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– A ver si es verdad, porque mi abuela sería más llevadera que tú.

– ¡Yo los canjeaba ahora mismo! -celebró Proxi, soltando una carcajada.

Y, entonces, mientras me cargaba la bolsa al hombro, vi el pilar de piedra justo a mi derecha, casi pegado a la pared. Parecía una de esas fuentes de los parques que tienen la altura adecuada para que los críos puedan beber (con ayuda) pero no jugar con el agua. Me acerqué despacio y vi que sobre ella, a modo de libro en un atril, había una especie de tableta de piedra del tamaño de un folio llena de pequeños agujeros perforados sin orden.

Jabba y Proxi se acercaron a mirar.

– ¿Qué es eso? -preguntó él.

– ¿Tú crees que yo he venido enseñado a este sitio? -protesté, poniéndome la piedra sobre la cabeza-. Un sombrero.

– No te queda nada bien -comentó Proxi, mirándome con ojos expertos y dejándome ciego, a continuación, con un destello de flash.

– ¿Nos lo llevamos?

– Pues claro -afirmó ella-. Yo diría que estaba ahí precisamente para que lo cogiéramos. ¿Quién sabe? A lo mejor lo necesitamos más tarde.

Así que lo guardé en mi bolsa y, cuando volví a ponérmela al hombro, noté que su peso se había decuplicado.

Caminamos durante un buen rato, pendientes de los menores detalles, pero, pese a mi convicción de encontrar rápidamente una escalinata o una rampa, el pasadizo seguía plano y no se apreciaba subida alguna.

– Esto no me cuadra -murmuré al cabo de quince minutos de caminata.

– Ni a mí -convino Proxi-. Deberíamos estar subiendo por el cuello del cóndor para alcanzar el muro exterior de la cámara y, sin embargo, llevamos mucho tiempo avanzando en sentido horizontal.

– ¿Cuánto tardamos en recorrer el pasillo anterior? -preguntó Jabba.

– Unos diez minutos -repuse.

– Pues ya nos estamos pasando.

Y, por hablar, en cuanto mi amigo cerró la bocaza, otra cabeza de cóndor se divisó frente a nosotros. Era bastante más pequeña que la anterior y sobresalía desde el centro de un sólido muro de piedra. Noté que me cambiaba el humor de gris a negro cuando vi que a derecha e izquierda de la cabeza, la pared estaba completamente llena de unos tocapus bastante grandes. La sospecha de otra emboscada aymara se me atascó en el cerebro.

– Bueno, pues ya estamos aquí -dijo Proxi cuando los tres nos detuvimos con caras inexpresivas frente al animalito-. Saca el portátil, Root.

– Iba a hacerlo ahora mismo -repliqué, pero la verdad era que estaba cavilando que, si aquella pequeña cabeza de piedra era el conducto por el que debíamos pasar, Jabba tendría muchas dificultades para atravesarla.

– No, no, espera -exclamó él de repente, alejándose-. Fíjate. ¡Son las figuras arrodilladas que hay a los lados del Dios de los Báculos!

Y, mientras lo decía, iba poniendo el dedo índice sobre algunos de los tocapus que aparecían en la pared de la derecha. Señalaba arriba, abajo, a un lado… Los geniecillos alados que algunos tomaban por ángeles brotaban, sin orden ni concierto, del texto aymara.

– Los de este lado tienen todos cabezas de cóndor.

– Sí, como en la puerta -confirmé.

– Y los de aquí -Proxi se había colocado a la izquierda-, cabezas humanas.

– ¿Siguen alguna frecuencia? ¿Son simétricos? -quise saber, echándome hacia atrás para abarcar todo el muro con la mirada. Conté los tocapus que había en la fila superior de cada panel (cinco) y los que había en las primeras columnas (diez), de modo que, en total, había cien tocapus, cincuenta a cada lado, y diez de ellos eran geniecillos alados: cinco con cabeza de cóndor a la derecha y otros cinco con cabeza humana a la izquierda. Y no hizo falta que nadie respondiera a mis preguntas porque, con la visión panorámica, y una vez localizados los diez elementos discordantes, la forma que trazaban era fácilmente reconocible: la punta de una flecha a cada lado que señalaba hacia la cabeza del centro. Si ésta no hubiera estado separándolas, habrían formado una equis.

– Ya lo ves -comentó Proxi-. Simetría perfecta.

– Deberíamos traducir el texto para saber qué dice -propuso Jabba.

Un lejano fragor de rocas llegó desde el fondo del corredor, sobresaltándonos.

