubieran descubierto fácilmente un grupo de barcos cargados de indios -comentó Lola.
– Sin duda -convino Marta, y tanto Efraín como Gertrude asintieron con la cabeza-. Por eso es difícil imaginar cómo pudieron hacerlo, si es que realmente lo hicieron. Además, recordemos la frase de Sarmiento de Gamboa:
«Dos meses por tierra.» Quizá se marcharon a pie, simulando una caravana comercial para justificar las llamas cargadas de bultos, o quizá lo hicieron en pequeños grupos, en pequeñas familias, aunque eso hubiera sido mucho más peligroso, sobre todo en el interior de la selva. Vean cómo la ruta abandona aquí el río Beni y se interna en plena jungla, en territorio desconocido.
– Toda esa zona está dentro del Parque Nacional Madidi -comenté yo-. ¿Se puede entrar allí?
– No -dijo tajantemente la doctora Bigelow-. Todos los parques tienen una normativa muy estricta respecto a ese punto. Para poder entrar se necesitan unos permisos especiales que sólo se consiguen por razones de estudio o investigación. Ahora están abriendo un poco la mano porque el ecoturismo y el turismo de aventura en estas zonas naturales empiezan a ser unas fuentes importantes de recursos incluso para las comunidades indígenas, pero los visitantes sólo pueden entrar con autorización y únicamente para recorrer unas rutas prefijadas que no se adentran demasiado en la jungla y que no presentan excesivos peligros.
– ¿Qué tipo de peligros? -quiso saber Marc, con interés patológico.
– Caimanes, serpientes venenosas, jaguares, insectos… -enumeró Gertrude sin inmutarse-. ¡Ah, por cierto! Van a tener que vacunarse -dijo, mirándonos a los tres-. Deberían ir ahora mismo a una farmacia a comprar las jeringas y, luego, acercarse al Policlínico Internacional, que no está muy lejos, para que les pongan las vacunas contra la fiebre amarilla y el tétano.
– ¿Tenemos que comprarnos las jeringuillas? -se asombró mi amigo.
– Bueno, las vacunas son gratuitas, pero las jeringas hay que llevarlas en mano.
– ¿Y tenemos que ir ahora? -me desmoralicé.
– Sí -repuso Gertrude-. Cuanto antes, mejor. No sabemos cuándo tendremos que marcharnos, así que no conviene demorarnos. Yo les acompaño, si quieren. Estaremos de vuelta en treinta minutos.
Mientras recogíamos nuestras cosas y, conducidos por la doctora Bigelow, salíamos de la casa en dirección a una farmacia, me volví para mirar a Efraín y a la catedrática:
– Vayan pensando cómo demonios vamos a explicar la investigación que queremos hacer en el Parque Madidi para que nos den los permisos de entrada.