– ¿Qué demonios ha sido eso? -dejé escapar.

– Tranquilo, amigo -me dijo Jabba, provocador-, no puede pasarnos nada malo: ya estamos encerrados aquí dentro. Por si no te habías dado cuenta, si no conseguimos resolver este nuevo enigma nos quedaremos atrapados en este sitio hasta que nos pudramos vivos.

Me quedé mirándolo sin decir ni una palabra. Esa maldita idea ya había pasado por mi cabeza pero no había querido darle importancia. No íbamos a morir allí, estaba seguro. Un sexto sentido me decía que aún no había llegado mi hora, y me negaba a considerar siquiera la posibilidad de que no seríamos capaces de solventar cualquier dificultad que nos surgiera. Costara lo que costase, llegaríamos hasta la cámara.

La quietud y frialdad de mi mirada debieron de afectarle. Bajó los ojos, avergonzado, y se giró de nuevo hacia los tocapus de la derecha. No era momento para enfadarse ni para malos rollos, así que pensé que debía ayudarle a salir de la embarazosa situación en la que se había metido él solo.

– ¿Qué decimos siempre en Barcelona? -le pregunté; él no se volvió-. El mundo está lleno de puertas cerradas y nosotros nacimos para abrirlas todas.

– Esa frase la tengo puesta en la pared de mi despacho -comentó Proxi con voz alegre, echándole también un cable a Jabba.

– Vale -repuso él, girándose para mirarnos con una media sonrisa en los labios-. Habéis conseguido despertar mi parte de animal informático. Luego, no me pidáis responsabilidades.

Cogió el portátil y se sentó frente al panel de la izquierda, el que tenía las figuras aladas con cabeza humana, y comenzó a copiar los tocapus en el «JoviLoom» mientras Proxi y yo examinábamos la pared y los personajillos zoomorfos. Lo cierto era que ni en las fotografías que habíamos visto en casa ni en la misma Puerta del Sol habíamos podido apreciar los curiosos detalles que presentaban esos hombrecitos. Parecían correr si querías verlos correr, pero también podías verlos arrodillados si imaginabas que su actitud era suplicante. El artista que los había creado buscó con toda seguridad esa ambigüedad en el gesto, para que no quedara tan clara su indicación de que se debía suplicar a Thunupa para encontrar la forma de entrar en Lakaqullu. Todos ellos tenían alas, unas alas muy grandes, aunque, ahora que teníamos la oportunidad de verlas de cerca, también podían considerarse como capas movidas por el viento. Todos llevaban, además, un báculo invertido idéntico al de la mano izquierda de Thunupa, pero no terminaba en una cabeza de cóndor sino en la de un animal que parecía un pato con el pico chafado hacia arriba o un pez de boca enorme. Los que tenían cabezas de pájaro, situados a la derecha, miraban hacia arriba, hacia el cielo y sus cuerpos estaban girados hacia el centro, hacia el cóndor de piedra; los que tenían cabezas humanas, frente a los cuales estaba sentado Jabba con el ordenador, tenían el cuerpo y la vista puestos en la gran cabeza del muro.

– Bueno -dijo, por fin, Jabba-, la traducción es literal y no queda muy clara, pero el texto dice algo así como «Las personas se sujetan al suelo, hunden sus rodillas en la tierra y colocan sus ojos en lo inútil».

– ¡Qué barbaridad! -exclamé, perplejo-. ¡El mundo no ha cambiado nada en cientos de años!

Jabba se puso en pie y se fue hacia el segundo panel, enfrascándose de nuevo en el trabajo. Su cambio de actitud resultaba tranquilizador.

– ¿Las personas se sujetan a la tierra, se arrodillan y colocan sus ojos en lo inútil? -me preguntó Proxi como si yo tuviera la respuesta al dilema. Me limité a levantar los hombros con un gesto que venía a decir algo así como que yo sabía lo mismo que ella, es decir, nada. Los geniecillos alados seguían atrayendo mi atención. Si su aspecto ya era raro de por sí, más extraños eran los dibujos que aparecían dentro de sus cuerpos, como la larga serpiente en el interior de las alas-capas o los pequeños laberintos en sus pechos, y los cuellos y cabezas que salían de sus piernecillas, brazos y tripas y, todo eso, sin mencionar las inexplicables palancas y botones que aparecían en sus caras y los símbolos de sus tocados. Eran medio hombres, medio animales y medio máquinas. Desde luego, algo indefinible y muy extravagante.

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